No alcanzan los dominios de la ciencia política para analizar al gobierno. Especialmente a Cristina Kirchner. Una mirada que intente una mayor comprensión lleva indefectiblemente a las más difusas derivaciones de la psicología e incluso de la religión. El Gobierno llegó a su callejón sin salida por increíbles errores autoinflingidos y por una lógica de poder que escapa tanto de la realidad que termina en aterrizajes de emergencia o directamente en caída libre.
Ante la necesidad y las urgencias es difícil entender la mecánica por la cual en el Frente de Todos, especialmente su facción cristinista, se narcotizaron con peleas internas y actuaron como si no fuera necesario rendir cuentas ni ofrecer resultados reales en medio de una crisis sin precedentes. La pandemia no acepta disimulos ni relatos, los expone.
Hay una parte que sólo se explica por la relación que establecieron con sus seguidores más fieles y en el marco de la grieta que es un vehículo indispensable para entender las características de esa fidelidad. Se impregnaron para ello con la lógica del fútbol, en la que se le perdona cualquier desliz al ídolo, en este caso a Cristina, porque prevalece la lealtad a la camiseta, y defenderla era defenderse. Ese espíritu de cuerpo y pertenencia se perfeccionaba echando la culpa al del equipo contrario, otro de los exquisitos deleites de la tribuna, que a veces incluso goza más de gritar el gol para enrostrárselo al oponente que para celebrarlo. Esa organicidad tribal, que da eufórica recompensa en defender la propia identidad y basurear al otro, que exculpaba a la jefa en tanto fuera proveedora, que los hacía defender lo indefendible, enceguecidos y negadores de la pobreza, la inflación o la inseguridad que ellos mismos sufrían en pos de endiosar a una líder política y como si ella no tuviera nada que ver con los resultados pésimos de su gestión.
Todo se disimulaba repartiendo lo que hubiera a la mano. Hasta que no hubo más para repartir. Hasta que no hubo más goles que gritar. Y ya se sabe, nadie vive sólo de la vitrina de copas pasadas. Menos cuando esas copas los dejaron en el mismo lugar en que estaban mientras se enriquecían los que decían cuidarlos.
Ese contrato es el que rompió la pandemia porque puso a cada persona en una crisis existencial de sobrevida y de sentido. Y ya sabemos lo que suele pasar en los desiertos con los ídolos de barro. No están. Y el Gobierno no estuvo a la altura de la adversidad. Increíblemente, quiso usufructuar de la emergencia, convirtiendo a las vacunas en un negocio ideológico, gobernando por decreto en abierto desafio a garantías constitucionales y avanzando sobre la Justicia en medio de la voracidad de la jefa por salvarse de sus causas.
El fanatismo canchero para muchos se terminó con el experimento autoritario de la cuarentena y con el desastre económico que dejó en tierra yerma, sin cancha ni tribunas a todos los que los seguían. No era su equipo de fútbol, si ellos la pasaban bien mientras encerraban a todos. Los habían traicionado.
A la gente no le gusta perder, perdió demasiado. Y el kirchnerismo no sabe perder. La última negación, no sorprende, correspondió a Anibal Fernández, refiriendo que no perdieron porque en realidad las PASO fueron elecciones internas de partidos. La vieja costumbre de no contar: no contar pobres , no contar inflación, no descontar votos. La que se viene ya tiene enunciación. “Prefiero que mi pueblo viva mejor a pensar que me vote”, dijo Máximo Kirchner. No piensa en que los voten. En noviembre, si pierden dirán que no les importa que los voten luego de patinarse millones en emisión repartiendo bicicletas, heladeras o jubilaciones, para que los voten.
El kirchnerismo duro siempre fue presa de una ilusión: el mito que ellos mismos construyeron del gobierno de Cristina. Si hubiera sido tan sustentable, nunca hubiera ganado Macri. Embebidos por la negación de la realidad entonces, encendidos por el odio a Macri para alimentar su mitología, y envalentonados por la maestria estrategica de la jefa para ganar elecciones a pesar de imputaciones varias por corrupcion, se sintieron elegidos por la historia, hijos de la épica de lo imposible, se creyeron ellos mismos el engaño como si un país todo pudiera flotar entre nubes de ideología que para ellos, es un elixir erotico, -y lugares en el Estado-, pero que ni come ni cura ni educa.
Subidos a esa construcción inconsciente, Cristina incluida, y habiendo recuperado el poder en 2019, solo buscaron que se desandara la anomalía de entronizar a Alberto. Ellos no pueden resistir que no mande ella. Necesitaban arrasarlo, por un impulso vital de su más auténtica naturaleza. Hay algo sintomático en que Cristina no quiera entrar al despacho presidencial. La carcome una secreta fobia que sólo ella puede entender del todo. No soportaría acaso ver a un actor secundario en el mismo lugar donde Néstor y ella reinaron con ambición de totalidad. En esos intersticios de la conciencia donde nadie llega, hasta debe respetar más a Macri ocupando ese lugar. La negativa a visitar al Presidente en su despacho es lo más parecido a la negación a traspasar los atributos del poder a Mauricio Macri.
En el fondo Cristina nunca traspasó el poder. Eso es lo que transmite cada acción en soledad o colectiva de su espacio. Cristina no va al despacho del Presidente porque en el fondo no valida al Presidente. Es sólo un artificio para la escenografía de su poder. Y también yace en los escondrijos su impotencia por no poder volver plena a ocupar ese lugar. Por haber necesitado un sustituto.
Y hoy, luego de la derrota en las Primarias, con la coronación de un heredero propio más alejada en el horizonte, ni siquiera queda la sensualidad del misterio. La jefa que era gurú por haber vuelto al poder, no oculta que está irritada, impaciente y enojada. Como ayer su hijo, hoy ella desde su sitial en la presidencia del Senado fustigó a los opositores. “Parecen gallinas”, se burló con morisqueta y todo. Sólo una profunda bronca puede hacer perder desde los modales a la mínima elegancia.
* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)
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