El Rebe Najman de Brazlov decía: “Mucha gente piensa que las historias han sido creadas para contarlas por las noches, y ayudar a dormir. Yo no creo eso. Yo cuento historias para ayudar a despertar”.
Es por eso que la Torá no empieza con mandamientos, leyes ni rituales, sino con una historia. Porque un decreto nos golpea en la cabeza mientras que una historia, nos abre el corazón.
Es la historia de un hombre, una mujer y un jardín. Un jardín perfecto en donde cada amanecer era una poesía. Un lugar ideal, donde ellos podrían vivir por siempre sin preocupaciones ni dolor. Pero pronto descubrirían que aquello que parece ser ideal, muchas veces termina siendo irreal.
Es una historia que nos cuenta que incluso en el lugar más perfecto que soñemos vivir, nunca podremos tenerlo todo. Una historia que nos desafía a elegir, si aún con eso que no tenemos o que no logramos, podremos seguir sintiendo que estamos en un Jardín. Es una historia donde el deseo, la mentira, el silencio, la provocación, la tentación y después la vergüenza son los frutos que ese hombre y esa mujer, deciden probar. Una historia que nos asegura que desde el comienzo de los tiempos, cada decisión que tomemos, por pequeñísima que sea como es comer un fruto, puede dejarnos sin Jardín y cambiar al mundo entero.
Después de comer del fruto, se esconden detrás del árbol prohibido. Se esconden de su vergüenza, de su culpa. Intentan esconderse de Dios. Lo que nunca lograrán será esconderse de ellos mismos. Dios le pregunta a Adam : “¿Dónde estás?”; a lo que el hombre responde: “No fui yo. Fue la mujer la que me hizo comer en esa cena prohibida…la mujer que vos me diste”. Cualquier otro tendrá la culpa. Incluso vos, Dios.
Esta semana una joven me confesaba sentir alguna culpa por haber celebrado su Bat Mitzva, siendo que ella no creía en Dios. Su compañera añadió entonces la dificultad de creer cuando faltan respuestas a grandes preguntas como: ¿dónde estuvo Dios en la Shoá? ¿Dónde estuvo en Auschwitz? La pregunta me recordó a la imagen del hombre y la mujer escondidos detrás del árbol.
Mi respuesta en principio fue que no debía sentir ninguna culpa. Que el judaísmo no se define por la fe. Que el ser judío es la herencia de un mundo de valores, es sentirse parte de cientos de generaciones que siempre llevaron su compromiso para la construcción de una sociedad mejor. Que el ser judío es la memoria histórica de los pueblos que lo acunaron, y el proyecto de realización para embellecer el jardín del mundo. La fe no define quién es judío porque el judaísmo no es una religión. Pero que la fe es una parte esencial en ese recorrido, y que la misma exige una búsqueda espiritual interior. Que esa búsqueda debía animarla a no esconderse antes de definir qué quiere decir la palabra “creer”. O a intentar definir qué es “Dios”.
La fe es la confianza de que este mundo y mi vida en él tienen un sentido. Que no soy apenas una casualidad azarosa de la genética, sino que soy parte de un destino compartido para lograr a lo largo de mis días un Tikun, una reparación. Que cada alma llega con una parte de la misión de reparación y crecimiento del mundo. Una reparación personal y espiritual que logren darme la responsabilidad de confiar. Confiar en que cada decisión es una herramienta para embellecer este Jardín. Que mi vida tiene un para qué, un sentido, una razón. Y que en la búsqueda misma de ese lugar en el mundo que sólo esta hecho para mi, radica la dimensión de la fe.
Nos podemos escondernos detrás de un árbol simulando que no tenemos que ver con nada de lo que allí afuera ocurre. Entonces Dios pregunta desde la voz interior: “¿Dónde estás?”. “¿Acaso estás buscando ese lugar que sólo te pertenece a vos en esta historia?”
El Midrash nos dice que Dios consultó con los ángeles antes de crear al Ser Humano. Y que todos empezaron a discutir tratando de convencerlo de que no lo hiciera. Que el Ser Humano sería engreído, mentiroso, orgulloso y sanguinario. Que si lo creaba, estaría creando a la vez el único dispositivo capaz de destruir su propia Creación. Mientras todos discutían en el cielo, Dios creó de todas formas a Adán y a Eva. Porque puede que a veces perdamos la fe en Dios. Que nos cueste creer en Él. Lo que nunca dejó de suceder desde el comienzo de la historia, es que Dios haya dejado alguna vez de creer en nosotros.
Miré entonces a la otra joven y le dije: ¿Dónde estuvo Dios en Auschwitz? Él estuvo en la voz que dice “No matarás”. En la voz que suplica: “No oprimirás al extranjero”. En la que grita en el texto de esta semana a Caín, frente a su hermano Abel asesinado: “Las sangres de tu hermano claman desde la tierra”. En medio de cada tragedia, Dios llora desde el cielo y pregunta otra vez a Adán: “¿Dónde estás?”. “¿Dónde te estás escondiendo esta vez Adán?”. La pregunta no es dónde estuvo Dios, sino dónde estuvo el hombre.
Amigos queridos. Amigos todos.
Dios está en la voz de los que se levantan a reclamar por la sangre de nuestro prójimo, siendo nuestro prójimo todos los prójimos. Está en los que se levantan a pedir justicia, libertad y democracia. En los que marchan con himnos de igualdad, respeto y dignidad. En los que ven como un insulto que la mitad de la población viva en la pobreza y que se manipule indignamente al carenciado para detentar poder desde la dádiva, en lugar de generar oportunidades. En los que se embanderan en causas nobles, en los que apuestan al futuro en vez de recluirse en el pasado para destruir el presente. En los que creen con fe sincera que estamos llamados a cuidar, sembrar y reparar nuestro Jardín.
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