En los últimos días, sectores feministas se expresaron con duros términos frente a las decisiones del Gobierno en la conformación del nuevo gabinete. Como dirigente que milita en este espacio, como mujer y desde ya, también como feminista, quiero sumar a este debate que me interpela en muchos sentidos, con el fin de ampliar este campo de batalla de las ideas en el que nos estamos cruzando.
Desde mi lugar militante, lo primero que me surge es dejar en claro que hablo desde un feminismo popular, que reconoce y habilita la existencia de otros feminismos, pero que siempre prioriza la distribución de la riqueza, porque “de nada valdría un movimiento femenino en un mundo sin justicia social”, dijo Evita alguna vez y adhiero.
Por otro lado, me parece importante plantear de qué hablamos cuando hablamos de hacer política. Por supuesto que definiciones hay muchas porque la percepción de cada autor está cruzada por su perspectiva ideológica. Por eso mismo elijo la que brinda la filósofa y politóloga belga Chantall Mouffe, cuando dice que el conflicto es inherente a la política.
Leo un artículo de la abogada feminista y tucumana Soledad Deza y en sus palabras encuentro la complejidad de la que somos parte. “Me preguntan si Manzur es ‘antiderechos’ y respondo que ninguna lectura política es tan lineal sobre ese concepto aquí en Tucumán, porque aun habiéndose pronunciando él públicamente en contra del derecho a decidir, el peronismo que aquí conduce aportó cinco votos para la legalización del derecho a abortar en 2020″, escribe Deza.
Es que las cuestiones políticas no son cosas puramente técnicas que pueden resolverse de una única manera, sino que implican el ejercicio de elegir entre alternativas en conflicto, todos los días, todo el tiempo. Gobernar es administrar el conflicto y no considerarlo al hacer un análisis de situación es tan erróneo como pensar que un Jefe de Gabinete es convocado para revisar las leyes vigentes o contradecir las líneas ideológicas en que se estructura un gobierno.
Por otro lado, llevar adelante un país como el nuestro supone tener una noción de ingeniería sabiendo que los recursos son limitados, hay múltiples intereses y la demanda desborda a la oferta. Hablamos entonces de una moral política, de construir lo que se considera mejor para la sociedad en un determinado momento. Es sabido que muchas veces aquellos que no participan de la decisión, que no tienen ninguna responsabilidad al respecto o no conocen todas las aristas, pueden juzgar desde un pedestal moral o teórico, incapaz de ver una realidad que no siempre es tan limpia y sencilla como se preferiría.
Si es por mi opinión, por supuesto que prefiero un gabinete con mayor participación femenina en roles centrales y decisivos. Pero entonces me pregunto: ¿el poder se reclama, se exige desde Twitter o se disputa en el día a día?
Mi experiencia me dice que el poder se gana o se pierde en situaciones de la vida en la que las teorías muchas veces se equivocan o no alcanzan. Que la conquista del poder se aprende en su ejercicio. Y que el grandísimo problema que tenemos en este sentido nosotras, las mujeres, es que no fuimos educadas para dar esas peleas.
Entiendo el sentido de las leyes de paridad y las defiendo como tales pero no puedo dejar de ver que muchas veces estas normas funcionan como nuestra propia trampa porque de ningún modo garantizan la presencia de feministas ni la transformación del poder real. Dicho en términos muy concretos, puede haber mujeres pero no va a haber feministas en las listas electorales porque se lo pidamos a los varones “deconstruidos”, eso está claro.
Por siglos, las mujeres fuimos relegadas de la apropiación del poder y eso repercute hoy en día, cuando nos cuesta tanto integrar “las mesas chicas” o estar en las decisiones sobre el manejo de los recursos.
Otro tema no menor y que puede traducirse en un gran problema es el de reemplazar las categorías políticas por las morales. Ellos son los malos; nosotros, los buenos. Entonces, el planteo que se dé sobre cualquier tema de la agenda de una sociedad democrática se vuelve completamente reduccionista. Ser enemigos implica que el planteo del otro es ilegítimo, así como la destrucción, la negación y la hoy popularmente famosa “cancelación”. Un peligro inmenso.
Ejercer una erradicación limpia y ascética de ese “otro” que no piensa como nosotros, no sabe lo que nosotros sabemos o que no tomó posición de la manera en que yo esperaba que lo hiciera es tranquilizador. Claro que eso no es hacer política.
Comprender la complejidad de gobernar, de administrar el poder (por ende, el conflicto) y de aceptar al otro no implica dejar de defender los derechos obtenidos, ni de pelear por su ampliación, ni muchos menos bajar nuestras banderas. Y sobre todo, nada de esto implica evitar pensarnos como mujeres que pueden construir poder. No reclamarlo, sino apropiarnos de él creando nuevos espacios y nuevos modelos de lo público.
Un feminismo militante que no se consume en el engaño de la foto políticamente correcta o el último hashtag en las redes, sino que se legitima en la presencia constante en esos espacios a veces difíciles, otras veces incómodos, donde se juega realmente el partido.
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