El soldado estaba postrado en la última cama del viejo hospital militar. El color del aire era gris, y la habitación olía a la muerte cercana. Con un hilo en la voz, pide a la enfermera un último deseo. Los fantasmas lo persiguen, las sombras del pasado son más pesadas que el dolor último en todo su cuerpo que agoniza. La enfermera sale en busca de alguno de los prisioneros que traían desde el campo de concentración cercano de Lemberg, para hacer la limpieza del hospital. El joven judío Simón es llevado entonces al lecho de muerte de Karl, el oficial nazi.
El soldado nazi toma la mano del prisionero Simón entre las suyas y comienza a relatarle su vida. Sus comienzos en la juventud hitleriana en contra de la voluntad de sus padres y su rápido ascenso en las SS. Entonces, le confiesa haber sido parte de una masacre. Junto a sus compañeros había encerrado a más de 300 judíos en una casa para prenderla fuego. Aquellos que intentaron escapar por la ventana, habían sido baleados. Terminó su confesión exhausto, derrotado por la culpa. Entonces le dijo que había pedido a la enfermera, que le trajeran un judío. Necesitaba que un judío lo perdone: “Sin tu respuesta, no puedo morir en paz” –le murmuró el moribundo. Simón apartó su mano. Miró fríamente al oficial alemán, y salió de la habitación sin decir una sola palabra. Al día siguiente la enfermera le comunicó que había muerto.
Simón Wiesental escribe lo que vivió como prisionero en Lemberg, en su libro The Sunflower. El silencio con el que dejó a solas al oficial de las SS, lo acompañó en su memoria. Entonces pregunta a sus lectores: “¿Qué hubieses hecho?”. En la segunda parte del libro aparecen más de 50 diferentes respuestas de escritores, pensadores, filósofos y políticos de todas las nacionalidades y religiones, que van desde el Dalai Lama hasta Abraham J. Heschel. Las respuestas de los autores judíos son unívocas: no debía perdonar.
En la tradición judía, el valor del perdón es tan central que ocupa la noche más sagrada del año: “Iom Kipur – El Día del Perdón”. Sin embargo, la filosofía del perdón en el judaísmo está lejos de ser absolutoria de todo. “Iom hakipurim lo mejaper”, el día del Perdón, dice el Talmud, no perdona. Iom Kipur no perdona nada de lo que le hayamos hecho a otra persona. Así como no podemos perdonar aquello que no nos hayan hecho a nosotros mismos. No hay intermediarios para el perdón. En noches como ésta, Dios apenas puede perdonar las faltas que tengamos en nuestra interioridad para con Él o bien, las promesas y compromisos que hayamos hecho con nosotros mismos. Pero ni siquiera el mismo Dios puede intermediar en el perdón que debemos, o que nos debe el otro.
Dentro de la filosofía judía del perdón hay cosas que son definitivamente imperdonables. Perdonar el horror del oficial nazi sería impensable. ¿Quién podría cargar sobre sus espaldas el asesinato de seis millones de seres humanos para perdonar en nombre de las víctimas? El Rabino A. J. Heschel explica su respuesta a la pregunta dramática de Wiesental desde un relato más cercano, con otra historia acerca del Rabi de Brisk:
El Brisker Rebbe era una de las grandes luminarias del siglo XVIII de la judería de Europa del Este. En un viaje en tren a Varsovia, se vio compartiendo el camarote con otros tres viajantes en ruta de negocios. Ante la invitación de los hombres a jugar cartas, el Rebbe se disculpó y siguió sumergido en su lectura. Ante esto, uno de los hombres se sintió ofendido con el rechazo y echó a gritos y golpes del camarote, al pequeño hombre de sombrero y barba larga. El Rebbe permaneció horas en el frío hasta el arribo a destino. Al bajar del tren, cientos de personas clamaban por la llegada del gran maestro, rodeándolo en su caminata hacia la Ieshivá. El comerciante, al enterarse de quién era tan grande personalidad, completamente arrepentido corrió hacia el Rabino suplicándole que lo perdone. Pero el Maestro se negó secamente. Durante esos días el hombre se acercó varias veces hasta la Ieshivá para implorar por perdón, pero el Rebbe nunca le contestó. Le rogó entonces al hijo del Rabino para que interceda en su pedido. El joven fue hasta su padre sorprendido por su actitud, a preguntarle por aquél hombre. Entonces el Brisker le dijo: “No puedo perdonarlo. Él nunca me ofendió a mi” - dijo el Rebbe. “Ese hombre jamás me hubiera tratado así, de saber quién era yo. Él ofendió y maltrató a un extraño. Debe ir y disculparse con algún pequeño hombre solitario, en el camarote de algún tren”.
Estas historias hablan de hechos que lastimaron y quebraron el alma de los protagonistas. Hechos que son imperdonables porque fueron hechos en última instancia, a otras personas. Imperdonables. Sin embargo, qué sucede con esas cosas que llamamos “imperdonables”, pero que nos lastimaron de manera directa a nosotros mismos. Un socio, un amigo, un padre, un maestro o algún amor. Nada más desafiante que el acto de perdonar, cuando sentimos que el ofensor no merece ni se ha ganado nuestro perdón. Porque sentimos que el perdón, condonará el acto. Entregar ese perdón nos hace creer que dejaremos entonces, de castigar tanto dolor.
Sin embargo, hay veces que el perdón no se trata de lo que le entregamos al otro, sino de lo que nos regalamos a nosotros mismos. El perdón es una decisión acerca de cómo queremos vivir. Es tomar el control, de cuánto poder vamos a entregar a aquella situación o a esa otra persona sobre nosotros. Confundimos el perdón con la justicia, al pensar que al no perdonar, castigamos a quien nos haya lastimado. Y en verdad sucede exactamente lo opuesto. Almacenando el dolor, terminamos bebiendo un veneno esperando que otra persona enferme. Nos convencemos que nos han quitado tanto, que entonces decidimos que no nos quitarán el perdón. Y nos lo guardamos dentro, como una piedra caliente que ya no sólo ha lastimado al pasado, sino que permitimos que siga hiriendo nuestro presente y nuestro futuro.
Amigos queridos. Amigos todos.
Estos días donde aún sobrevuela la esencia del gran Día del Perdón, son tiempos para repensarnos. Para poner en su lugar aquellas cosas que no está en nuestras espaldas perdonar, y que merecen nuestra memoria eterna. Pero también y muy especialmente, para desanudar esos dolores que sólo está en nuestras manos destrabar. Porque puede que ni Dios, ni el Iom Kipur pueda perdonar lo que nos haya hecho doler tanto, pero nuestra alma sí.
Quizá sea perdonar una frase, una ausencia, un silencio, una desilusión. Quizá sea de alguien que ya no es parte de tu vida, y que justamente por eso no merece dominar tus pensamientos. O quizá sea de alguien que deseas con el corazón que sea parte de tus mañanas, y que esa distancia no permite que los tiempos de felicidad logren ser completamente felices. Quizá sea de alguien amado que partió y dejó partida tu alma. Quizá sea tiempo de perdonarte a vos mismo, o de perdonar incluso a Dios.
Estos son buenos tiempos para invertir en saber perdonar para sanar, para caminar más liviano, para dejar en el ayer lo que hirió al ayer y celebrar en el hoy lo que deseamos vivir mañana. Se abre frente a nosotros el Libro de la Vida. Pero no sólo el que está en los cielos. Sino el que elegimos escribir con la vida que empieza hoy.
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