Para quien se considera el pueblo, no hay terror más inconmensurable que el pueblo se haga a un lado. Si el pueblo deja al líder, no hay líder. Cristina tenía que escribir su carta para dejar claro que el pueblo había dejado a su delegado, a Alberto, no a ella. Se hizo a un costado del vacío abismal en medio de la intemperie amenazante de la declinación. A ella, que la había absuelto la historia de sus causas judiciales, porque el voto popular le había perdonado la corrupción y la ineficiencia, el único tribunal al que consideraba legitimo de pronto la señalaba.
“Nos abandonaron 440.172 votos de aquellos que obtuvo Unidad Ciudadana en el año 2017 con nuestra candidatura al Senado”, escribió. “Nos abandonaron”, dijo. Si había usado a Alberto Fernández para ganar, ahora lo usaría ante la inobjetable tragedia de perder. Vaya paradoja, el abandono del pueblo abandonado.
Lejos de elegir la elaboración de las razones, la verdad detrás del corrimiento tectónico que la arrasó, Cristina eligió, por supervivencia, amortiguar su derrota con relato. Erigir un culpable y usar de paragolpes al artefacto que ella misma había creado.
En los razonamientos, las conclusiones pueden ser equívocas cuando se parte de una premisa falsa. El relato K, que esencialmente se construye sobre apariencias, suele tener aterrizajes de emergencia sobre la realidad que sus delirios ideológicos se empeñan en negar. Eso pasó con la demente decisión de privilegiar vacunas rusas o chinas, cuando se podría haber adelantado la inmunización con Pfizer. Además de las premisas falsas, ahora Cristina paga también su mendaz oportunismo. Ella tiene el presidente que eligió. Recordemos que cuando entronizó a Alberto Fernández, antes de ser la titiritera en la sombra, había sido, primero, la gran simuladora.
Nadie había dicho cosas peores de ella que su ex jefe de Gabinete. Pero necesitaba que fuera creíble su conversión a la moderación. Si ella, magnánima, le insuflaba poder a su más encarnizado traidor, todos morderían el anzuelo. Y todos mordieron el anzuelo. Luego había que neutralizarlo, cercarlo, anularlo, y no meterse en lo que fuera impopular mientras se enviara plata a la provincia de Buenos Aires y mientras La Cámpora avanzara voraz en los casilleros del poder. Cristina siempre supo que había que negociar con el Fondo, sólo quiso demorarlo y que lo hiciera su delegado. No mancharse las manos ni el purismo populista.
Ahora dice que ella, justo ella que no deja retazo de poder sin ocupar, no tuvo injerencia en la economía. Cuando al ministro lo humillaron hasta cuando quiso echar un subsecretario.
El problema de Cristina, además de la derrota, es que Alberto Fernández, fue un truco electoral con consecuencias institucionales. La carta de la vicepresidente explicita de tal manera que él tiene deberes hacia el mandato de ella, que refleja la desmesura autocrática de su concepción de poder, al punto de dejar expuesto su rango de dominatrix, sin el menor esfuerzo por cuidar las formas.
El poder desnudo de Cristina la revela, desbordada y desmedida. Sin pudor ante una sociedad que disiente con ella en su modo de resolver las cosas. La sociedad fue a votar. Ella conspira, desestabiliza, acorrala. La verdad es que Cristina ganó las elecciones mediante un engaño. Alberto nunca iba a tener el poder. Y el que miente primero, termina atado a su mentira. Ahora es ella misma quien quiere despegarse de su actuación. Tirarla por la borda, echar lastre. Dicen que se cayó el mito que indica que el peronismo no pierde unido. Pero en realidad, eran las cúpulas las que estaban unidas. En el pueblo se cursaba una nueva mayoría.
“Fui, soy y seré peronista. Por eso sabía que no podíamos ganar”, escribió Cristina en su carta. Ella necesita hacer una profesión de fe de peronismo para que no se le termine de desbandar ese partido a cuyos integrantes sometió al acoso de La Cámpora y a infinitas humillaciones, a sabiendas de que por poder se arrastran y transmutan las almas con cósmica elasticidad. El punto es que ejecutado un engaño de la magnitud de una presidencia, ella dejó de tener crédito y no es el peronismo el que se lo dijo: se lo dijo la fuente de la vida de todo populismo, el pueblo.
Consecuencia de la degradación de origen, la composición y organización del Gobierno no está basada en méritos, objetivos o especialidades, sino en base a repartija feudal de parcelas de poder y cajas. En estas horas aciagas, el Presidente parece jugarse la sustancia de su Gobierno en la conformación de un nuevo Gabinete. ¿Es posible tener consistencia en el equipo si no hay acuerdo con el plan? ¿Hasta qué punto esto será sólo una nueva escenografía? Y, ¿cuánto tardará el próximo correctivo de Cristina? ¿O directamente ella militará en la oposición? No es la primera vez que hace eso. En el menemismo se convirtió en una llanera solitaria del Congreso.
Siempre fue refractaria al peronismo cuando le convenía a la imagen de sí misma que más la reconforta: la del puño apretado con verba progre y licencia para el Rolex de brillante. Sumar gobernadores al Gabinete es mostrar sustento dentro de lo que queda en pie. Pero más que un relanzamiento, es una medida de emergencia en la antesala de lo que se avizora como la confirmación de la derrota. Porque aún, digamosló fuerte y claro: aún faltan las elecciones.
Los ciudadanos miran el espectáculo canibal estupefactos. Si en las primarias castigaron o quitaron su confianza, ¿quién puede hacer pensar que estos días sanguinarios se la devolverán? La carta de Cristina anticipa esa desesperación. Ella misma y su pulsión de abandonar el barco. El peronismo, que huele como pocas cosas la sangre fresca, conoce ese juego tanto como ella.
O todo cambia para que nada cambie o estamos entrando en la tercera presidencia de Cristina. Cristina al gobierno y Cristina al poder. Cristina entra en el extraño caso de ser Cámpora y Perón. Al Presidente sólo le queda una carta. De ahora en más, todo es responsabilidad de ella. Sólo falta ver qué pasa con la economía. Ahí se sabrá el grado de radicalización en sangre del nuevo Gobierno.
De lo que no hay duda es de que en el peronismo, de cara al nuevo plebiscito de las elecciones de noviembre, todo dependerá del resultado y luego ingresaremos irremediablemente al tiempo ladino y taimado de la traición. Todo, todo puede pasar.
* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)
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