La actual tendencia a exacerbar los derechos individuales y menospreciar las obligaciones, devino en un hacer y ser reconocido en todas y cada una de las cuestiones según la propia voluntad o en conformidad a los propios deseos y percepciones. Un individualismo radicalizado en pleno rechazo a toda forma de tradición o autoridad fuera del mandato de uno mismo. Esta es la actual modalidad de concebir una forma de vida que falazmente pretende ser más significativa y auténtica, con mayor contenido, utilizada no sólo para fines religiosos o sociales, sino también para objetivos políticos y económicos.
Durante los ´80 Gorbachov anunció que sentía que toda la especie humana estaba entrando en una nueva era con nuevas leyes y nueva lógica como forma de vida. Unos de los más relevantes historiadores del siglo 20, Arnold Toynbee, supuso que las crisis sociales eran los dolores de parto de una nueva cultura global más humanitaria y que la historia era básicamente el resultado de la humanidad a sus desafíos. Cada tanto se escuchan expresiones referidas a una nueva era, incluso la frase latina “novus ordo seclorum”, proclamando el nuevo orden de los tiempos, la cual entre otros lugares se encuentra en el dorso de los billetes de dólares estadounidenses desde 1935.
Pero todo ello si bien inducía a pensar en una supuesta más beneficiosa era, en la actualidad, se reflejó en un cambio radicalizado y fundamentalmente desde lo social, para designar a quienes sostienen una internalización subjetiva de aquello perteneciente a lo externo y objetivo. A decir de Karl Barth, un humano encorvado sobre sí mismo, quien oficia como interruptor que cambia el original por la copia, lo patente por lo imaginario, la sustancia por el accidente, creyendo que los primeros son lo errado o dañino y los segundos lo correcto y beneficioso.
Esta predisposición, algunas veces organizada en movimientos o entidades concretas, si bien se ha desarrollado extensamente en el occidente durante los últimos 30 años, puede remontarse al siglo V a.e.c. con la máxima de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”. Su mecanismo más eficiente como modelo primario de socialización son las redes virtuales, las cuales imprimen una forma de actuar, pensar y, a decir del mismo Peter McLaren, crear pseudo-acontecimientos como cultura del simulacro, concentrada en grupos de afinidad mediante un círculo vicioso. Colectivos habientes de una noción de progreso en la humanidad dentro de una nueva era mediante una más elevada forma de vida, una evolucionada concepción desanclada de cuestiones consideradas anticuadas como los mandatos y las tradiciones, carentes ya de significación y sentido.
Uno de los focos principales de esta tendencia, como dice Anthony Giddens, es la destradicionalización y desautorización, donde la propia noción de verdad es reformulada en pos de un desarraigo cultural, incluso respecto de las propias relaciones de parentesco. Un radicalizado subjetivismo individualista que abarca lo epistemológico, donde las voces de autoridad emanadas de expertos o sabios, de las mismas tradiciones y leyes conformadas y vigentes durante siglos, de las tradiciones establecidas y de las costumbres milenarias, todas ellas son sistemáticamente denostadas per se, incluso ignorando el mecanismo de adaptabilidad de esas leyes y tradiciones, mediatizándolas y sojuzgándolas por la exigua experiencia personal, basada mayormente en la opinión, la emoción marginal o el interés coyuntural. Dicha radicalización incluye la auto espiritualidad, intentando convencer que la vida bajo un marco axiológico convencional es obsoleta, debiendo cambiarla por otra considerada más auténtica y significativa, alejada de aquel considerado perniciosa influencia externa. Así, toda institución que transmite y educa bajo una ética o moral tradicional y donde el sujeto interactúa, serían ejemplos de aquella mecanización del hombre, permaneciendo víctima de lo antinatural, esclavizándose por deseos insatisfechos, inseguridades, culpa o demandas por apariencias, encontrándose adoctrinado por el orden establecido, todo lo cual contradice aquello que sería el ser auténtico.
Pero descriptivamente todo ello sólo condujo a un ensimismamiento, un proceso de retracción en la persona, por medio del cual se predica llegar a la perfección abstrayéndose de todo marco histórico, social, cultural y de pertenencia, cultivando el propio ego como el exclusivo foco de la personalidad. Una forma de idolatría que desprecia toda tradición religiosa, ética o moral más la desaprensión incluso por lo científico, en pos de una individualización e internalización como suma experiencia auténtica, donde la verdad en todo sentido surge de la propia experiencia personal, de los deseos y opiniones de cada uno. Huelga ahondar en la obviedad de movimientos como la new age o los actuales neopaganismos, así como también en el terraplanismo o los antivacunas, pero no así atender a expresiones tales como “soy como me percibo”, “esta es mi verdad y esa es la tuya”, “Creo o sigo a Dios a mi modo”, “vivo una cultura o religión a mi manera”, “la libertad para ser yo mismo” o “lo importante es que uno esté bien consigo mismo”.
Siempre el culto a la mismidad como centro y fuente de vitalidad, de autenticidad, de creatividad y paz, donde uno mismo, como dice Paul Heelas, es su propia autoridad. De esta forma, el considerado ser auténtico no es más que conducirse acorde a los cánones del propio ego como valor supremo, desechando todo marco axiológico tradicional, despojándose de sus cuestiones mandatarias y autoridad. Toda verdad axiológica provista por la religión o incluso verdades operativas aportadas por la ciencia son consideradas erróneas, producto del adoctrinamiento al que hay que combatir, nutriendo el propio ego y rompiendo con todas aquellas consideradas imposiciones enajenantes. Así, se rechaza todo un sistema cultural viviente, la gran mayoría de las veces ignorado por aquellos que adhieren a esta tendencia promulgando su propias y volátiles cuestiones e intereses personales.
En otras palabras, el individuo es su propia fuente de conducción, guía y juez, donde la idolatría del Yo actúa sin programas o patrones externos, tan sólo en base a los deseos, apetitos o intereses fluctuantes como criterio y patrón de conducta. Toda autoridad externa e incluso la divinidad es evaluada a través de un proceso de internalización, frecuentemente como una energía anónima y neutral para aplicarla a los propios deseos o intereses, pero nunca como aquello que impone ciertas reglas y llama a su obediencia por medio de una práctica preceptual más allá del provecho, las avideces y utilidades.
Consecuentemente, no hay que asombrarse que la noción generalizada de responsabilidad en esta concepción de vida sea la resultante de una conciencia sumergida en el propio ego y culpando al otro, individual o colectivo, por lo perjudicial que acontece en diversos aspectos de la vida. Básicamente, la responsabilidad como capacidad o demanda de dar respuestas a otro, devino en auto responsabilidad, donde la persona asume no con su prójimo sino consigo mismo la demanda para liberarse de las consideradas tiránicas condiciones sociales impuestas sobre él, por los otros. Tampoco ha de sorprender que el concepto de libertad se vincule con la capacidad de hacer lo que se apetezca en función de sus posibilidades o privilegios tanto para la acción como para la omisión.
En este egolatría, todos por igual hacen lo correcto porque cada uno es su propia autoridad quien tiene la libertad de crear su propia verdad, su propio mundo, pero por supuesto, hay algunos más iguales que otros acorde a las posibilidades otorgadas por los privilegios que coyunturalmente se tiene para ello. Esto es lo que ocurre ante la apoteosis del individuo llevándolo con sus deseos a la órbita de lo sagrado.
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