Las renuncias aluvionales, la carta envenenada de Cristina Kirchner y el calculado audio de la diputada Fernanda Vallejos (tal vez guionada por la propia Cristina, a poco que se advierta que contiene frases idénticas a la carta, como cuando señala que Alberto debe “relanzar su gobierno”, o cuando emplea el mismo adjetivo soez que inmortalizó a Oscar Parrilli) corroboran algo muy interesante: que Alberto Fernández es en realidad un testaferro. O peor aún: un testaferro que, llegado el momento, se niega a honrar su palabra y devolver los bienes a su verdadero dueño (¿qué significa sino decirle que es un inquilino, que no tiene votos, que está atrincherado en la Casa Rosada, que está “de prestado”, o que debe honrar la decisión de Cristina de proponerlo como candidato?). Un testaferro arisco. Historias típicas de la mafia.
Pero cuando se coloca un testaferro es porque el verdadero dueño no puede aparecer, no puede dar la cara. En efecto, Cristina Kirchner no podía aparecer porque su imagen era tan mala que no estaba en condiciones de ganar ninguna elección, de modo tal que debió echar mano a un ardid: embozarse detrás de un caballo de Troya. Alberto constituía el disfraz para engañar a los votantes. Esta es la historia de la construcción de un monstruo electoral bifronte, de siameses forzosos que se odiaban entre sí y que se usaron recíprocamente para asaltar el poder. En las elecciones de 2019 no hubo fraude pero sí una estafa. A la gente que nunca hubiera votado a Cristina le hicieron creer que el verdadero presidente iba a ser Alberto y a la gente que ama a Cristina le hicieron creer que ella sería quien detentaría el poder. Una suerte de fórmula Zelig a medida de cada votante.
Y Alberto honró su palabra en cuanto a ser un títere, en tanto logró liberar a todos los presos amigos de Cristina, incluso algunos condenados; en tanto llenó todos los cargos sensibles en materia judicial con kirchneristas de paladar negro, como Carlos Zaninni que pasó de la cárcel a ser el jefe de los abogados del Estado, Juan Martín Mena que pasó de actor de reparto del caso Nisman a manejar el Ministerio de Justicia, o Cristina Caamaño que pasó de Justicia Legítima –la ONG judicial del movimiento nacional y popular– a dirigir nada menos que los servicios de inteligencia; y en tanto entregó las grandes cajas del Estado, como el PAMI y el ANSES, a jóvenes de La Cámpora. Pero hay que admitirlo: es un títere arisco. Llegado el caso no tiene el sí tan fácil. Lo probó con Ginés González García: su socia le sugirió que tenía que expulsarlo y se resistió, por lo cual sufrió el escarmiento del vacunatorio VIP, affaire extrañamente puesto en escena por el periodista Horacio Verbitsky. Historias de dobles agentes. Con ese experimento Cristina Kirchner comprobó que el títere arisco cedía si la presión escalaba a una esfera menos retórica.
Pero parece que hay puntos del pacto que Alberto no cumplió, tal vez vinculadas a la situación judicial de la vicepresidenta. En las diecinueve reuniones que dice haber tenido en Olivos seguramente abordaron más de una vez este tema. La derrota electoral operó como un catalizador: Cristina, que cree que la justicia está atada a los votos (¿no dijo acaso: “A mí el pueblo ya me absolvió”?) y no a los códigos penales, sabe que si los jueces no le sacaron rápidamente las causas cuando estaban fuertes en el poder menos lo harán cuando pierden estrepitosamente y bajan a un piso histórico de votos. El monstruo bajo estas condiciones no podía sino estallar.
En El viejo y el mar, la novela de Ernest Hemingway, un viejo pescador logra atrapar con su caña un pescado enorme, pero es tan pesado que no puede tirar para sacarlo del agua porque si lo hace el pescado se iría hacia atrás y lo tiraría al pescador al agua, pero a la vez el pescado sabe que no puede tirar hacia atrás porque si lo hace se clava el anzuelo y muere. Pescador y pescado están atrapados, condenados mutuamente. Así están hoy Alberto y Cristina. Cualquier movimiento importante que hicieran los pondría en peor situación de la que están. Si Alberto cede a las presiones de Cristina queda disuelto. Si Alberto resiste a las presiones y fuerza el cisma se convierte en un Presidente sin apoyo legislativo y sin base electoral: en esos casos, como le pasó al efímero Presidente Michel Temer en Brasil, suele esperarlo la cárcel. Le queda la posibilidad de renunciar. Pero ¿es esa una alternativa? Su gobierno sería en tal caso una experiencia fallida, casi un nonato. Y tal vez tampoco le convenga a Cristina. Difícilmente podría asumir la presidencia con el 70 % de imagen negativa. Tampoco podría dejar la situación librada a la decisión de la Asamblea Legislativa, pues en tal caso quedaría a la intemperie en cuanto concierne a su futuro judicial. Están en una suerte de rey ahogado del ajedrez. En esta peripecia suicida, sin capacidad de recambio dirigencial a la vista, parecería que le va la vida al mismísimo peronismo, que por fin parece tropezar con su Waterloo.
Marcelo Gioffré es Jurista y coautor con Juan José Sebreli de Desobediencia civil y libertad responsable
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