Se rompieron las cadenas. El pueblo demostró que no es de nadie. Que es de sí mismo. Eligió en libertad, desprendiéndose de las tutelas extorsivas del clientelismo, en medio de una durísima crisis económica. Con tantos compatriotas recibiendo ayuda del Estado, la lógica de la necesidad hubiera indicado que renovarían vínculos con el Estado proveedor. La primera en hablar de “la rebelión de los pobres”, con los primeros datos de la noche electoral, fue Elisa Carrió. Y el fenómeno es mucho más profundo.
Cuando el kirchnerismo decía aquí y allá, “nadie se salva solo” -lo dijo Alberto, lo dijo Cristina y lo dijo hasta Fabiola ante el Papa Francisco- se autoerigía en el árbitro de eso que llaman “solidaridad” y que es básicamente el reparto de impuestos confiscatorios, con los que asfixian especialmente a la clase media para otorgar migajas a sectores pobres que se deben conforman con ser pobres.
Fueron demasiado lejos. Incapaces de una administración sensata y decididos a distribuir la pobreza, no entendieron, u olvidaron, que la Argentina se autopercibe mayoritariamente como clase media. Una matriz aspiracional de movilidad social mediante la educación y el trabajo que en esa autopercepción hace confluir a clases altas y a sectores empobrecidos.
En esta tutela de la que se consideró pontífice, el kirchnerismo también se arrogó el principado de lo que llama pueblo. El pueblo era de ellos y ellos, sus embajadores. El resto del arco político era considerado por ellos anti pueblo. Y también sus votantes. El pueblo debía contentarse con tarifas congeladas, compras en cuotas, y vacunas chinas y rusas. El pueblo debía aceptar su encierro mientras en Olivos entraba el adiestrador de Dylan y los peluqueros de Fabiola. El pueblo debía ser agradecido ante la magnanimidad del Estado, que son ellos, y que la que gastan es la que hace una sociedad esquilmada con su trabajo por dinero que cada vez vale menos. En el carrito del supermercado también confluían todos esos mundos y ya sabemos cuál es el más castigado: el que gasta una mayor parte de su ingreso en alimentos. Ni la asistencia podía ganarle la carrera a la inflación. Un 29% (de inflación) había firmado el ministro (de Economía, Martín) Guzmán en el presupuesto y el año se irá con más del 50 por ciento.
Mientras tanto, había que demonizar al antipueblo: esa encarnación satánica que pregonaba el mérito, la educación, el trabajo. Esos valores liberales que impiden igualar para abajo, que son la llave del progreso y por lo tanto de la autonomía -sin la cual no hay verdadera libertad-, pero que es la enemiga frontal de un modelo autoritario y clientelar. Es decir, del poder como lo conciben. Lo que deja estupefacto al status quo pobrista es, justamente, que muchos que dependen del Estado votaron en tándem con la clase media, diciendo básicamente que quieren otra cosa del futuro. Y que quieren ser o seguir siendo clase media.
El pobrismo es el modelo ideal para los populismos autoritarios, porque asiste a los pobres sin erradicar la pobreza y los hace rehenes de esa ayuda, los cautiva. “La pobreza es una cárcel que te mata en cámara lenta e implica sacarle al ser humano lo más importante que tiene: el espíritu y las ganas de pensar en algo más que el presente”, afirma el fundador de Akamasoa Argentina, Gastón Vigo. El presente perpetuo y ningún largo plazo es el tiempo preferido de los populismos.
La cuarentena fue el laboratorio de un ensayo perverso. ¿Hasta qué punto la sociedad podía adaptarse y rendirse a un modelo de sumisión política? Aunque no lo digan, era la oportunidad perfecta de doblegar al capitalismo. Soñaban los intelectuales de izquierda con un nuevo hombre redimido del mercado, que emergiera de la purga del covid y bajara la cabeza ante el Estado omnipotente. En el miedo, la masa se dejaría conducir. Primero, aceptaría el encierro. Luego, aceptaría domesticarse mansa a cambio de tener seguridad en el temible mundo pandémico. Estiraría el pie para que engarzaran el grillete y acusaría a los runners de todos los males. El alargamiento de la cuarentena no sólo puso la economía en un freezer, con sus variables congeladas, sino que fue una prisión con intención de adoctrinamiento. Pero no funcionó. Los argentinos no somos chinos, la Argentina no es Venezuela y Cristina no es el Che Guevara.
A la distancia, la imagen del presidente acusando al surfer y diciendo que se termina el país de los vivos, se parece más y más a la caricatura olmediana del dictador de Costa Pobre. Es también un boomerang fulminante ante el telón del cumpleaños clandestino en Olivos.
Durante la cuarentena ejercitaron como nunca un avance sobre garantías constitucionales que sólo implotó con el Olivosgate. La fiesta de Fabiola y el Vacunatorio VIP fueron evidencia de la casta política: una clase privilegiada que, iluminada, dirige a esos seres insignificantes que necesitan ser conducidos.
Nada enseña mejor el valor de las cosas como el riesgo de perderlas. Con las restricciones a las libertades, lesionaron el derecho a salir a buscar el mango, le pusieron un cepo a la educación y obligaron a un destierro cruel a argentinos que viajaban. La llamada gestión sanitaria encubría un objetivo político. O varios, como la explícita cruzada para el dominio de la Justicia. La noche del domingo, cuando bailaban por el triunfo que no fue en el bunker del Frente de Todos, dijo Nicolas Wiñaski en TN: “Bailan con 110 mil muertos”. Cristina había bailado desde temprano. Más tarde, con los resultados puestos, no dijo nada. Y nadie bailó.
La bóveda electoral mejor encriptada del kirchnerismo se nutría de un conformismo con la pobreza donde la garantía de una asistencia se convertía en un pacto con los estratos más carenciados. Eso era lo que creían. En las primarias, el llamado pueblo los señaló a ellos como anti pueblo. Porque perdieron en casi todo el país y sobre todo en la provincia de Buenos Aires. La madre de todas las batallas, la hija y la prima: el feudo originario de Santa Cruz, el otrora dominio infranqueable de los Rodriguez Saá y La Pampa.
En los resultados, se anticipa también un freno al avance en el Congreso, donde el oficialismo está a un paso de la mayoría en ambas Cámaras. El sufragio lleva un ARN mensajero de equilibrio político directamente a la célula de la Democracia.
Ya se sabe que el voto cuenta con efectos directos, como el recién mencionado, que hacen a la configuración del sistema, y también con mandatos que pueden ser interpretados. El mandato conjuga demandas amplias como trabajo, educación, seguridad y libertad. El password, sin ninguna duda, es República.
* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)
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