Como se debe comenzarse por el principio, empecemos entonces con poner en claro de qué hablamos al mencionar el término “estupefaciente”.
En el latín existe el verbo stupere, que nos indica a quien se queda inmóvil, mentalmente detenido, paralizado. Del mismo verbo deriva la palabra estúpido, siendo aquel que se queda envuelto en una trampa, permaneciendo inmóvil, sin respuesta posible, sin reacción voluntaria. Es decir, permanece estupefacto, bajo el influjo de aquello que lo somete a períodos inmóviles de estupor con un poder estupefaciente.
Desde hace mucho tiempo y aún más cuando suceden hechos de impacto público o en época electoral como la que transitamos, se plantea el debate de la despenalización del consumo de estupefacientes cuando estos están destinados al consumo personal.
Nuestro ordenamiento jurídico al respecto sanciona la tenencia aún siendo para consumo personal, a pesar de diferentes fallos que han eximido de pena cuando tal acción no ponga en riesgo a terceros y sólo se desarrolle en la intimidad. El fallo Arriola fue más amplio, pero también dejó algunas dudas. Se trata actualmente de no incriminar cuando es poca cantidad y debido a ello no se presume que exista comercialización. Creo que se trata de una mala redacción mencionar el uso personal, porque siempre será para ese uso. En tal caso debería tratarse del uso personal de quien la posee y en pequeña cantidad, que así lo haga presumir. Aunque esa pequeña cantidad, no se determina y se deja a criterio judicial.
Si consideramos las gravísimas consecuencias físicas y mentales del consumo de estupefacientes, resulta muy propio de un relativismo moral impedir que se prohíba el consumo de esas sustancias en atención a salvaguardar la salud de la población, una de las principales obligaciones del Estado. Por lo tanto, es obvio el riesgo de su propagación masiva que además provoca la degeneración de los valores sociales, con lo cual se trasciende el hecho de un simple vicio individual. Es decir, se torna ineficaz la defensa del consumo individual frente a la realidad concreta de los hechos de la masividad en el consumo de distintos tipos de estupefacientes y sus drásticas consecuencias en el desarrollo no solo individual sino de la propia comunidad, asociado además a la criminalidad y la destrucción del sentido social de convivencia. Pero lamentablemente en estos tiempos nos encontramos frente a una virulenta corriente de individualismo, por cierto carente del valores como la convivencia social y lazos familiares.
Tengamos presente que el amparo de la norma punitiva trasciende la esfera individual, poniendo el acento en la protección pública, no sólo en cuanto a la salud sino también a los valores morales y hasta la propia subsistencia del Estado. Por lo tanto, la tenencia aún para consumo personal, no debe considerarse casi como un derecho fundamental resguardado por la Constitución, siendo inconcebible una hipotética acción de amparo que tuviera como objetivo lograr la tutela estatal para permitir la propia drogadicción.
El constitucionalismo actual, al hacer referencia a la libertad como valor humano fundamental, reconoce como principio normativo la dignidad del ser humano y aquellos derechos que le son inherentes, constituyendo el fundamento del orden político y la paz social. Se trata de un principio de consecuencias jurídicas directas que se relacionan con las cualidades de nacionalidad, autodeterminación, sociabilidad y dominio de sí mismo; autonomía sobre coacciones externas y capacidad de elección, que al proyectarse socialmente se traduce en participación, como manifestación positiva de la libertad. Por lo tanto es obligación del legislador crear las normas necesarias para lograr esos objetivos.
Tampoco debemos quedarnos en la superficialidad adoptando soluciones simples que suelen provocar mayores perjuicios. Por ejemplo, considerar siempre como un enfermo a quien consume, porque los hechos demuestran gran cantidad de personas que consumen estupefacientes sin tener la condición de un enfermo que no puede controlar sus acciones. Lo que no implica dejar de considerar la adecuada atención de quienes padezcan una adicción.
Es indispensable no separarse de los hechos que vinculan a toda una sociedad y su posibilidad de desarrollo pleno, por lo tanto, con entes estúpidos en lugar de ciudadanos será imposible hacer de una sociedad una nación viable.
Muchos hechos sociales reiterados dan cuenta de personas que perdieron la vida y otras tantas que se encuentran en grave estado, como consecuencia de un descontrol generalizado por la pérdida de valores humanos de una sociedad, que ante ese extravío deja de tener un sentido de pertenencia y en vez de sociedad ahora es tan sólo un montón de individuos desparramados en un mismo territorio. Reina el más absoluto individualismo que termina siendo una trampa porque convierte al ser humano en un “hombre masa” que sigue la corriente del relativismo moral, aniquilando el sentido social de la persona y la dignidad humana, como elementos además básicos e indispensables para una nación.
Por otro lado y tan sólo desde el punto de vista de nuestra realidad, lo cierto es que ante la profunda degradación cultural que padece gran parte de nuestra comunidad, sumado a la enorme pobreza estructural del país, legalizar el consumo de estupefacientes en ese contexto será abrir la puerta para la muerte de una generación entera de argentinos. Y no olvidar que los valores comienzan en los hogares.
Además, las decisiones políticas no ponen solamente en juego datos objetivos, sino también juicios de valor sobre el hombre y la sociedad. Entonces la pregunta es qué clase de sociedad queremos para nuestra nación. Y ello teniendo en cuenta, además, que la libertad no es en ningún caso una libertad de indiferencia, sino algo que se ejerce siempre a través de los condicionamientos vividos.
Un argumento para promocionar la legalización del consumo de estupefacientes es señalar que otros consumos no prohibidos (alcohol) han aumentado entre los jóvenes y generan adicción. Pero en ese caso, debatamos sobre el consumo del alcohol en lugar de agregar otro consumo degenerativo más a los jóvenes.
Debemos entonces ponernos de acuerdo porque padecemos un doble discurso. Exigimos que el Estado cuide a los hijos, pero a su vez pedimos piedra libre a la autodestrucción de la sociedad. Es decir, mientras a nosotros no nos toque, no importan los demás. Y considerando que ese cuidado hacia los hijos debe comenzar por sus propios padres no pidamos que la calle suplante lo que no se da en el hogar. Los valores no son meros conceptos vacíos de algún timorato, sino los fundamentos que le dan sustento al desarrollo social en orden, paz y libertad.
SEGUIR LEYENDO