No hay día en que no reciba un mensaje de alguien que sufre presiones o incomprensión por haber decidido no ser padre o madre. Desde que revelé que no tenía la vocación de tener hijos muchos me piden “visibilizar” el tema o ayudarlos a explicar ese camino para lograr la aceptación pública a una decisión que aún depara una especie de ostracismo en círculos familiares o de amigos.
A lo largo de la vida, nuestra necesidad de afecto, de ser reconocidos y aceptados nos enfrenta a un dilema que sólo podemos saldar nosotros mismos desde la firmeza e intimidad de nuestra convicción: ser quienes somos o ser lo que los demás quieren que seamos. Es la lucha personal por la identidad. Y eso nunca fue fácil. Ni siquiera ahora que el plan de vida de las personas está mucho menos regido por las convenciones o el “deber ser”. Aunque todo ese entramado cultural sigue pesando y mucho. A veces las personas confundimos lo que somos con las costumbres que nos inculcaron. Y seguir nuestra propia convicción nos hace sentir culpables. Siempre que surge este tema, digo con total certeza: “ninguno de los que te señala para que no te salgas del redil estará cuando haya pasado el tiempo y te arrepientas de no haber seguido tu camino”. Las frustraciones son todas nuestras.
Estoy convencida de que las personas tenemos multiplicadas chances de plenitud en tanto podamos dar lo mejor de nosotros. Y lo mejor de nosotros surge cuando tomamos decisiones en armonía con nuestra genuina vocación en todo sentido. En las decisiones profesionales, por ejemplo, es más probable que descollemos y sostengamos el esfuerzo en una carrera, si esa elección condensa nuestros talentos y nuestra pasión. La pasión y el talento se retroalimentan. Si estudiamos abogacía o medicina porque eso quieren nuestros padres, estaremos haciendo el camino de ellos y no el nuestro pero además estaremos traicionando probablemente nuestra esencia y privando a la sociedad de los bienes que podemos ofrecer como personas si nos desarrollamos en aquello en que podemos progresar siendo felices. En las decisiones de familia o de plan de vida, las cosas suelen ser más erráticas y a veces borrosas. El camino es único como nosotros mismos y no hay manual. Seguramente es más fácil hacer lo que todos hacen. Pero la mayoría de las veces llegar a ser nosotros mismos es tener el valor de ser distintos. No por el sólo hecho de diferenciarnos sino porque básicamente todos somos distintos. Pero no siempre nos animamos a hacer valer nuestras diferencias. Más bien, las esquivamos, las sufrimos, las negamos. No nos damos el derecho de ser convirtiéndonos a veces en nuestros propios tiranos.
En mi caso, supe desde adolescente que no tenía el deseo de ser mamá. Lo primero que debo decir es que, en términos de identidad, ya sea profesional o personal, nuestros deseos cuentan, son importantes, y sobre todo, merecen ser escuchados por nosotros mismo. Porque ese impulso interior nos está hablando de quiénes somos o de quiénes queremos ser. Nadie tiene la obligación de tomar una decisión inalterable como no ser padre o madre a los 20 años. Pero tampoco hay derecho de que tome la decisión inalterable de serlo, sólo porque todos lo hacen. Lo que se hace sin convicción deviene en un camino de frustraciones que puede tornarse irremontable. Y la vida pasa demasiado rápido como para no animarse a vivirla desde nuestra verdad interior. Entonces, lo primero para decir es que tenemos derecho a ser los dueños de nuestro destino, pero que eso básicamente es una decisión que primero debemos tomar nosotros, luego defenderla si es necesario y tercero, hacernos cargo de las consecuencias. Ninguna decisión es perfecta, porque la vida no es perfecta. Por eso, en términos personales no debemos pedirnos perfección, pero sí, disfrutar interiormente de ser los autores de nuestro camino, de abrazar la experiencia de escribir la propia historia, aprendiendo de nuestros errores y disfrutando de los riesgos que asumimos y nos devuelven la plenitud de ser nosotros y no otros. A veces, la incomprensión familiar o de nuestros amigos, no deviene de que estemos rodeados de villanos. A veces, nuestra diferenciación también los hace sentir interpelados. ¿Cómo alguien de nuestro círculo hará algo diferente a lo que hicimos? Durante mucho tiempo, lo “normal” fue vivir en automático, una vida guionada paso por paso, casi exacta a la de nuestros abuelos o padres, y eso representaba “lo que está bien”. Esa estructura mental es la que hoy cruje, pero si somos nosotros a los que les tocó protagonizar la ruptura en nuestro entorno, debemos ser capaces de expresar con amor y firmeza, que tenemos derecho a ser quien somos, que no es justo sentirse extorsionado por ejercer la libertad, pero al mismo tiempo, hacernos fuertes para hacer valer esa voz que viene del alma y nos dice qué queremos y no vivir para la voz acusadora de los otros. A la larga no sólo nos aceptarán, quizás también empiezan a replantearse sus propias represiones. Tenemos derecho a ser amados como somos.
En materia de maternidad o paternidad, el dilema se extiende tanto tiempo como el que aún podamos ser padres o madres. Y a lo largo del tiempo volvemos a reflexionar si queremos o no dar ese paso. Cuando uno toma una decisión también decide lo que está dispuesto a perder. Tener un dilema no es una tragedia. Es un camino de evolución y de verdad interior. Tenemos derecho a hacer nuestro propio camino en libertad. Y no hay camino en libertad sin buscar la verdad de lo que somos. Es la gran búsqueda de la vida. Y la única, en mi opinión, que puede llevarnos a ser plenos. Ser libres es estar integrados, que nuestras acciones respondan a nuestra verdad interior. No hay ser sin hacer. Y también nos espera ese otro premio: cuando rompemos las cadenas, seguro hay alguien más a quien ayudamos a romperlas. Es hora.
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