El esfuerzo y el placer del logro tienen que volver a imponerse en nuestras vidas

Pocas décadas atrás trabajar era una lógica sin excepciones. Hoy se ve mucho de avance tecnológico y demasiado de abandono del ejercicio de la voluntad

Trabajadores rurales

A los trece años ingresé a mi pupilaje en una escuela rural, fueron diez meses de aislamiento literalmente en el medio del campo. Nos enseñaban el uso de la pala, azada, guadaña, hacha, en un sistema de aprendizaje donde la práctica se imponía a la teoría. Abrir el surco con un arado mancera, una experiencia que exigiría mayor espacio. Quizás fuera una exigencia con rasgos competitivos, lo cierto es que más allá de la fortaleza que nos hubiera aportado la naturaleza no estaba bien vista ni la queja ni la expresión de cansancio. Dura educación de sacerdotes y coadjutores que formaban jóvenes para un sector agropecuario que observaba y apoyaba ese sistema educativo.

El colegio quedaba lejos, eran más de 200 kilómetros y viajábamos en tren, en esa maravilla que algún desquiciado supo destruir para ahorrar. Era un tren de segunda, limpio y digno, nuestro recorrido terminaba en la Estación Del Valle donde esperaba una volanta, carruaje con dos caballos que nos llevaba unos kilómetros de tierra hasta aquellos edificios con mayólica andaluza donados por la Señora Unzué de Casares. El colegio lleva el nombre de su esposo, con dormitorios de ochenta alumnos, un orden estricto, el silencio obligado estaba en la mayor parte del día.

Mi padre, colchonero de máquina al hombro nos envió o, mejor dicho, nos dejó elegir junto con mi hermano esa vocación agrícola. Mi madre, marcada por su infancia en “Bonifacio”, imponía su recuerdo bucólico campestre. Casa de hijos de inmigrantes sin otra formación que la primaria, en tiempos en que nunca sabríamos si había sido completa. Trabajar era una lógica sin excepciones, mi madre en la máquina Singer, mi padre en la calle, en un ascenso social marcado primero por la heladera eléctrica, luego el lavarropas, el televisor y todo coronado por el camión para el negocio que también ocupaba el lugar de vehículo para la distracción familiar.

Al cumplir 18 lo primero era el registro profesional, años entre camión y taxi, y luego cajero del mercado de Abasto, cargo desde el cual llegaría a Diputado Nacional en el setenta y tres. Familias de clase media baja que enviaban sus hijos a la universidad, hijos formados para ese ascenso social de “m’ hijo el Doctor”. Infancias que transcurrieron en el culto al esfuerzo y a la curiosidad. Una revista llamada “Hobbies” nos servía para todo tipo de recorridos, desde el aeromodelismo al uso de la madera terciada, o el tejido de bolsas de red con hilos de plástico para vender entre conocidos. Las palomas, los peces, los canarios, los cobayos, todos ellos fueron parte de alguna etapa de la niñez y juventud. Esfuerzo y curiosidad, mundo de inmigrantes, de tango, de carros con caballos y pianos en muchas casas con pretensiones. Los coches fúnebres, con sus percherones negros arrastrando la carroza. Comprar carbón para el bracero o kerosene para la estufa o vino suelto donde uno iba con la damajuana. Todavía cantaban los gallos y no se habían multiplicado las mascotas.

Nacimos y nos criamos en un país en crecimiento, acostumbrados al estallido del dólar y en las calles desfilaban los tanques de los golpes de Estado. No conocimos la inseguridad ni vimos nunca un caído en la calle, hasta el linyera del barrio era un personaje integrado al folklore. Fabricábamos todo o íbamos sustituyendo importaciones y crecían los talleres de barrio. Aprendí a manejar en una furgoneta del año 29, que terminó siendo mi primera propiedad, tiempos donde cada quien conocía las piezas de su carburador obligado a desarmarlo. Las revistas eran parte esencial de nuestra formación, nací antes de la televisión, la pude conocer a los siete años, recién a mis once fue orgullo familiar. Fui taxista en un Siam Di Tella, coche de fabricación nacional. En el cielo de nuestra infancia vimos los ruidosos aviones a chorro, era el Pulqui que nos llenaba de orgullo. Se vendían terrenos en cuotas, se construían las casas en zonas que eran quintas en ese entonces y hoy se volvieron “conurbano”. El país más integrado del continente, atracción de inmigrantes europeos y hermanos latinoamericanos tenía su industria que sustituía importaciones, protegida como en todo el mundo, daba trabajo y ahorraba divisas.

Aquel mundo fue el de mi infancia, alguno dirá que “todo tiempo pasado fue mejor” pero no viene al caso, el nuestro realmente era mejor. A veces dudo si fueron errores involuntarios o un plan premeditado. O un poco de cada lado. Yo insisto con mi tesis, discutible desde ya, fuimos una réplica de Europa donde se integra a todos sus habitantes y ahora copiamos el sistema estadounidense donde el país más rico del mundo jamás se interesó por sus caídos. Creo en la iniciativa privada pero, tanto en el individuo como en la sociedad sin proyecto no hay destino. Y por ahora todavía no sabemos dónde queremos o intentamos ir. La noción del esfuerzo y el placer del logro tienen que volver a imponerse en nuestras vidas. La curiosidad y el sueño de trascendencia, imponer la producción sobre la intermediación y salir del fanatismo, de ese absurdo donde definiendo al otro como portador del mal deducimos ser administradores de la virtud.

No hay dos proyectos, solo existe la impotencia de forjar uno en común; no nos debatimos entre dos destinos, nos hundimos por no saber dónde ir. En aquel colegio recibí mi primer diploma, “Mayordomo de granja”, a veces me reúno con los compañeros que estamos arribando a los ochenta a recordar historias difíciles de explicar a nuestros nietos. Hoy se ve mucho de avance tecnológico y demasiado de abandono del ejercicio de la voluntad. En aquel aprendizaje estaba mal visto quejarse, de hecho me inculcaron dejar de lado el “tengo frío o tengo calor”. Y mi hija se ríe de esas ausencias de quejas, “te salió el salesiano” cuando olvido los lamentos. Mi madre había pasado los noventa y barría las hojas de los árboles y al vernos a todos en la pileta del verano, murmuraba en voz baja “aquí no trabaja nadie”, aunque fuera domingo. Eran generaciones que encontraban el placer en el esfuerzo imaginaban que al mundo se lo moldeaba con las manos. Disfrutaban de sus logros, reflejaban en ellos sus éxitos. Había necesidades sin embargo no se hablaba tanto de dinero, se disfrutaba más allá de la codicia que vendría más tarde, para acompañar la decadencia.

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