Los albores de un nuevo orden global

Los nacionalismos de los países más importantes del mundo muestran que cada pueblo quiere tener su propio camino civilizatorio

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Un combatiente talibán en Jalalabad
Un combatiente talibán en Jalalabad

El futuro de las naciones depende casi siempre de las decisiones que se tomaron con anterioridad. Cualquier poder nacional actual, y el grado de satisfacción, certidumbre y expectativa de su población, es el resultado de aquellas decisiones tomadas en las últimas décadas, las que estuvieron cruzadas verticalmente por el proceso globalizador, y horizontalmente, por los intereses geopolíticos. Han influido sin duda cuán definido era su proyecto nacional y el modo de conducirlo. Si han manejado con inteligencia el proceso globalizador podrían haber sacado provecho material o social del mismo; que se manifestaría, entre otros aspectos, en la disminución de las diferencias sociales. Significaría que supieron capear el temporal, o bien, que tuvieron la adecuada visión estratégica para priorizar sus respectivos proyectos nacionales, manteniendo unido a su pueblo y habiendo consolidado sus identidades nacionales. Por el contrario, un incremento de las diferencias sociales seguramente se ha manifestado por los magros resultados materiales, humanos y sociales; probablemente han sido manejados por dirigencias nacionales que no supieron, no pudieron o fueron cómplices usufructuarias de los beneficios, mayormente financieros, que una élite global supo conseguir durante dicho proceso.

Las decisiones geopolíticas también habrán marcado diferencias, en el sentido de aprovechar o no cada situación, tal como pragmáticamente se iban presentando. En política internacional se considera que los intereses de las naciones a la larga prevalecen por sobre las ideologías de sus dirigentes. Aquellos dirigentes que creen que son más importantes que sus pueblos, suelen cometer estos ideologicidios, si se me permite el término. Lo muestra la historia reciente: los dirigentes norteamericanos, enamorados de la globalización financiera, dejaron que sus empresas se fugaran a Asia, alimentando el poder geopolítico de China, cuyos dirigentes, sabiamente, dejaron de lado su ideología comunista, para aprovechar al máximo la oportunidad que la ambición de los globalistas les estaba brindando. Hubo países que pidieron apoyos materiales a las potencias para insertarse o apoyarlos en el juego político global; algunos países africanos han sacado ventajas de la expansión china, aceptando ofrecimientos financieros en obras públicas con buenos resultados; otros los han dilapidado por corrupciones internas.

En la Argentina, el Proceso Militar y los gobiernos de Menem y Macri tuvieron fuertes acercamientos geopolíticos con los Estados Unidos, que no se tradujeron en el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas ni de algún otro sector industrial o geoestratégico importante; el gobierno de Alfonsín tuvo apoyo de Europa, vía el PSOE y la socialdemocracia europea pero, más allá de algunos créditos, fue muy pobre en sus beneficios económicos; con los Kirchner, su acercamiento táctico e ideológico al chavismo y al castrismo (e indirectamente a Rusia y China) poco y nada aportó como ventaja estratégica al país. Lo que sí hubo, fueron beneficios personales o políticos para todos esos presidentes, pero escasos o negativos, para el pueblo. Países con geopolítica cero y fuertemente divididos internamente, sea por ideologismos o por intereses económicos, con crisis reiteradas y permanentes, han fracasado rotundamente y por eso decaen en todos los aspectos. El nuestro es un ejemplo de ello. La importancia de tener dirigencias capaces, con pensamiento estratégico, pueblos unidos y visión de futuro, marca bien a las claras la diferencias en la evolución de las naciones.

A nivel global hubo reacciones de todo tipo contra el proceso globalizador, expresadas de mil modos. Como dice el filósofo Byung-Chul Han, el violento poder de lo global, basado en un irracional materialismo eficientista, de base tecnocrática, sin consideraciones sociales, siempre fue debilitando las defensas de las identidades nacionales, para beneficiar el consumo masivo, uniforme y anti-cultural, el apoderamiento de los recursos naturales y las ganancias extremas. A propósito de la retirada norteamericana de Afganistán, podría reflexionarse que lo que ha movido a tantos hombres hacia la guerra durante tanto tiempo, y al propio terrorismo, no ha sido la religión (usada como excusa) sino la resistencia de algunas identidades nacionales al poder violento ejercido por los globalistas. Por supuesto no se trata de justificar las atrocidades humanas cometidas, de todos lados, sino de analizar cuáles son los fundamentos materiales o geopolíticos (como el cultivo de opio o el dominio de materiales estratégicos), pero también los de índole más espiritual, que, llevados por la avaricia de unos pocos, producen la exasperación, el miedo, la impotencia y la ira por dichos atropellos, que finalmente conducen o facilitan el inicio de actividades extremistas, en todos los países donde la libertad es avasallada, ya sea por parte de comunistas chinos, militaristas norteamericanos, purgas soviéticas, radicales religiosos, o de cualquier otra índole. Vietnam también es un buen ejemplo de una orgullosa resistencia nacional a invasiones y ocupaciones, de origen chino, francés y norteamericano.

La política del miedo pandémico es otra forma de avasallamiento de la libertad y por eso hay resistencias, aunque no haya aún evidencias científicas que la avalen, pero entendibles, porque el poder tecnocrático global impone sus “verdades” antes que sus comprobaciones científicas, movido por sus intereses comerciales. También se está expandiendo otra forma de oposición al violento poder global; son las llamadas formaciones de “derecha nacionalista”, reflejada en el miedo a las migraciones y a la pérdida de sus identidades nacionales. Son antiglobalistas, en cuanto critican los excesos de ese poder capitalista financiero, que pretende uniformar al mundo, aboliendo religiones, creencias populares, y formas de vida, muchas veces más amigables con el medio ambiente que las tecnocracias globales. En otras latitudes, las amplias “reacciones sociales” ocurridas en varios pueblos de Sudamérica, muestran que los períodos de avance de las tecnocracias neoliberales han encontrado límites a su expansión y que se transita una corriente opuesta a ese poder materialista y deshumanizado, ya que las poblaciones buscan mayores certidumbres económicas, seguridades físicas y un desarrollo cultural acorde a la propia idiosincrasia nacional.

Los nacionalismos suaves o fuertes de las naciones más importantes del mundo muestran también que cada país quiere tener su propio camino civilizatorio, dentro de sus pautas culturales tradicionales y que no es posible imponer por la fuerza, culturas globales uniformes. Es bien visible que China tiene una política económica capitalista salvaje, pero logrando al mismo tiempo disminuir la pobreza extrema, aunque sostiene y reafirma su tradicional disciplina social con una fuerte vigilancia de su población mediante modernas aplicaciones tecnológicas. Mientras tanto, en Occidente el control poblacional se hace más sutilmente, mediante la manipulación mediática de redes y medios de comunicación.

Pareciera entonces que la gobernanza de las naciones se está dividiendo entre democracias con instituciones más o menos representativas, o bien mediante autocracias nacionalistas, de corte ideológico, sectoriales, de etnias, o simplemente, con liderazgos personalistas. Es probable que en el futuro los países se agrupen geopolíticamente no sólo por sus intereses materiales o estratégicos, sino también por sus modos de conducción, más acentuados en la defensa de los DDHH, o más autoritarios en otros casos. Ejemplo: China es autocrática, mientras que sus semejantes orientales (Japón, Corea del Sur, Taiwán) practican formas más democráticas. Sería un nuevo orden universal abierto a singularidades más complejas, con nuevas alianzas que no se correspondan estrictamente a las tesis clásicas geopolíticas del atlantismo versus la isla global.

Otra característica del mundo actual, particularmente visible en las democracias representativas es el creciente distanciamiento entre la “clase” política y los intereses populares. No es un fenómeno sólo argentino, (aunque aquí lo es en grado ostensible) sino bastante global. En las autocracias es menos visible por miedo a los castigos políticos, o bien por la cultura de sus pueblos, acostumbrados milenariamente a ser disciplinado con sus superiores jerárquicos. Los establishments políticos alejados de las necesidades populares gozan de privilegios que irritan a sus ciudadanos; lo cual resulta más insoportable en aquellos países en que han decaído sus estándares de vida, producto de lo que se ha analizado anteriormente.

A la luz de estas consideraciones y volviendo la mirada hacia dentro de la Argentina, surgen preguntas claves en cómo ordenar el futuro del debate político nacional, para evitar situaciones que nos lleven a una escalada de las fracturas internas o a escenarios no democráticos: cuáles son los objetivos nacionales más importantes a corto plazo y a largo plazo; cuáles serían las características de los dirigentes que podrían conducir un verdadero proceso de transformación y no la simple administración de crisis reiteradas; qué sectores podrían ser los traccionadores de ese proceso; cuáles son los ejes más demandados a resolver en el corto plazo (economía, seguridad, educación, otros); cuáles son los criterios geopolíticos que el país debe unificar para enfrentar los desafíos del mundo actual; cómo evitar que permanentemente los políticos estén presionados por los temas electorales, pensando más de su propio futuro y en sus privilegios, que en ordenar y mejorar al país; cómo salir del atolladero de la restricción externa y de la permanente inflación, etc. Podríamos seguir con más interrogantes, pero con éstos tenemos para ocuparnos.

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