La cara de Belmondo

El actor francés no puede ser incluido en la historia de la belleza, pero tampoco es justo meterlo de lleno en la historia de la fealdad

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El fallecido francés Jean Paul Belmondo en Monte Carlo, el 22 de febrero del 2015
El fallecido francés Jean Paul Belmondo en Monte Carlo, el 22 de febrero del 2015

Sí, la cara de Belmondo se nos vino encima. No fue tanto la muerte -el 6 de septiembre a los 88 años- ni su leyenda, ni su talento, que impuso a su manera taylor made (cortado a medida), sino la máscara que llevó por la vida y se llevó por delante la idea de fealdad y de belleza. No vale decir ahora cosas como “a mí siempre me pareció precioso”. ¿De qué hablan? La gracia era otra, la ruptura de un canon.

Entre nosotros fue apreciado por las mismas razones por las que son más recordados de memoria más versos del Viejo Vizcacha que los consejos de Fierro a los hijos. Por razones similares ocurrió el encumbramiento y aún idolatría por Vittorio Gassman. Aquí sí, por el personaje que interpretó en “Il Sorpasso”, un personaje muy bien bordado por el actor con su carga de psicopatía, burla y destrucción que se hizo parte del gusto local, se acepte o no. Gassman siempre se esforzó por volcarse a los autores y piezas para la humanidad, a los grandes momentos del teatro y el cine en esa onda, pero le fue bien como personaje con comedia de sal gruesa o en tipos como el que hizo en la película de Dino Risi: todo el mundo usó entonces los guantes con los dedos afuera para manejar y una bocina insolente y musical. Marcó tendencia, diríamos por estas horas, y quién sabe si no en muchas otras direcciones.

La cara de Jean-Paul Belmondo se nos vino encima en un tiempo que busca con denuedo la belleza. Es que en rigor la belleza siempre ha corrido con ventaja en las cuestiones de cada día como en el arte y el estudio desde las obras en la Grecia clásica -con preferencia por los efebos- hasta el cine de Hollywood y el star system. Mujeres magníficas sin dejar de lado los hombres, estrellas todos. Ese fue el combustible de la todopoderosa industria poblada de artistas mayores que tardarían en ser destacados. Directores, escritores de films como un género de la literatura, después y con mucho de la influencia en varios de ellos de “Cahiers du cinema”, la revista con críticos como Truffaut o Godard que se convirtieron en realizadores. Con un guión muy poco riguroso, una gran improvisación -y muy pocos francos-, hizo precisamente Jean-Luc Godard “Sin aliento”, el film más libre imaginable donde el magnético protagonista -Belmondo- comparten la historia de Jean Seberg, tan adorable y trágica, con la ciudad de París.

Un éxito descomunal, que lanzó al mundo el estilo en apariencia apenas actuado y al director, que rodó con tanta improvisación como en un ejercicio de free-jazz. Un boom mundial.

La belleza en la misma medida que lo feo es la obra de Umberto Eco: “Historia de la belleza” e “Historia de la fealdad”. El actor inimitable que fue Belmondo no puede incluirse en la historia de la belleza, pero ¿es justo meterlo de lleno en la historia de la fealdad? Puede que se trate de una dicotomía falsa, no sé.

Si uno lo ve casi con la mirada de un anatomista o un forense con seguridad notará la nariz chata, el belfo caído, el gauloise mojado y pegado a los labios. Si uno lo ve como un personaje de película -muchas- preña al que recibe la actuación de cancha, soltura, alguien tan natural que no parece hacer un papel.

No sobra contar que lo que podríamos llamar el modo Belmondo cuajó entre nosotros como la conducta de un tipo que se parece a un buen número de porteños. Tampoco sobra decir que en Francia, en París con énfasis, los argentinos caen bien: sabemos que no ocurre casi en ninguna parte, por prejuicio -tal vez-, soberbia y la pretensión de saberlo todo. Allí caemos bien los músicos, los escritores, los actores de teatro, y del cine. Hasta en el hampa, qué le vamos a hacer, macarras y proxenetas argentinos campan por sus respetos. ¿Sabían que a menudo allí suele jugarse con las palabras y tienen su vesre: l´enver? Tampoco sobra, lo contrario, que fueron Belmondo y Alain Delon, dos íconos franceses amigos y opuestos. La cara de uno, casi cubista y el otro, la cúspide del modelo apolíneo, el hombre perfecto. Por estas horas Francia rendirá homenaje a Jean-Paul Belmondo y Alain Delon agregará unos días a la depresión que la vejez agarró a contramano. Belmondo fue transparente: siempre se supo de sus historias con Ursula Andress y Laura Antonelli, siempre se supo por dónde andaba. Delon fue un semidiós oscuro, con períodos desconocidos en la juventud y amistades particulares con directores que lo alzaron al súper cartel y su capacidad máxima. Un de ellos fue el grandísimo Luchino Visconti, aristócrata rico y miembro del Partido Comunista Italiano -no era una rareza, cuidado-, protector de Alain en “Rocco y sus hermanos” y en “Il Gattopardo”.

Los camaradas de ruta compartieron trabajo en “Borsalino”, donde Belmondo luchó por figurar en un buen sitio en la promoción: Delon era productor y lo hacía sentir. Lo cierto es que la cara de Jean-Paul Belmondo se nos vino encima y la rueda de los días y las noches no se detiene. En esos rasgos y en esta semana fue un foco múltiple: ser o no ser (fealdad y belleza), el amor de los otros, el sueño del cine, la muerte.

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