El mundo cambió para siempre el martes 11 de septiembre de 2001, cuando un atentado masivo tuvo lugar en los Estados Unidos. Aquella mañana, por primera vez, el país más poderoso de la Tierra fue atacado en su territorio continental, causando una conmoción de alcance global y dando inicio al tiempo histórico en el que vivimos.
A diferencia del ataque a Pearl Harbour, ocurrido el 7 de diciembre de 1941, esta vez los Estados Unidos no habían sido agredidos en la lejana Hawái, sino en su corazón financiero y político. Y ahora el enemigo no era un estado soberano como el Imperio del Japón, sino un rival invisible. Los hechos alteraron la política exterior del presidente George W. Bush y el curso de los acontecimientos globales.
Pero es necesario recordar en qué circunstancias tuvieron lugar aquellos sucesos. En la cúspide de su poder, con una abrumadora superioridad militar, durante los años noventa los Estados Unidos habían alcanzado el estatus de única superpotencia remanente tras el final de la bipolaridad de la Guerra Fría. El colapso de los regímenes socialistas en Europa Central y Oriental en 1989, la caída de la Unión Soviética dos años más tarde y el dramático recorte de gasto militar decretado por su sucesora, la Federación Rusa, aparentemente habían ofrecido la oportunidad para reconfigurar un nuevo orden mundial bajo el liderazgo indiscutido de los Estados Unidos.
Embriagados de optimismo, algunos aventuraron que la historia había llegado a su fin. La promesa de una “Pax Americana” ofrecería condiciones óptimas de estabilidad del sistema. La hegemonía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, basada en su inmenso poder económico, el consenso generalmente aceptado de que las democracias occidentales eran regímenes preferibles a las dictaduras socialistas y la idea de que culturalmente (soft power) Washington y sus aliados europeos poseían una capacidad de atracción a través de sus valores de libertad había llegado a su apogeo.
Rusia había perdido su imperio y Occidente creyó que había perdido a sus enemigos. Pero el 11 de septiembre demostró hasta qué punto vivíamos en un mundo peligroso, desigual y potencialmente explosivo. Y probó que la globalización también implicaba que ningún continente era completamente insular. Los Estados Unidos responderían atacando Afganistán -santuario de Al Qaeda- y más tarde iniciaría una controvertida invasión a Irak. La Administración Bush-Cheney desplegaría la política exterior más intervencionista de toda la historia del país. El mismo día de los hechos, el Presidente aseguró que no haría distinciones entre los terroristas y aquellos que les habían dado resguardo. Meses después, en su discurso del Estado de la Unión, anunció que enfrentaría al “Eje del mal” integrado por Irán, Irak y Corea del Norte, naciones dominadas por regímenes que ponían en riesgo la paz y la seguridad global.
La Historia había dado un giro paradójico. Durante la campaña del año 2000, el entonces gobernador de Texas se había mostrado renuente a la agenda del “nation building”. Al punto que el 11 de octubre de ese año, en un debate en North Carolina, había enfrentado a su contrincante demócrata Al Gore indicando que no creía que el rol de los Estados Unidos fuera “ir por el mundo diciendo a cada país qué debía hacer”.
Pero como dijo alguien, la historia es aquella larga sucesión de hechos que pudieron ser evitados. Otros sostuvieron que los ataques resignificaron una presidencia que había nacido viciada. Lo cierto es que la nueva realidad proporcionó las condiciones para el avance de los neoconservadores del gabinete. Liderados por el todopoderoso vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, se tomarían la revancha por lo sucedido diez años antes, cuando reprocharon al presidente George H. W. Bush (padre) no haber completado el derrocamiento de Saddam Hussein una vez que las tropas iraquíes fueron desalojadas del territorio de Kuwait en la primera guerra del Golfo.
El 11 de septiembre reforzó aquellas convicciones. Rumsfeld graficó que los Estados Unidos se enfrentaban a una doble alternativa consistente en cambiar la forma en que vivían o cambiar la forma en la que sus enemigos vivían. Su segundo, Paul Wolfowitz, dejó correr su entusiasmo y declaró que buscaban hacer de Irak “la primera sociedad árabe democrática”.
Acaso con una visión altruista pero imperial o respondiendo a una suerte de “destino manifiesto”, los neocons estaban convencidos que los Estados Unidos no eran una nación más, sino el portador de un deber moral que importaba desplegar una cruzada civilizatoria.
Su principal estratega, Karl Rove, ofreció una arrogante explicación. “Somos un imperio y, como tal, al actuar creamos la realidad”. Un observador recordó que lo contrario al realismo era el hubris que suele invadir a los poderosos. Otro evocó las palabras de la ex secretaria de Estado Madeleine Albright, quien en febrero de 1998 había dicho que atacar a Irak era una posibilidad dado que los Estados Unidos eran “la nación indispensable”. En buena medida las acciones megalómanas de la política exterior desplegada con posterioridad dañaron gravemente los fundamentos políticos, ideológicos y filosóficos de la nación más poderosa de la Tierra.
El mismo sistema internacional, basado en el orden westfaliano de estados soberanos, pasaba a estar en entredicho. Si a una nación, por poderosa que fuera, se le confería la facultad de hacer “ataques preventivos”, ninguna otra estaría segura, destruyendo para siempre las bases fundamentales del orden global. Pero la “Doctrina Bush” proveería el argumento racional para invadir Irak.
A su vez, los hechos posteriores permitieron comprobar cómo Washington dejó pasar una oportunidad. El 11 de septiembre había marcado un acercamiento entre Rusia y los Estados Unidos. Vladimir Putin se había apresurado a expresar su solidaridad, convirtiéndose en el primer líder extranjero en comunicarse con Bush en aquella jornada aciaga. Este había sido evacuado y se encontraba sobrevolando el territorio norteamericano en el Air Force One, deteniéndose en distintos puntos del país -secretamente-, de acuerdo a los protocolos previstos para una catástrofe o un ataque de nuclear.
“¿Cómo podemos ayudarlos?”, preguntó Putin desde el Kremlin.
Putin equiparó los hechos con los sucesos en torno a la guerra en Chechenia. Y desoyendo el consejo de sus propios “halcones” del establishment militar, que recomendaban tomar ventajas del desconcierto que por esas horas dominó a Washington, Putin optó por no cumplir el deseo de los sectores duros, quienes pretendían “devolver gentilezas” recordando cuando Occidente aprovechó su debilidad en los noventa para expandir la OTAN. La entonces asesora de Seguridad Nacional Condoleezza Rice anotó en sus Memorias que ese día se convenció de que la Guerra Fría realmente había terminado.
Cualquiera hayan sido sus íntimas convicciones, Putin comprendió que aquella propuesta era simplemente inviable. Pragmático, hizo de la necesidad una virtud. Después de todo, Maquiavelo enseñó que los príncipes deben simular hacer voluntariamente aquello que la realidad les impone. Moscú no estaba en condiciones, a la salida de los traumáticos años noventa, de rivalizar con Washington. El boom de los commodities aún no se había producido y el país apenas vivía una incipiente recuperación económica.
Pero Rusia se convertiría en un jugador clave en la coalición antiterrorista. Menos conocidos son algunos detalles. Dos días antes del atentado, Bush había recibido una llamada de Putin a la que no le prestó demasiada atención. El ruso le informó que la Inteligencia de su país había detectado que el líder del movimiento anti-gubernamental de resistencia de Afganistán, Ahmed Shah Masud, había sido asesinado. Los servicios de inteligencia rusos advirtieron que el hecho podía indicar que “algo mayor” podía suceder.
Cinco años antes, otro anuncio había pasado virtualmente inadvertido. El 23 de agosto de 1996, desde su base en los altos del Hindu Kush, cerca de la frontera que separa a Afganistán de Pakistán, un desconocido empresario saudí devenido en jihadista, llamado Osamba Bin Laden, había declarado a través de una fatwa (edicto religioso) la guerra contra los Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita. El hecho demostraba hasta qué punto la historia podía ser circular. El líder de Al Qaeda (“la base”, en árabe) era de algún modo un subproducto de los mujaidines, otrora financiados por los norteamericanos y saudíes en su lucha contra la invasión soviética de los años 80. Pero Washington pareció no advertirlo hasta el golpe del doble atentado a las embajadas de los EEUU en Kenia y Tanzania, el 7 de agosto de 1998, dos hechos que costaron la vida de más de doscientas personas.
A partir de noviembre de 2001, la Administración Bush se concentró en el espacio ex-soviético. Angela Stent escribió en su obra “The Limits of Partnership” (2014): “Afganistán era un asunto complejo para Washington y Moscú. Después de todo, los Estados Unidos habían sido instrumentales en ayudar a derrotar a la Unión Soviética en Afganistán (...) a través del apoyo a los mujaidines anti-soviéticos entre 1980 y 1988. Stent recordó que “el dinero y las armas norteamericanas junto con dinero y reclutamientos de países de Medio Oriente también terminaron generando los talibanes y Al Qaeda, crías de los mujaidines”.
Putin brindó su apoyo a la operación y facilitó logísticamente los dispositivos norteamericanos en contra de los talibanes. El jefe ruso le aseguró a su colega americano que aunque “no podemos poner tropas nuestras en Afganistán por razones obvias”, se ocuparía de ejercer su influencia ante los Jefes de Estado de Asia Central. En tanto, el 13 de noviembre, Putin fue recibido en la Casa Blanca por su nuevo amigo Bush. Al otro día, fue invitado a su rancho de Crawford (Texas). El vocero de la Casa Blanca remarcó que muy pocos líderes eran invitados a la residencia privada del mandatario. Aquel día Putin tuvo el raro privilegio -más tratándose de un ex agente de la KGB- de presenciar el informe de inteligencia brindado al Presidente.
Aquellos tiempos de cooperación entre Washington y Moscú se agotarían rápidamente. La segunda guerra de Irak (2003) provocaría un colapso en las relaciones entre las potencias. La Doctrina Bush basada en la facultad unilateral auto-concedida de poder lanzar “guerras preventivas” significaba una amenaza inaceptable en París, Berlín, Moscú y Beijing. Pero Washington actuó en forma virtualmente unilateral, con la sola compañía de sus socios de las Azores. Las guerras sin fin en Irak y Afganistán marcarían la paradoja central que afectaría a los Estados Unidos mostrando hasta qué punto la nación más poderosa de la Tierra presentaba una imposibilidad virtual en su vocación de extender su Freedom Agenda por la fuerza.
El 11 de septiembre estableció un antes y un después en la Historia reciente e inauguró, en lo esencial, el presente en el que vivimos. Un tiempo en el que muy probablemente los Estados Unidos seguirán siendo la primera nación de la Tierra, dada la combinación de factores económicos, militares y culturales que determinan el poder de los actores dentro de ese sistema en gran medida anárquico que es el orden internacional. En otras palabras, como explicó Henry Kissinger, como el Imperio Británico en el siglo XIX, probablemente en las próximas décadas los Estados Unidos sean una suerte de primus inter pares de un sistema multipolar, en el que el dato central es la irrupción de China como potencia ascendente.
Acaso alguna lección puede extraerse de la atrocidad del 11 de septiembre y de las decisiones adoptadas en su consecuencia. Tal vez quienes hacemos propia la causa de la libertad, los derechos humanos y el repudio al terrorismo debemos entender que estas nobles causas estarán mejor atendidas a través de una política realista y prudente, ante un mundo que finalmente es como es. Colmado de oportunidades, pero también impregnado de peligros y desafíos.
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