El relato oficial sostiene que la economía se está recuperando. No lo dice, pero se refiere al daño infligido por las irracionales medidas adoptadas para hacer frente al covid. La realidad, sin embargo, es bien distinta. La actividad no se recupera y retrocede mes tras mes. Cuando adoptamos una perspectiva amplia, el cuadro es por demás decepcionante. El registro oficial de junio muestra una contracción frente a idéntico mes de los últimos doce años. El indicador más indubitable del ritmo de actividad, la recaudación del IVA DGI, en los primeros siete meses del año se derrumba en términos reales 16,3% respecto a idéntico lapso de dos años atrás. El daño alcanza tanto a la oferta como a la demanda; todos los indicadores de consumo retroceden.
Por supuesto, esto tiene su impacto en los niveles de empleo. Si tomamos por caso la actividad de la construcción, hay que remontarse a 2006, quince años atrás, para encontrar números de empleo sectorial inferiores a los actuales.
Nuestra economía se empobrece sin pausa, una declinación paulatina interrumpida tan sólo por periódicos espasmos tendientes a reacomodar las variables de la ficción a la que las someten las medidas oficiales, que parecen contentarse con maquillar o tapar la realidad hasta después de las elecciones.
En 1991, la pobreza afectaba a 16,5% de la población. En los años que le siguieron todos nuestros partidos políticos impulsaron medidas para “acabar” con ella. Hoy, bien medida, supera 50 por ciento.
El carácter patológico de nuestra toma de decisiones —la de los gobernantes elegidos y la del soberano elector— ha terminado afectando también el criterio profesional, a riesgo de convertirnos en meros cronistas de los padecimientos de nuestros compatriotas.
En 1991, la pobreza afectaba a 16,5% de la población. En los años que le siguieron todos nuestros partidos políticos impulsaron medidas para “acabar” con ella. Hoy, bien medida, supera 50 por ciento. ¿No será hora de que dejemos de transigir y denunciemos con claridad y firmeza que esas medidas para atacar la pobreza —omnipresentes en toda plataforma electoral— son, precisamente, las responsables de su crecimiento explosivo? Acabemos de una vez con esa auténtica falacia lógica. El discurso de la pobreza, y las medidas que los grupos de poder urbi et orbi proponen para resolverla, recurren siempre al poder de fuerza de los gobiernos para aprovecharse de los frutos del esfuerzo y la propiedad de quienes producen. El resultado es obvio: menos producción, menos empleo, más pobreza. No hay plan social ni subsidio de ningún tipo posible que pueda sustituir al empleo. El trabajo es el mejor plan social que se pueda concebir. Pero el trabajo y la creación de riqueza sólo pueden surgir de la inversión. Y nadie invierte esfuerzo y capital donde otro se lo lleva. Digámoslo claro: el asistencialismo no elimina la pobreza, la multiplica.
El discurso del pobrismo sigue, sin embargo, tan vigente como siempre en la boca del establishment, principal beneficiario del clientelismo planerista. Una clase chupasangre de políticos sin valores ni liderazgo, mafiosas “orgas” sociales, empresarios prebendarios y sindicalistas sin trabajadores, todos ellos dispuestos a succionar hasta el último glóbulo rojo de quienes no se rinden al asistencialismo y tienen aún la rebelde osadía de trabajar, producir y vivir por las suyas, a puro esfuerzo, iniciativa y tesón. A pesar de los continuos sinsabores y flacos rendimientos, en un país en que los únicos que prosperan, además del narcotráfico fulgurante, son los profesionales de la política y las mafias cómplices de perturbadores callejeros.
No hay plan social ni subsidio de ningún tipo posible que pueda sustituir al empleo. El trabajo es el mejor plan social que se pueda concebir
Veamos otra faceta de nuestra patología. Analizar en detalle si la próxima crisis, si el próximo tarascón a nuestra riqueza nacional, vendrá antes o después de los comicios, nos tiene ahora ocupados a todos. Pues claro, ello es importante para saber si afectará o no el desempeño electoral del gobierno. Los consultores profesionales estudiamos entonces el poder de fuego de que disponen el Banco Central y el Tesoro para lidiar con el cuadro de variables cada vez más tenso: DEG a recibir del FMI, bonos soberanos en poder del BCRA, reservas netas, margen de operación en futuros, eventuales acuerdos con organismo multilaterales…
Todo entra en el análisis para determinar “si llega o no” (el gobierno). Sí, es importante. Pero nadie parece preocuparse por algo mucho más importante: recurrir al mentado poder de fuego entraña el despilfarro de esos últimos recursos que nos quedan, de esas postreras joyas de la abuela. Entretanto, mientras el oficialismo de turno juega a salvarse, nuestra economía se sigue derrumbando y apunta a hundirse aun más. Nunca fue tan cierto aquello de que la Argentina crece —más bien, sobrevive— gracias a que sus políticos dejan de robar cuando duermen. Ningún clamor se alza en defensa de quienes deberán pagar la fiesta de los bonos malvendidos, de los DEG desperdiciados, de las reservas vaciadas, del sobreendeudamiento fiscal y cuasifiscal y los gravosos intereses. La Argentina es ese país en el que los ciudadanos contemplamos con imperturbable atonía cómo los integrantes de la clase política —oficialistas y opositores— luchan por conquistar el poder para pasar así a vivir a costa de su sector productivo, dispuestos a devorarle hasta las vísceras.
Pasó con el impuestazo de 1999, con la pesificación y exacción de depósitos de 2002, con los ahorros de los argentinos en las AFJP en 2008, con 75% del capital birlado a los bonistas en 2005 y 2010, con la deuda contraída malvendiendo dólares a futuro en 2015, con el blanqueo en 2017, con el megapréstamo del FMI en 2018, y con el impuestazo a la riqueza y a los bienes personales en 2020. Todos ellos dilapidados en gasto ordinario. Pasó con De la Rúa, con Duhalde, con los dos Kirchner, con Macri y con Fernández. Y seguirá pasando. Mientras los dejemos.
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