La pregunta es cómo continuará el desembarco total de Cristina en el gobierno

Las dudas son sobre el cómo, pero no sobre el objetivo. Las miradas están puestas en los dos últimos engranajes de poder, donde el Presidente resiste: la jefatura de gabinete y el ministerio de Economía

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La mayoría de los analistas coinciden en que, gane o pierda la elección el oficialismo, la vicepresidente se radicalizará
La mayoría de los analistas coinciden en que, gane o pierda la elección el oficialismo, la vicepresidente se radicalizará

Imaginemos una escena escrita por John Le Carré, donde en vez de alguna intriga entre espías se revele alguno de los dilemas de Cristina Kirchner cuando decidió que Alberto Fernández fuera su candidato. En uno de esos diálogos, Máximo, su hijo, le diría: “Pero mamá, Alberto es un traidor”. Y ella le respondería: “Si hijo, pero es un traidor de los nuestros”. Aunque Le Carré no lo haya escrito, el gobierno de Alberto Fernández comenzó así, con el suspenso o el disimulo de los rencores e inquinas de la traición.

Para que la unidad y la moderación de Cristina resultaran creíbles debía entronizarse a alguien que representara cabalmente la grandeza de ceder: eso era proponer a Alberto, que había dicho de ella las peores cosas que se puede decir de una persona. La militancia se tuvo que enjuagar la bronca y alinearse a la jefa, que siempre tiene razón. El plan para regresar al poder fue un éxito. La grandeza de ceder, una impostura. Cristina, no cedió nada.

Lo que Cristina sí sabía era que debía cerrarle a su delegado presidencial cualquier chance de construcción propia de poder, y que ese iba a ser el antídoto para cualquier traición. Porque el que traiciona una, ya se sabe... traiciona dos. Y eso lo hizo ocupando las cajas más importantes con cristinistas de máxima pureza y haciendo valer su implacable derecho a veto. El mandatario, por su parte, no pareció ayudarse a sí mismo ante el cerrojo evidente. Quedaron esperándolo los gobernadores del PJ y los gremios, que terminaron en fila, retornando al besamanos de Cristina.

Cuando hace unos días, el Presidente, hizo un manifiesto público de fidelidad al decir “no voy a traicionar a Cristina, ni a Máximo, ni a Massa”, para luego recién agregar “no voy a traicionar el pueblo que me votó”, hizo ante todo, una admisión de jerarquías. Y con ella confesó una inquietante intermediación, ya que dejó en claro que para él, como Presidente, hay tres personas antes que “el pueblo que me votó”. ¿Para quién trabaja el Presidente, como Presidente? Esa tensión, entre su fidelidad a Cristina y su fidelidad al rol institucional, marca la crisis existencial con que nació su presidencia pero que él además no pudo, no quiso, o no supo superar. Alberto Fernández nunca hubiera sido Presidente sin la transfusión de poder que le hizo Cristina, en un ejercicio de pragmatismo, tan inapelable como maquiavélico. La real politik se electrizó hasta el espinazo con una jugada que nadie esperaba y que por lo drástico del aparente sacrificio convenció a muchos autodenominados moderados o centristas que venían enojados con el gobierno de Macri. Al resto lo hizo la unión del peronismo. Ella supo crear la mayoría para ganar, que es lo que vale. Pero ya está visto, ganar es una cosa, y gobernar, gobernar es otra.

Porque aquella antigua traición había sido disimulada y el presidente iba a tener que actuar y sobreactuar fidelidad hasta el día en que la desconfianza emergiera tanto a la superficie que fuera necesario, para perplejidad de un país, que tuviera que verbalizar, que no es un traidor. ¿En qué situación una persona debe jurar que no traicionará? Es algo que ni se abarca en los vínculos de confianza. De hecho, la confianza hace posible avanzar con certeza en asuntos que la mínima sospecha de una traición pondría en jaque. La ausencia de un plan económico, de un acuerdo con el Fondo Monetario son dos ejemplos del obstruccionismo de una interna feroz que tiene en pausa el destino de cuestiones vitales para el país, mientras otras, que sólo le importan a Cristina por su destino judicial, adquieren inusitada agilidad. Pero volvamos a la sombra de la traición.

Cristina sabía que debía cerrarle a su delegado presidencial cualquier chance de construcción propia de poder (EFE/Alberto Valdés)
Cristina sabía que debía cerrarle a su delegado presidencial cualquier chance de construcción propia de poder (EFE/Alberto Valdés)

Cuando uno pregunta en los círculos políticos, por qué Alberto aceptó ser candidato luego de haberse manifestado en las antípodas de Cristina, la primera respuesta es: “Ningún político se perdería la chance de ser Presidente”. La respuesta es correcta porque el político busca ante todo el poder y luego se ve qué puede hacer con ese poder. Criatura sensual y engañosa si las hay, el poder hace creer que se entrega por entero, pero nunca es de nadie. Y más allá de la naturaleza del poder, lo interesante es el origen del poder, que en una democracia es el voto popular. Cristina era quien tenía los votos y luego el cristinismo llegó a instalar que ni siquiera hubiera necesitado a Alberto porque como dijo ella misma, ya siendo vicepresidente electa ante un tribunal que la investiga como jefa de una asociación ilícita, “a mí me absolvió la historia”. Y así, el gobierno de Alberto antes de asumir tenía ese mandato: que los tribunales estuvieran de acuerdo con la historia según la interpretación de Cristina. Cristina, que está antes que el pueblo, en el discurso de Alberto. Alberto, que firmó un pacto no escrito, aunque fuera inexplicable su contorsión moral. ¿Cómo se desanda la retórica luego de acusar a Cristina de encubrir a los acusados por el atentado a la AMIA y traicionar a la Patria? ¿Qué es verdad y qué es mentira para Alberto Fernández? Dicen que se puede mentir un tiempo, pero no todo el tiempo. Las cabriolas del presidente con la verdad hacen que no se distinga ya cuando algo es verdad, o peor, que ya nada se perciba como verdad, porque él mismo demostró que hasta lo más grave puede ser revertido en un sorprendente revés donde los valores se convierten en ejercicios de coyuntura y oportunidad. Esa labilidad, no es sólo producto de su personalidad o de una ostensible amoralidad, sino de su falta original de poder, que lo hizo transitar la presidencia como un penitente. Y que lo enfrenta a una elección de medio término, en la que de antemano, será el padre cantado de la derrota, porque si hay un triunfo, por más módico que sea, será un triunfo de Cristina.

En ese diálogo imaginario, en el que John Le Carré pudo haber puesto en boca de Cristina Kirchner la legendaria frase de los thrillers de espionaje, “es un traidor pero de los nuestros”, ella sabía ante todo que dándole la presidencia él estaría atado por siempre al cordón umbilical de su poder. Y nadie corta su línea de vida. Cristina anticipó con destreza que Alberto no iba a construir poder y, por otro lado, le obstruyó esa construcción al tiempo que ocupaba los resortes de poder en el gobierno y de a poco profundizaba la anemia, avanzando sobre ministerios ocupados por fieles del albertismo no nato. Ni la socia de toda la vida de Alberto Fernández se salvó. Marcela Losardo fue eyectada del ministerio de Justicia y sacrificada por el presidente, que no sólo entregó a uno de sus cuadros, sino que profundizó su propia sumisión. Hoy, de cara a la elección, la pregunta es cómo continuará el desembarco total de Cristina en el gobierno. Las dudas son sobre el cómo, pero no sobre el objetivo. Las miradas están puestas en los dos últimos engranajes de poder, donde el presidente resiste: la jefatura de gabinete y el ministerio de Economía. Los analistas coinciden en que Cristina gane o pierda las elecciones se radicalizará. No es difícil sacar esa conclusión, no sólo por lo ocurrido en otras elecciones sino porque en la estadística, Cristina siempre se radicalizó. La única excepción, fue postular a un supuesto moderado como su candidato. Pero eso sólo fue una buena actuación, un medio para su fin, y su fin sigue siendo el mismo. Cristina no concibe el poder con controles, ni con la justicia independiente, ni con periodistas críticos. Todos esos son enemigos a ser destronados o neutralizados. Como difícilmente las elecciones le otorguen las bancas que necesitaría para las reformas institucionales que impulsa, sólo le queda imponerse con el poder que tiene, para hacer el uso que le conviene de ese poder, en el tiempo que le queda al mandato de su delfín. Y ver de llegar en condiciones para 2023. Cuando el Presidente promete no traicionar también deja en evidencia el otro riesgo, tan inherente al peronismo, el riesgo del desbande si se huele pérdida de poder. Porque una cosa es lo que se diga y otra el pase de facturas internos. En definitiva, la definición de traición es distinta para el peronismo que para el resto de los mortales. Y eso es lo que se juega también en la elección que se viene y que ahora tendrá una encuesta nacional con efectos en la percepción. En el peronismo, no hay que olvidar, traidor, traidor es el que pierde. Y eso, lo saben todos, en el Frente de Todos.

* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)

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