El fin de semana pasado, el ex ministro de Salud, Gines Gonzalez García, fue escrachado en un restorán de Puerto Madero. Decenas de personas le gritaban ladrón e hijo de puta mientras algunas otras grababan el episodio en sus celulares, y lo viralizaban. El escrache es, siempre, una situación asimétrica donde muchos, al mismo tiempo, humillan a uno, que no tiene otra alternativa que soportar la humillación y huir. Naturalmente, los que participan de la turba siempre tienen una justificación: la persona escrachada merece esa humillación porque hizo o dijo algo tan terrible, sobre todo cuando no hay métodos alternativos de castigo. Es decir, como la persona despreciable no está presa, la sociedad tiene la obligación de marcarla con el dedo allí donde aparezca. En ese sentido, el escrache sería un acto de justicia popular. Fuente Ovejuna.
Habitualmente, cuando se produce un escrache, la mirada se dirige al escrachado. Si recibe ese trato, por algo será. ¿Qué habrá hecho para que tanta gente lo humille en público? Tal vez sea necesario, por una vez, cambiar el foco y pensar en cómo reaccionan los escrachadores, o en cómo funciona la dinámica del escrache y qué efectos tiene para la sociedad democrática.
En estos días se repitió mucho el argumento de que se trata de una reacción popular justa y espontánea contra alguien que lo merece: más bien un acto defensivo contra un indeseable y no una agresión. El problema de estos razonamientos es que, en cualquier sociedad, hay diversas opiniones sobre quién merece y quién no merece ser escrachado. Por ejemplo, hace muy poco tiempo, desde un canal de televisión se convocó a la gente para escrachar a Patricia Bullrich en la puerta de su casa. A muchas personas les resultará natural que alguien quiera escrachar a Bullrich y a otras que alguien quiera escrachar a Ginés.
Quien escracha a Bullrich sostendrá, por ejemplo, que es una asesina porque convocó a marchas en medio de una cuarentena donde la gente podía contagiarse. Quien escrache a Ginés opinará que es un asesino porque se robó las vacunas. Es bastante evidente que ni Bullrich ni Gines asesinaron a nadie. Pero no se trata de una discusión: se trata de un veredicto. La turba ya tomó la decisión y está en marcha: hacia la casa de una, hacia el restaurante donde cena el otro. Y podrá ponerse en marcha en cualquier dirección. Una vez desatada esta dinámica la lista de réprobos no se escribe en un solo lugar.
Un segundo elemento que configura la psicología del escrachador, y de quienes lo justifican, es el evidente sesgo partisano de su razonamiento, que está marcado fuertemente por la división entre “ellos” y “nosotros”. “Ellos” pueden ser los judíos, los cómplices de la dictadura, las comunistas, los neoliberales, los putos, los peronistas, los gorilas. Ni siquiera importa si los putos son putos, los gorilas son gorilas o los peronistas son peronistas. Basta con que sean sospechosos o acusados de serlo. En ese sentido, los amigos merecen todo y los enemigos ni Justicia. Entonces, aquel que odia a Bullrich ignorará cualquier reproche a Ginés, y viceversa. Los escraches se disfrazan de una opinión moral indiscutible pero, en realidad, obedecen a simpatías políticas evidentes.
El escrachador, además, grita: no escucha ningún argumento. Cuando es confrontado con un razonamiento, levanta más la voz. Ladrón. Hijo de puta. Callate la boca. Es un patotero, aunque sienta que tenga razón. Gente que intenta hacer justicia por mano propia sin correr, a su vez, ningún riesgo. Desde el comensal de clase alta que le grita de todo a Ginés, hasta el taxista que le grita barbaridades a la puerta de la casa de Patricia, o los manifestantes que escrachaban periodistas en la época de Cristina Kirchner. Desde el automovilista que insulta a un periodista que critica al Gobierno, o a uno que lo defiende, y luego acelera para que no lo reconozcan, o el tuitero que dispara fuego desde las redes contra Florencia Peña o María Eugenia Vidal o contra quien sea, con argumentos humillantes.
No está claro, por otra parte, que los escrachadores conformen una mayoría. Pero se hacen sentir muy fuerte. Seguramente, en ese mismo restaurante había otra gente que reprobaba el vacunatorio VIP y que, sin embargo, no se sintieron cómodos integrándose a la turba, sumándose a los gritones. A esas personas no les da para agredir a nadie, no se adaptan al muchos contra uno, sienten que se degradan en esa dinámica, o simplemente quieren pasar una buena noche. Tal vez, si les toca cenar en un lugar donde aparece alguien que les desagrada, simplemente se levantan en silencio y se van. Así es la mayoría de la gente: buena.
Pero esa gente no aparece en el video, entre otras razones porque a los patoteros nadie los enfrenta. Es ganarse un problema gratuito, innecesario. Cuando el grito se instala, quienes no suelen gritar desaparecen de la escena.
Hay algo seguro: un país de escrachadores no es un lugar demasiado agradable para vivir. Por eso, es sorprendente que sean pocos los dirigentes -o las figuras públicas- que reaccionen frente a la proliferación de escraches, sobre todo cuando los hacen los propios. Es sorprendente y, a la vez, natural: porque, como les ocurre a los comensales silenciosos del escrache a Ginés, no es agradable enfrentar a los escrachadores. Si alguien se enfrenta a un grupo de escrachadores, tal vez sea víctima del próximo escrache. ¿Para qué tomar ese riesgo? Los escrachadores -esa turba anónima de gritones- meten miedo: en la calle y, ahora también, en las redes y en los medios. Casi nadie quiere enfrentarse con ellos.
Para colmo, los escrachadores siempre encuentran quien los justifica, y quien los estimula. La arenga es un recurso tentador para ganar espacio político o periodístico. Solo se trata de gritar, insultar, levantar el dedo y, en este clima, rápidamente habrá una turba dispuesta a aplaudir, vivar, elogiar la valentía de quienes alimentan la escalada -una vez más- en un sentido o en otro. Además, nadie quiere quedar pegado a un escrachado: se expone también a que lo acusen de ser cómplice o colaboracionista. Por lo cual, frente a un escrache, aparecen muchos que explican que, en realidad, no es un escrache, que fue espontáneo, que el escrachado se lo merecía.
Hay, claro, ejemplos muy conmovedores de personas que se niegan, de manera tenaz, a sumarse a esta lógica. Uno de los más salientes, en estos últimos días, fue el ministro de Salud porteño, Fernán Quirós, a quien le preguntaron con insistencia por González García. En todos lados destacó que el ex ministro fue uno de los grandes sanitaristas que tuvo el país, que cometió un error grave, que le da pena que una carrera de semejante magnitud termine de esta manera. Quirós se negó a sumarse a la consigna “se robaron las vacunas”, ante la presión de algunos periodistas. “Tenemos que aprender a vincularnos de otra manera”, dice, una y otra vez. Quirós, en este sentido, se destaca por contraste, como ya lo hizo cuando defendió la eficiencia de la vacuna Sputnik, se negó a alimentar una y otra vez conflictos innecesarios con el gobierno nacional, respaldó la coordinación de los sistemas públicos y privados de salud cuando algunos dirigentes sostenían que esa medida de sentido común era “chavista”, o advirtió en contra de la realización de marchas convocadas por otros dirigentes de su partido en medio de la pandemia. Nada de eso le quitó firmeza -al contrario, tal vez- cuando debió argumentar a favor de la apertura de las escuelas. Pero, ¿cuántos hay que entiendan, como él, la dimensión de este problema?
Finalmente, al menos para los límites de una nota periodística, cada escrachador suele encontrar justificaciones previas en escraches que se realizaron en sentido contrario. Es el famoso “si ellos hacen lo mismo”. En ese sentido, no logra percibir cómo ha adquirido el rasgo que más odiaba de su enemigo, cómo se va transformando en algo parecido a él, cómo ha perdido la humanidad. ¿Lo animan, de verdad, las ansias de justicia o el motor del escrachador es, en realidad, la venganza, la crueldad, el miedo, la impiedad?
La democracia argentina ha sobrevivido a gigantescos desafíos en estos casi cuarenta años. Quienes, por edad, fuimos testigos de sus primeros pasos, jamás habríamos pensado que pasarían tantas cosas y que, sin embargo, el régimen de libertades públicas seguiría andando. Lo que ocurrió en el restorán de Puerto Madero es un ejemplo más -entre infinito- de un nuevo desafío que enfrenta el sistema: la instalación de la crueldad como hábito.
Quirós lo puso en palabras muy sencillas: “Tenemos que aprender a vincularnos de otra manera”. Demasiadas personas se sienten cómodas en el “ellos” y “nosotros”, en el grito, el insulto, la humillación. No será sencillo superarlo. Pero, aunque los escrachadores no lo vean, en esa pavada se juega mucho del futuro del país.
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