Resuenan en todos los rincones del mundo las imágenes del Aeropuerto de Kabul convertido en una alocada carrera de miles de afganos intentando escapar de la reedición del régimen talibán. Luego de 20 años de intervención estratégica y militar para derrotar células de terrorismo internacional y apuntalar un régimen de Gobierno local más afín a los valores e instituciones occidentales, las fuerzas de Estados Unidos cumplieron la orden del Presidente Biden y pusieron fin a tan compleja misión.
Mientras se renuevan las críticas al mecanismo de acciones militares directas, especialmente de Estados Unidos en el marco de la OTAN, para neutralizar amenazas a sus intereses y producir cambios en distintos países del mundo, se propagan también las voces que califican de irresponsable y temeraria la decisión de Biden para cumplir la retirada pactada bajo el Gobierno de Trump, reparando débilmente en los costos humanitarios que tal acción tendría en un país bajo el acecho talibán. Y se actualiza el eterno dilema: ¿Podemos hacer más por proteger derechos humanos universales en cualquier región o estamos condenados a la imposibilidad de trascender la barrera de denuncias y remotas sanciones, por un lado, y de las intervenciones unilaterales de Estados Unidos y la OTAN cuando su seguridad nacional está en peligro, por otro?
Quizás pocos líderes como Biden, con más de 40 años en Washington, conozcan mejor la explosiva ecuación que llena de luces y sombras a la actuación de la principal potencia del mundo en el orden internacional. Entre las siempre renovadas pretensiones de liderazgo moral a partir de valores occidentales que se han ido universalizando, la recurrente impotencia de su acción diplomática multilateral para afrontar conflictos de gran impacto y la voracidad que los halcones militares y sus intereses económicos asociados, suelen demostrar cada vez que sienten vientos de guerra. No es fácil ser Estados Unidos en un mundo plagado de conflictos en pausas inestables, crecientes peticiones para expandir la dignidad y el progreso de las personas en todo el Planeta y resistentes hipocresías de muchas potencias que esquivan el compromiso de mejorar el mundo mientras explotan implacablemente sus anomalías (China y Rusia siempre al frente en esa categoría). Como no es fácil, en cualquier orden de la vida, liderar procesos o desafíos de alta complejidad.
Por supuesto, semejante ecuación no exime al país del Norte de sus responsabilidades sobre sucesivas frustraciones en sus intentos de ordenar zonas explosivas del mundo. Cómo el autor de “Misión Fracaso: EEUU y el mundo en la post guerra fría”, Michael Maldelbaum, ha expresado con mucha elocuencia: “Lo que aprendemos nuevamente en Afganistán es que, aunque Estados Unidos puede detener las cosas malas que pasan en el extranjero, no puede hacer que ocurran cosas buenas. Las cosas buenas tienen que surgir del propio país”. O más descarnadamente, John J. Mearsheimer, autor de “El gran espejismo: sueños liberales y realidades internacionales”, cuando advirtió en 2018: “No hay posibilidad alguna de derrotar a los talibanes para convertir el país en una democracia estable. Estados Unidos está destinado a perder Afganistán, a pesar de los esfuerzos militares hercúleos y de haber invertido más dinero en su reconstrucción que el que se destinó al Plan Marshall para toda Europa”.
En esta encrucijada, donde prevalece la impotencia, estamos trabados hace décadas. No sólo en el caso afgano. Ni los liderazgos globales más activos en preservar y restaurar cierto orden internacional, ni las instituciones internacionales diseñadas en el Siglo XX para construir un mundo más pacífico y equilibrado, se muestran actualmente como caminos efectivos para contener y cerrar conflictos globales que arrastramos hace años o bien atender velozmente aquellos de cierta novedad.
No podemos desconocer, sin embargo, que la comunidad internacional fue generando instituciones y acuerdos durante los últimos 60 años que significaron avances en muchos asuntos globales, ya sea en materia climática, educativa o alimenticia. Pero perturba sentir una y otra vez el océano de limitaciones que aún sufrimos para aplicar y multiplicar todas esas buenas prácticas a la realidad concreta de millones de personas avasalladas aún en el mundo. Es que, en definitiva, la innovación disruptiva no ha llegado al terreno de la Gobernanza internacional, encapsulada aún en dos pilares que parecen infranqueables para cualquier intento de hacerla más eficaz y vinculante: la soberanía nacional y la matriz cultural de cada país.
Este nuevo capítulo del caso Afganistán recién comienza. Y mientras cada país diseña sus posiciones y estrategias de acción para afrontarlo, se abre también una enorme incógnita en torno a la evolución de la gobernanza internacional. El ex presidente Barack Obama había anunciado en 2013 que Estados Unidos ya no sería el policía del mundo; Trump, por su parte, transitó cuatro de años de populismo nacionalista bajo el mantra “América primero” y ahora Biden anuncia con firmeza que “la era de las grandes operaciones militares para rehacer otros países ha terminado”. ¿Será el “efecto Kabul” el móvil para acelerar la construcción de un nuevo y más efectivo multilateralismo? ¿O será el disparador de una corriente de mayor desconcierto y anarquía internacional, en la que lobos ávidos de poder expansivo se sentirán más liberados para actuar (como ya ha venido pasando con la Rusia de Putín en Ucrania, Siria y otros rincones calientes del mundo)?
El historiador Niall Ferguson cree que la retracción de Estados Unidos como potencia dominante amplificará los conflictos en el mundo. El prestigioso analista Thomas Friedman, en cambio, cree que los resultados siempre se ven “en la mañana siguiente de la mañana siguiente”, abriendo renovadas expectativas para un orden internacional que puede ser superador a partir del entramado de vinculaciones, conectividad e innovación que conlleva la sociedad del conocimiento en el estadio de revolución digital avanzada que transitamos. Y que por ejemplo permite que millones de afganos estén, a pesar de habitar un país quebrado, educándose en nuevas escuelas o equipados con el instrumento más poderoso de nuestro tiempo: un teléfono móvil conectado a Internet.
A nuestro criterio, existen suficientes ejemplos en la historia de la humanidad como para avalar la utopía de ir por más. ¿O acaso estamos conminados a aceptar eternamente aquella legítima fórmula de autodeterminación y diversidad de los pueblos cuando detrás de la misma suelen encubrirse los tentáculos de déspotas, líderes negativos y elites afincadas en prácticas que bloquean el empoderamiento y libertad de las personas? ¿O resignarnos a aceptar la liga de la realpolitik, admitiendo que la expansión de los derechos y la dignidad humana en definitiva siempre dependen del juego de intereses entre potencias inescrupulosas? Tiene que haber espacio para conjugar estos y otros factores, que sin duda existen y condicionan, de nuevas maneras. Tiene que haber ventanas de innovación para dar un salto adelante en un mundo que se remonta a desalmados asaltos de piratería y ha podido ir logrando importantes esquemas de institucionalidad y equilibrios. Pero que, cuando nos sacuden imágenes como las de esas mujeres afganas pidiendo a la comunidad internacional que no las abandonen frente a anacrónicas reglas del régimen talibán, volvemos a tomar conciencia de que ya no alcanza todo lo que hemos conseguido.
Pronosticar el futuro nunca es una práctica lineal y certera. Solo podemos imaginar escenarios plausibles, identificando las señales que los avalan. Y uno de esos escenarios verosímiles tiene que ver con el diseño y construcción de una Gobernanza internacional de mayor alcance y eficacia en el futuro próximo, a partir del influjo de nuevos liderazgos de impacto global, crecientes evidencias acerca del riesgo que corremos como especie si no aceleramos la generación de soluciones a muchos asuntos globales y una corriente de mayor madurez y sensatez que parece transitar la comunidad internacional en orden a esas causas universales que podríamos y deberíamos defender con más contundencia, aún cuando signifiquen limitaciones concertadas a las soberanías y prácticas culturales nacionales.
La iniciativa de Francia y Alemania creando una Alianza para el multilateralismo y la nueva Gobernanza, es una muestra de lo que valientes liderazgos como los de Merkel y Macron pueden legar, conteniendo presiones nacionalistas que proliferan en el mundo. Los informes de Naciones Unidas acerca de los riesgos que afrontamos ante la desaceleración de resultados en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el año 2030 (ODS) constituyen alertas que movilizan las agendas de líderes, gobiernos, organizaciones y ciudadanos en general, como nunca antes. Y el impacto de 20 años de misión norteamericana sin resultados sostenibles en Afganistán puede generar el disparador necesario para calibrar mejor esas causas que podrían dar forma a una Gobernanza mundial efectiva, sobre la base de ese conjunto de derechos y libertades humanas esenciales que no debieran relativizarse más a merced de cerrojos nacionalistas.
Quizás aceptar que la democracia republicana y liberal de Occidente no necesariamente es un modelo a implantar, sin matices ni variantes en los distintos países, sea un aprendizaje validado en los últimos años, creando el espacio para enfocar energías en el respeto a la dignidad y libertad de las personas, más allá de las características específicas de los regímenes políticos. En su célebre manual “Diplomacia” de los años 90 ya advertía Henry Kissinger: “Estados Unidos sirve mejor a sus valores perfeccionando su democracia y actuando así como faro para el resto de la humanidad que imponiendo sus valores en una cruzada obligatoria por todo el mundo”.
La tasa de tolerancia de la comunidad internacional a experimentos de violación de aquellos derechos y libertades quizás podría bajar si el foco se logra poner en las personas más que en la exportación de mecanismos de gobierno y de organización social ideales bajo la mirada occidental. Y si bien la realpolitik seguirá condicionando las mejores intenciones, son cada vez más fuertes los incentivos para construir acuerdos y mecanismos de acción concertada que sean capaces de mejorar el mundo. Issac Asimov alguna vez escribió “Tus supuestos son tus ventanas al mundo. Frégalas una vez cada tanto o la luz ya no entrará” y el novelista Raymond Williams, en la misma línea, advirtió: “Una vez que se desafían las inevitabilidades, comenzamos a reunir recursos para un viaje de esperanza”.
Los líderes mundiales mostrarán en los próximos años si son capaces de desafiar paradigmas y vencer esas supuestas inevitabilidades que siempre se esgrimen a la hora de imaginar una gobernanza mundial más potente. El dolor de Afganistán puede ser un elemento bisagra para allanar semejante misión. Apostar por ello puede ser no sólo inspirador sino también realista.
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