Y sí, de aquí a noviembre las jornadas tenderán a lo repetitivo porque el mecanismo ya está instalado. Factoide del A lado de la grieta artificial, tratamiento mediático del mismo, factoide del lado B de la grieta artificial, tratamiento mediático del mismo. Repetir el proceso ad infinitum. Es agotador.
Ayer se hablaba del garche, hoy se habla del porro, mañana se hablará de unicornios de colores o de tu mamá en tanga, pero de lo que nunca se habla es de lo que hay que hablar.
Y de lo que hay que hablar es de que “somos actores en este gran escenario que se llama vida”, como dice una canción de Los Fabulosos Cadillacs, pero nosotros no escribimos el guion. Acaso quizás ni seamos actores sino directamente marionetas. Lo que quiero decir es que mientras los referentes del pacto hegemónico simulan que se pelean por estupideces abajo el ambiente es cada vez más agobiante y las condiciones de vida se deterioran para beneficio de unos pocos.
Ayer reflexionaba acerca de la triste realidad de que en la actualidad -una servidora- soy más pobre de lo que fueron mis padres y estos a su vez eran más pobres que mis abuelos. Y quiero hacer algunas observaciones acerca del asunto.
Mi abuelo Nino tenía seis hijos. Tuvo más pero murieron de bebés, como antes pasaba en el campo, que los bebés morían de diarrea estival. Era migrante del interior, de la provincia de Corrientes. Era plomero gasista aunque muchos años trabajó en una bodega, no sé bien haciendo qué. Pero la cuestión es que de la parte materna de mi familia nunca les faltó de comer. De parte de mis otros abuelos, los padres de mi papá, sí. La verdad que la pasaban horrible y apenas tenían qué comer. Pero de ambos lados tenían un elemento en común: tenían casa propia.
Incluso cuando vinieron desde el interior a vivir en Buenos Aires, de a poquito, pero ambas parejas de abuelos compraron sendos terrenos y construyeron cada uno una casa con buenos cimientos, de ladrillos.
En el caso de mis padres la cosa ya fue diferente: el terreno donde está emplazada la casa de mi madre lo compró mi papá con una indemnización cuando dejó de trabajar en la residencia presidencial y estuvo baldío por años. Papá tuvo que esperar a que lo echaran de la fábrica de galletitas para poder poner allí arriba una casita. Hasta ese momento nos tocó vivir en el mismo terreno que mis abuelos, pero papá fue siempre cultor de la máxima de que casado casa quiere, como hombre sensato que siempre fue. Hasta los cinco años viví en la casa de los abuelos, tengo vagos recuerdos de ello.
Pero además la casa que mi papá pudo comprar en esas circunstancias no era de la misma calidad de la que construyó mi abuelo. Era una prefabricada de madera y chapa, donde vivimos hasta que estuvo a punto de desmoronarse. Fue paradójicamente durante el gobierno funesto para los argentinos de Mauricio Macri que pudimos construir una casita de material en ese mismo terreno que compró papá, entre todos los que vivimos aquí, sacando préstamos y aportando lo que el Estado nos pagó a los herederos de mi padre como compensación porque la dictadura genocida asesinó a su padre y una de sus hermanas.
Es decir, un aborto de la naturaleza. A la generación de mis padres le costó más tener una casa propia que a la de mis abuelos, pero henos aquí, a mis hermanos y a mí, siendo trabajadores, dos de nosotros con estudios, en mi caso con dos carreras universitarias, y ninguno de nosotros puede acceder a la posibilidad de tener un hogar propio.
Sí, a diferencia de mi padre cuando era un niño que apenas comía polenta con sal debo decir que poseo la bendición y el verdadero privilegio de poder decir que tengo todos los días un plato de comida en la mesa. Pero vale resaltar que se suman los aportes de cuatro salarios para que ello suceda.
Yo no tengo capacidad de ahorro y sé a ciencia cierta y sin temor a equivocarme que pase lo que pase jamás me voy a poder comprar un terreno, una casa o un departamento. Lo sé, no hay vuelta de hoja, es así.
Entonces en ese sentido soy mucho más pobre que mis abuelos, aunque estoy mejor alimentada. Soy, como me comentaba un compañero ayer, parte de una generación de sobreescolarizados sin expectativas de futuro y en ese sentido soy mucho más pobre que hace dos generaciones.
Y no solo eso, muy probablemente mi estirpe muera conmigo pues en este estado de cosas lo más seguro es que ni siquiera deje descendencia para que perpetúe el legado y la historia de mi familia. No tengo expectativas de futuro ni de trascendencia, soy parte de una generación de castrados que va a dejar el mundo mucho menos poblado de lo que lo encontró.
Porque es así, yo no estoy castrada física ni mentalmente, pero sí materialmente. Porque no hay manera de que en el estado de cosas en el que me encuentro pueda formar una familia, y a mí sola no me pasa. A unos les pasa que les enseñan que los hijos son un malgasto de tiempo, de energía, que les inculcan las bondades de la castración quirúrgica, de la “deconstrucción” o el aborto, los castran física o mentalmente. A otros nos castran materialmente, negándonos el acceso a bienes elementales para la reproducción de la vida tales como de mínima un espacio físico donde albergar una familia.
Pero si te fijás la destrucción de las condiciones de vida va resultando evidente con el correr del tiempo, se manifiesta en las pequeñas cosas del día a día y lo más escandaloso del escándalo es que uno se acostumbra. En lo particular, como planteaba más arriba, paradójicamente el momento más alto del consumo de mi familia tuvo lugar entre los últimos dos años del gobierno de Cristina Fernández y los dos primeros de Mauricio Macri es decir, cuando se inició este proceso de degradación incesante. De repente me había acostumbrado a comer un yogur por día o un pote de flan y hoy me toca uno por mes, o compramos el bebible porque rinde más y te tomás uno por semana, qué sé yo. En datos duros, medido en kilos de asado el salario promedio de un trabajador argentino rinde la mitad de lo que rendía hace apenas dos años, pero nos conformamos porque bueno, todavía gracias a Dios no falta lo esencial, llegamos raspando a comer todos los días, volvimos al fiado en el almacén, pero llegamos. Reitero: con cuatro adultos laburando. Pero hablamos del garche y del porro, porque de eso se impone hablar.
No se habla de la terrible crisis de expectativas que tenemos los adultos jóvenes en la Argentina, que vivimos coqueteando con el exilio no porque lo deseemos sino porque estamos cansados de que se nos niegue desear. Somos la generación de los “deseantes” que no desean.
Nos venden el “deseo”, el placer inmediato —el garche, las drogas recreativas— porque no quieren que reclamemos justicia social, no quieren que deseemos vivir mejor.
Y justicia social no es ‘living el garche loco’ ni tampoco es fumarnos un porro. Seamos honestos: ¿alguna vez a alguien el hecho de que la marihuana sea ilegal le impidió fumarse un porro? Ni en Palermo ni en la 1-11-14, a nadie le pasa nada por fumarse un porro, lo que deja de manifiesto que el porro no es un problema que preocupe a los argentinos.
Sí lo es la no expectativa de futuro, que de una o de otra manera está emparentada tanto con el porro como con el garche. Es mucho más fácil soportar una existencia sin horizontes apelando al uso de sustancias psicotrópicas o a la promiscuidad sexual que no haciéndolo. Desde que el mundo es mundo, de una existencia dura es más fácil huir apelando a la evasión como estrategia de escape.
No te estoy diciendo que esté mal coger, ni fumarte un churro ni pegarte un pedo de vez en cuando, lo que estoy diciendo es que nos están vendiendo soma, nos están inculcando sucedáneos de satisfacción. ¿Porque saben qué? Satisfacción es la de tener una casita propia, aunque chiquita, con tu jardincito y tu perro o tu gato. Satisfacción es terminar de laburar, llegar a casa y cenar con el patrón o la patroncita, tener una sobremesa y charlar de lo por venir. Tener tus hijitos y verlos crecer, reconocerte en ellos, reconocer en ellos al amor de tu vida.
O no, ser solo, si lo deseás. Pero tener tu departamentito y tus amistades, poder invitar una pizza y mirar el partido con una cervecita y una picada.
Poder irte de vacaciones al mar una semana en verano, o a la montaña por Pascua y volver tranquilo. Comerte un asado con tu familia el fin de semana, con una rica Coca y un cabernet.
Qué sé yo, vivir. Satisfacción es la de envejecer en paz y morirte rodeado de los tuyos, sabiendo que detrás de vos dejás lágrimas de tristeza en los ojos de tus seres queridos, y no de desesperación por lo que les va a salir en entierro.
Todo eso es satisfacción, todo eso es de lo que no hablamos, lo que no reclamamos porque estamos hablando acerca del garche y del porro.
Nos dicen que vamos a volver a ser felices quienes nos tuvieron encerrados y aterrorizados por un año entero extorsionándonos con el amor que sentimos por nuestros seres queridos. Nos dicen que hay un debate entre modelos de país quienes cuando fueron gobierno nos endeudaron por cien años. Y ambos nos distraen con soma mientras nuestros jóvenes no desean más que irse del país, porque desean desear y no tienen ni siquiera la facultad de desear, desear en serio. O mejor dicho: nos hablan de deseo porque no nos pueden hablar de sueños.
Vivimos en un país que tiene todos los elementos necesarios para ser una potencia regional e insertarse en el mundo como un polo de poder, pero estamos ocupados deseando garchar o deseando fumar para no calzarnos los pantalones largos y ponernos a soñar y a trabajar por lo que soñamos. Y no es el pueblo, son quienes conducen al pueblo a su propia derrota.
¿Y si en vez de someternos a ser marionetas eternas y que nos muevan de aquí para allá, cortamos los hilos de una buena vez y nos ponemos a escribir el guion de nuestra propia historia?
[Esta columna se publicó originalmente en el blog “Rosca Meza, la negra peronista”]
SEGUIR LEYENDO: