Un Pacto de la Moncloa, un acuerdo político amplio, un consenso superador. La idea es tan recurrente como las crisis argentinas. Parece un reflujo que calma la ansiedad y como todo lo leve se desvanece en el aire. Su sola mención, hace aparecer virtuoso al que la propone: despojado de esas mezquindades seculares de la grieta, es capaz de sugerir con grandeza la ansiada unidad. Almas bellas que buscan el bien que se encuentra en el centro ideal de las cosas, como una forma platónica y perfecta.
Pero, ¿es posible tal cosa? ¿Es posible un acuerdo de todo el arco político en Argentina? Por lo pronto, si en el mundial de la grieta hubiera una final, es como si se enfrentarán dos equipos, pero uno quisiera jugar con el reglamento del fútbol y otro con el reglamente del básquet. El partido no podría ni arrancar. Aquí es donde empieza la grieta.
El trasfondo de la grieta no es peronismo o antiperonismo. El trasfondo de la grieta es democracia liberal o populismo autoritario. Y si no hay acuerdo en el sistema de gobierno y de convivencia en la diversidad, difícilmente se pueda coincidir en un acuerdo político sin antes acordar en las básicas reglas del juego.
El kirchnerismo no dice en voz alta que quiere desmantelar la democracia liberal pero lo evidencia en sus políticas y en las reformas que propugna. Hay quienes consideran que este argumento es una exageración de los llamados sectores republicanos. Y que hasta hoy, el kirchnerismo compitió, ganó y perdió en elecciones.
El borde de la cornisa, sin embargo, puede vislumbrarse en aquel faltazo de Cristina Kirchner al traspaso de mando que le quitó la escena institucional de continuidad democrática a la presidencia de Mauricio Macri. En lo simbólico, Cristina no entregó el poder ni aceptó al nuevo Presidente. Como si se recluyera en una Sierra Maestra de fantasía para iniciar la resistencia a “Macri, basura vos sos la dictadura”.
Entonces, es cierto: el kirchnerismo aceptó siempre las reglas de la competencia electoral pero no porque no haya intentado cambiarlas para perpetuarse. Así como intentó e intenta cambiar columnas básicas de la institucionalidad republicana, que incluyen, el fin de la división de poderes como la conocemos mediante el control de la justicia, los límites a la propiedad privada que pueden verse en intentos fallidos como Vicentin o las obstrucciones de todo tipo al libre comercio que no es un invento de Javier Milei sino que está garantizado por la Constitución.
La lista podría seguir con el hostigamiento a la prensa libre y a todo tipo de disenso, como recientemente le pasó al alumno de La Matanza. Estos dos últimos elementos son directamente antidemocráticos y más emparentados con regímenes autoritarios. Ni hablar las alianzas internacionales con China, Rusia, Cuba, Venezuela y los coqueteos con Irán. El kirchnerismo no pudo cambiar la Constitución, pero intenta cambiar el sistema desde adentro mientras busca conseguir las bancas suficientes en el Congreso para hacer reformas de fondo.
Esta tensión sistémica hace hoy imposible un acuerdo programático y constituye la grieta fundamental que empantana cualquier otro tipo de consenso. Si las reglas de juego no son aceptadas por todas las partes, no hay juego. Si el arbitrio de la justicia está en disputa, y es desconocido o rechazado por una de las partes, no hay certeza jurídica. Esto es lo que parecen ignorar los que proponen bucólicamente un acuerdo. La disputa sitúa a la clase política en una discusión preconstitucional mientras los problemas urgentes se postergan y sus consecuencias se agravan.
El día en que Cristina le quitó el micrófono a Alberto no lo hizo para decir cualquier cosa. Expresó un concepto que fue pasado por alto por muchos pero que es crucial para comprender cuál es la noción de democracia que tiene la vicepresidenta. Para Cristina Kirchner “solamente cuando gobiernan las grandes mayorías, las minorías adquieren derechos”. Primero, los derechos no son concedidos por nadie en una República, sino que están garantizados en la Constitución sobre cuyo poder no está ninguna mayoría, ni ningún presidente de turno. De hecho, la Constitución está diseñada para evitar los abusos del poder. Ya en “La Democracia en América”, Alexis Tocqueville advertía sobre el peligro de “la tiranía de las mayorías” cuando “un partido llega a ser dominante y todo el poder público pasa a sus manos”, pudiendo generar la opresión de la minoría. La democracia liberal, contra lo que postula Cristina, limita los poderes mayoritarios para que no se conviertan en tiránicos. La democracia garantiza así los mismos derechos a quienes se encuentran en minoría y no los deja sometidos a los designios de “una mayoría omnipotente”. Si hay un imperio, es el imperio de la ley. Ni más ni menos que este concepto fundacional es el que rebatió Cristina sin que nadie pareciera inmutarse. Aquí es donde la grieta continúa.
Todo ocurre en una situación de crisis que se acerca en sus indicadores a la peor de nuestra historia, la de 2001. Casi la mitad del país sumido en la pobreza, una inflación galopante y un descreimiento profundo en la clase política. Parece abstracto plantearle a la población en medio de sus padecimientos, cuestiones teóricas sobre sistemas de gobierno. Sobre todo, cuando perciben que la política no está solucionando los problemas reales de los ciudadanos sino dedicándose a la perpetua batalla por conservar el poder como privilegio y no como responsabilidad. Pero la tensión sistema-antisistema, que es mucho más que tensión y constituye un conflicto larvado, es el verdadero obstáculo para un acuerdo. Así las cosas, la grieta es más bien un enorme palo en la rueda. Y aún, con toda la fuerza de ese impedimento, el único antídoto sigue siendo más democracia. El voto es la llave para fortalecer las instituciones republicanas o para empoderar a los que vienen por ellas.
Por cierto, hay un acuerdo nacional que existe y está vigente: se llama Constitución. ¿Por qué no alcanza? La respuesta a esta pregunta puede encontrarse en los párrafos anteriores. Y así la grieta, sigue girando…
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