El calvario afgano

La retirada de Estados Unidos fue caótica y ha dejado una imborrable sensación de fiasco. Nadie fuera de esta Casa Blanca está defendiendo su implementación. Pero más fundamentalmente: ¿era necesaria?

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El presidente de los Estados
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden (Foto: REUTERS)

El próximo Presidente de los Estados Unidos tendrá que [...] salvar nuestra reputación, reconstruir la confianza en nuestro liderazgo y movilizar a nuestro país y a nuestros aliados para enfrentar rápidamente nuevos desafíos. No habrá tiempo que perder”. Lo escribió Joe Biden en una opinión, titulada “Por qué Estados Unidos debe liderar de nuevo”, que publicó la revista Foreign Affairs en la edición marzo/abril de 2020.

La retirada estadounidense de Afganistán -y la implementación de esa retirada- han ofrecido un espectáculo asombroso. Combinadas, han dejado una imagen penosa de una superpotencia moralmente débil y geopolíticamente desorientada. La falta de previsión política, el fracaso de inteligencia, la abyecta desorganización logística, la casi nula capacidad de adaptación a una realidad cambiante y la patética rendición presidencial inicial ante el ultimátum talibán para un repliegue total al 31 de agosto, han dejado en evidencia una falla profunda en la gestión diplomática de esta Administración Demócrata.

Las primeras señales del desvarío se vieron el 8 de julio pasado durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca. Un periodista consultó a Biden por la posibilidad de que los talibanes conquistaran Afganistán tras la salida norteamericana. “La probabilidad de que los talibanes se apoderen de todo y se adueñen de todo el país es muy poco probable”, respondió. Otro le preguntó si veía una equivalencia con la partida de Saigón en 1975. “No habrá ninguna circunstancia en la que veas a gente levantada del techo de una embajada”, aseguró.

Es triste decirlo, pero los talibanes han reconquistado Afganistán y helicópteros estadounidenses fueron enviados a rescatar a cientos de ciudadanos norteamericanos atrapados en Kabul. La dolorosa imagen de gente cayendo de un avión en vuelo que acababa de despegar del aeropuerto de Kabul perseguirá para siempre a esta Administración. Esta no es exactamente la mejor postal para recordar el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S. Tampoco lo será la bandera talibana flameando en la sede del gobierno afgano, o quizás, sobre el edificio abandonado de la embajada norteamericana. Los fundamentalistas ya están sacando provecho propagandístico. Subieron a las redes sociales una foto de sus combatientes vestidos con uniformes del ejército americano izando la bandera de los talibanes en una pose que imita la famosa imagen de los marines levantando la bandera estadounidense en el monte Suribachi de Iwo Jima.

Los recientes atentados que mataron a más de una docena de soldados estadounidenses y a casi doscientos civiles afganos en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, perpetrados por jihadistas de un re emergente ISIS en aquél país musulmán, son otra manifestación de los niveles que ha alcanzado la debacle de esta retirada: desde febrero de 2020 que no moría un solo soldado estadounidense en Afganistán y desde 2011 que EE.UU. no padecía tal cantidad de bajas en un solo día. Tampoco es auspicioso el ascenso de la red Haqqani -la rama más radical dentro del movimiento Talibán y muy vinculada a Al-Qaeda- que fue designada como agrupación terrorista por Washington nueve años atrás. Sirajuddin Haqqani, el líder adjunto de los talibanes, es un hombre buscado por el FBI. ¿Será de aquí en más Afganistán el nuevo epicentro del jihadismo global? ¿Empoderará esta retirada a Pakistán, aliado histórico de los islamistas? ¿Dará nuevos bríos imperialistas a la República Islámica de Irán, que ya ha comenzado a vender combustible a Kabul? ¿Cómo leerán China y Rusia, las máximas potencias hostiles a las democracias liberales, este humillante repliegue norteamericano? Es difícil ofrecer una respuesta benigna a estos interrogantes.

Kabul. Evacuados en un avión
Kabul. Evacuados en un avión de transporte C-177 Globemaster III de la Real Fuerza Aérea Canadiense (Foto: REUTERS)

La retirada fue caótica y ha dejado una imborrable sensación de fiasco. Nadie fuera de esta Casa Blanca está defendiendo su implementación. Pero más fundamentalmente: ¿Era necesaria? Esto ha sido largamente debatido en Estados Unidos. Tras la invasión en 2001, el objetivo primordial -derrocar al gobierno Talibán que daba cobijo a Osama bin Laden- fue velozmente alcanzado. La posguerra resultó mucho más complicada. Washington llegó a enviar 110.000 soldados y gastó muchísimo dinero en sostener su presencia allí. Perdió alrededor de 2.500 de sus hombres, sus aliados de la OTAN sufrieron 1.100 bajas en tanto que Afganistán vio morir a 120.000 de sus ciudadanos, entre militares y civiles.

A la vez, emergió un gobierno pro-occidental y los afganos, especialmente las mujeres, ganaron enormes derechos civiles, políticos y humanos. De algún modo, Afganistán estaba en piloto automático: con apenas 3.000 militares que brindaban apoyo logístico principalmente, Washington preservaba cierta estabilidad. Para la opinión pública norteamericana no era un tema olvidado, pero, como ha señalado Richard Haas, presidente del Council on Foreign Relations, tampoco se veían manifestaciones pasionales por Afganistán en Chicago o Seattle como sí se han visto últimamente por otros asuntos políticos, económicos o sociales. Veinte años es mucho tiempo para sostener una presencia militar en el extranjero, no obstante, en Corea, Washington lleva apostados 28.500 soldados por varias décadas y pocos parecen haberlo notado.

Al parecer, el presidente Biden tomó una decisión de consideración doméstica (la mentada “política exterior para la clase media”), la cual ha tenido graves consecuencias geopolíticas globales. Su base electoral puede estar complacida, pero el impacto para EE.UU. y más allá de sus fronteras es real. El argumento de que esto le permitirá a Washington reorientar recursos hacia Asia es ahora redundante. Ante tal espléndida exhibición de agotamiento y torpeza, nadie está temblando en Beijing o en Moscú.

Joe Biden se ha vanagloriado de su larga trayectoria y experiencia en Washington. Encaminado al vigésimo aniversario del 11-S, muy pronto deberá hacer gala de su mentada cintura política -y física- para eludir tomates durante su discurso a la nación.

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