La necesidad de que el Presidente se serene, piense y recupere algo del equilibrio perdido

El enojo y la agresividad lo único que producen es más aislamiento, más reacciones, e incorporan elementos desequilibrantes a la complicada tarea de gobernar

Alberto Fernández

“No concuerdo con el tono que usa la profesora, aunque es obvio que yo coincido con muchas de las cosas que dice. Me gustan los debates políticos en clase. Creo que aportan mucho. Pero de esa manera se desvirtúa ese intercambio valioso. Tampoco me gusta que se filme a un docente y se difunda lo que ocurrió en una clase, sin que se conozca el contexto, y mucho menos me gusta la forma en que la docente fue tratada por algunos políticos y periodistas, que usan un tono muy insultante todos los días, mucho peor que el de ella. Los argentinos somos apasionados. Pero tenemos que discutir de otra manera, dejar de gritarnos unos a otros. Ese griterío solo hace daño al país”.

El Presidente que pronunció ese párrafo, lamentablemente, no existe en la Argentina. Es curioso, porque se trata de una cuestión de mero sentido común. Un docente expone su ideología y su visión del país a los gritos pelados ante un grupo de alumnos durante largos minutos. Insulta, humilla, agrede. ¿Qué podría haber de virtuoso en ese intercambio? Luego, la docente es maltratada de manera humillante en las redes por un grupo de periodistas y políticos que tienen siempre el adjetivo calificativo a flor de piel. Los que insultan y agreden todos los días descalifican a la docente por insultar y agredir. En medio de esa escalada, Alberto Fernández tenía la pelota picando en el área, como quién dice. Sin embargo, se transformó en un protagonista más de la exacerbación, en un país, el suyo, donde cualquier episodio estimula la desmesura. Naturalmente, la intervención presidencial le da un empujón especialmente potente a esa dinámica patológica.

La profesora fue suspendida

En ese contexto, la docente militante queda en un segundo plano, también la agresión que ella misma recibió –una persona casi desconocida, sin posibilidad de defenderse, es objeto durante días enteros de la agresión de periodistas con llegada masiva-. Lo que queda en el centro del escenario, en cambio, es un Presidente que respalda una actitud incorrecta. Esa respuesta de Fernández vuelve a exponer a la docente al insulto del otro lado de la grieta y provoca una discusión sobre sus valores. Pero, además, habilita a formular una serie de preguntas que, tantas otras veces, fue dirigida hacia otras personas que ocuparon su cargo, incluso por el propio Fernández cuando era opositor.

¿Por qué un Presidente hace cosas que, claramente, van en contra de sus propios intereses? ¿Por qué hace exactamente lo que sus enemigos quieren que hagan? ¿Por qué se mimetiza con el personaje que construyen de él quienes lo quieren ver fuera del poder? Roberto Navarro, uno de los periodistas de abierta simpatía con el kirchnerismo, lo resumió en una frase muy razonable: “Las que van afuera, dejalas ir”.

En las últimas semanas, Fernández recibió un golpe muy duro cuando se conoció la foto del cumpleaños de Fabiola Yañez. Hasta esa foto, los debates sobre lo que ocurre en el país eran enardecidos. Pero incluso cuando su Gobierno quedaba a la defensiva, Fernández tenía una escapatoria: había hecho algo incorrecto por imposición de Cristina Kirchner, o por una conducta inapropiada de su ministro de Salud, o porque la realidad le presentó un desafío tan enorme que no había posibilidad de no equivocarse. Cada uno de estos argumentos eran opinables, como cualquier argumento, pero le habilitaban una salida sobre todo frente al sector social que no lo odia, que estaba (y tal vez aún está, quién lo sabe) dispuesto a confiar en él. Con la foto ocurrió algo distinto: el responsable era él mismo. No había coartada posible.

Frente a ese hecho, Fernández aceleró en el barro. Antes de su difusión, utilizaba un tono indignado cuando le preguntaban por las visitas a Olivos. ¿Cómo a él, justo a él, se atrevían a pedir explicaciones con lo que no tenía nada que ver? Después, ante el hecho consumado, explicó que el cumpleaños se trató de un brindis convocado por la “querida Fabiola”. Luego se enfureció con quienes marcaron que le echaba la culpa a su compañera, que es lo que todo el mundo vio que hizo. Posteriormente empezó a agredir: a Macri, a Vidal, a los medios de comunicación, a la Justicia. También toleró que uno de sus abogados calificara como “coimero” al fiscal que debe investigarlo. Un hombre que había hecho algo incorrecto se enojaba, acusaba, levantaba el dedo acusador. No alcanza una nota para enumerar la cantidad de medias verdades, o medias mentiras, que utilizó en medio de su inexplicable enojo. Y, cuando el tema empezaba a apagarse, sorprendió con una recomendación pedagógica de avanzada: abrirle la cabeza a los alumnos a los gritos pelados.

Alberto Fernández enojado tras el estallido del escándalo por la fiesta en Olivos

Así las cosas, más allá de la opinión política, o moral, sobre cada uno de estos movimientos, tal vez corresponda indagar por qué una persona que supo tener momentos de calidez y tolerancia se transforma en alguien tan poco amable y tan extremo. Hay varias respuestas posibles y, seguramente, ninguna alcance a explicar la totalidad del fenómeno. Al fin y al cabo, nadie es capaz de conocer del todo a un ser humano, mucho menos a un Presidente.

Quienes lo odian sostienen que eso es Fernández, que lo otro es apenas una simulación. Fernández, para ellos, es el que insultaba y humillaba en Twitter antes de ser candidato, es el que retuiteó –ya como presidente- un insulto contra el periodista Jonatan Viale, el que pechó y tiró al piso a alguien que lo insultó en un bar. Para esa mirada, lo único que está ocurriendo es que se corre el maquillaje del actor y se ve su verdadero rostro.

Quienes han escuchado en privado, y en público, a Fernández en estos días conocen su relato: nada de lo que se dice de él es cierto; lo único que ocurrió es que él estaba demasiado ocupado en la lucha contra la pandemia, entregaba cada minuto de su vida y, de pronto, tuvo un desliz, un error, algo que podría haberle pasado a cualquiera, y luego tuvo que soportar agresiones injustas, humillaciones desproporcionadas, insultos agraviantes para él y su mujer. Al final, reaccionó, como lo hubiera hecho cualquier persona de bien.

Hay una tercera mirada posible. Todas las personas tienen rasgos violentos y serenos. Todas. Ser presidente no es precisamente una tarea que promueva la serenidad de nadie. A lo largo de los días, los meses, los años, esa tarea se transforma en insalubre. La realidad produce desafíos angustiantes y de una dimensión sobrehumana. Y todos le gritan al hombre que no resuelve esos problemas. Eso, especialmente cuando hay pandemia. Y ni que hablar en la Argentina. Entonces, puede pasar que un hecho puntual –una foto demoledora, por ejemplo- termine de desequilibrar al personaje: todo ese enojo contenido, de repente, aparece.

Si esta fuera la descripción correcta de lo que ocurre, tal vez se trate de una reacción comprensible en términos humanos. Pero no cambia nada. Porque el enojo y la agresividad lo único que produce es más aislamiento, más reacciones, e incorpora un elemento desequilibrante a la, de por sí, muy complicada tarea de gobernar. Se trata de un problema que enfrentan -enfrentamos- cada tanto todos los seres humanos. En el caso de Fernández, excede a sí mismo porque es el Presidente.

Mientras todo esto pasa en un país del sur del mundo, esta semana The Wall Street Journal publicó una nota muy interesante que podría aplicarse a todos los participantes del debate argentino: la profesora, los periodistas (incluido naturalmente el autor de esta nota), los políticos, el Presidente. Se titula: “¿Por qué gritamos cuando argumentamos? Por falta de confianza”. La autora se pregunta: “Si está claro que gritar no persuade realmente a nadie, ¿por qué lo hacemos?”. Y responde, por ejemplo: “Gritamos porque no pensamos que la gente va a escuchar si le hablamos de otra manera. Como resultado de eso, somos exageradamente asertivos en la exposición de nuestro mensaje, sin registrar el hecho de que nuestros argumentos, consejos y apelaciones serían más efectivas si las formulamos de manera más gentil”.

Las personas que gritan están tan convencidas de sus ideas que se enojan mucho cuando alguien se las discute, se trate de una profesora, un periodista enamorado de sí mismo, un diputado que se rasca o un Presidente que viola su propia cuarentena.

Es lo que hay.

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