Cuando salí del secundario me costó mucho elegir una carrera para estudiar. Me parecía que ninguna contemplaba la heterogeneidad de los gustos de une artista, bueno, o al menos los míos. Las posibilidades eran o cine o teatro, escritura o comunicación, esto o lo otro. Y yo no entendía por qué había tal disociación de las disciplinas cuando en verdad les artistas somos una caja repleta de herramientas. Pero bueno, la facultad, la vida y la sociedad me forzaban a elegir y, como estaba encaprichada con la idea de formarme académicamente porque todas mis amigas iban a hacerlo, opté por seguir ese camino y empecé Artes de la escritura en la Universidad de las Artes (UNA).
Tenía todo el entusiasmo y los nervios que tiene cualquier estudiante cuando sale del colegio para comenzar la “vida real”; hambre de aprendizaje, deseos de hacer buenas migas y armar un grupo de pertenencia.
Recuerdo que en una de mis primeras clases tuvimos que armar un texto en primera persona. Yo escribí sobre una mujer secuestrada que mataba a su agresor, como para arrancar trancu. A las dos semanas siguientes, luego de haber entregado el texto y de que el profesor lo hubiera corregido, veo que en mi hoja reposa un “reprobado”, sin comentarios, ni sugerencias, ni explicaciones. Entonces me acerco al docente para preguntarle si me podría ayudar a entender por qué mi texto no estaba aprobado y de ese modo saber por dónde debería encararlo para reescribirlo. A lo que él se molesta por mi consulta y me dice: “El texto está mal”. “Sí, pero quisiera saber por qué para hacerlo bien para la próxima clase”, le respondo. Eso (quién sabe por qué) lo altera más y me responde: “Está mal porque no servís para esto”. Chan.
¿Quién puede decretar para qué servimos y para qué no servimos? Y además, ¿Qué onda aplicar esa palabra en humanos? ¿No es raro y hasta antiguo? ¿No será que no le sirvo a él o que no sirvo para lo que él espera?
Sin caer en reduccionismos teóricos, me gustaría hablarles un poquito de lo que comúnmente llamamos “poder”.
Cuando nos referimos al poder en términos negativos (rechazo, censura, delimitación, etc) tenemos en escena a dos tipos de sujetos: Sujeto superior (A), quién ejerce el poder y el sujeto inferior (B), quien sufre el poder. Este último va a subjetivar al Sujeto A, de tal modo que todo lo que diga A será “la pura verdad” para B. Esa verdad absoluta, esa suerte de ley que A dictamina, puede ser peligrosa cuando no se relativiza. ¿A qué me refiero con relativizar? Cuando algo es “absoluto” significa que nada podría ir por encima de ello, es decir que, si A nos reprueba, probablemente pensaremos que somos inútiles. Si A le dice a nuestros padres que somos “quilomberes”, seremos quilomberes. Si A nos dice “vos no servís para esto”, pensaremos, en efecto, que no servimos para eso.
Cuando el sujeto Supremo nos etiqueta, ya no hay vuelta atrás. Seremos “eso” hasta el fin de nuestro recorrido con le docente. Muchas veces sucede que, por malas primeras-impresiones o por “un mal día” ya sea nuestro o del profesor, nos rotulan con una etiqueta que no refleja propiamente nuestro ser-profundo.
Cuando el profesor me dijo que yo no servía para lo que amaba y había elegido, no solo me rompió el corazón en mil pedazos sino que, lo peor de todo: le creí y abandoné la carrera. Dejé que la etiqueta me tape a mí. Y no fue hasta un tiempo después que conocí a Ariel Idez, mi actual profesor de escritura, que entendí que el error es parte del hacer y que un texto es mucho más que palabras grandilocuentes; un texto es tiempo, paciencia y flexibilidad con lo que sucede en el afuera, pero también con une misme.
En la clase con Ari retomamos el texto que había escrito para la UNA y revisamos parte por parte hasta que entendí cómo podía mejorarse; que las comas así, que los puntos asá, que esta palabra iría mejor, que esta frase se puede armar así también y las infinitas posibilidades que tiene un texto para ser. Entendí, aprendí y crecí. Pero no fue por arte de magia, no fue porque nací sabiendo. ¿Quién nace sabiendo? ¿No es acaso la inteligencia un estado dinámico, mutante que se metamorfosea constantemente?
Aprender es el estado de máxima virginidad, un espacio vacío en el tiempo que se llena para ser más felices (preferentemente). Saber nos da herramientas y eso nos vuelve fuertes e independientes y esa es una interesante manera de ser felices. ¿Por qué entonces castigan nuestro no-saber? Como si eso significa no poseer inteligencia, ¡como si existiese un solo tipo de inteligencia! Y entonces todo aquello que queda por fuera de los parámetros hegemónicos de la inteligencia es ignorancia.
¿No se supone que vamos a la escuela a aprender? ¿Acaso tengo que ser una escritora profesional para anotarme en la carrera de escritura? ¿No sería todo lo contrario?
“¿Qué reglas de derecho ponen en marcha las relaciones de poder para producir discursos de verdad?, o bien, ¿qué tipo de poder es susceptible de producir discursos de verdad que están, en una sociedad como la nuestra, dotados de efectos tan poderosos?”, dice Michel Foucault en Microfísica del Poder.
Hoy, cincuenta años después, me pregunto lo mismo. Los discursos de verdad deberían ser más acuosos en los contextos escolares, bueno, en verdad en todos los contextos. Deberían ser más resbaladizos, más esponjosos, más versátiles y elásticos. Menos rígidos, menos cuadrados, menos binarios, menos pinchudos, menos punzantes y filosos. ¿Acaso no lo dijo Sócrates? Solo sé que no sé nada. Y nada a veces es un montón más de lo que creemos y de lo que creen.
Ese “vacío” entusiasmante que tenemos les alumnes es un lugar sagrado que cambia de colores todo el tiempo, que tiembla, se sacude con cada clase, con cada profesore, con cada compañere.
“Tal sociedad rechazaría la división entre los que saben y los que no saben, entre los que poseen y los que no poseen la propiedad de la inteligencia. Dicha sociedad sólo conocería espíritus activos: hombres que hacen, que hablan de lo que hacen y que transforman así todas sus obras en modos de significar la humanidad que existe tanto en ellos como en todos”, escribió Jacques Rancière en El maestro ignorante.
Sabemos y dejamos de saber un montón de cosas todo el tiempo, hacemos y dejamos de hacer, hablamos y dejamos de hablar… Y entonces crecemos y nos transformamos para así volver a escribir nuestros textos una y mil veces más.
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