Transcurrían los calurosos días de agosto de 1971 cuando el Presidente Richard Nixon decretó el fin de la convertibilidad del dólar con el oro e implementó por primera vez en la historia norteamericana controles de precios con la intención de luchar contra la inflación, una medida que años más tarde reconocería como un error. Pero el fin del patrón oro sentó las bases del sistema financiero global que rige hasta nuestros días.
En medio de un angustiante aumento de la tasa de desempleo y un incremento de la inflación -heredadas de las expansiones de gasto de la era de la “Great Society” y del esfuerzo militar en Vietnam de los tiempos del Presidente Lyndon B. Johnson- la Administración Nixon buscó cómo revertir la situación a través de recetas inimaginables para un gobierno republicano.
Al término de una reunión cerrada con asesores económicos en Camp David -entre los que se encontraban el titular de la Reserva Federal Arthur Burns, el designado secretario del Tesoro John Connally, el director de la Oficina de Presupuesto George Schultz y el entonces subsecretario para Asuntos Monetarios Internacionales Paul Volcker- el Presidente adoptó su Nueva Política Económica. La incapacidad de conseguir más ingresos fiscales a través de nuevos impuestos, sumada a las altas tasas de inflación y desempleo habían precipitado la decisión.
Nixon ordenó a Connally implementar un mecanismo para terminar con la obligación legal de tener que cambiar tenencias de dólares en manos de extranjeros por oro, frenar las tendencias especulativas y decretar su libre flotación. El dólar ya no sería redimible por oro con el fin impedir que ante la abundancia de la moneda norteamericana a nivel global, ésta se convirtiera masivamente en oro, lo que drenaba a la Reserva Federal y llevaba al sistema de Bretton Woods al borde del colapso.
Jeffrey Garten escribió en su reciente ensayo “Three Days at Camp David. How a Secret Meeting in 1971 Changed the World Economy” que los Estados Unidos se estaban quedando sin oro. “En efecto, el emperador estaba desnudo y Estados Unidos no tuvo otra opción sino abandonar el patrón oro”, explicó.
El tercer domingo de agosto, antes de la apertura de los mercados, Nixon anunció la firma de la Orden Ejecutiva 11.615 bajo la autoridad de la Economic Stabilization Act de 1970 que imponía congelamientos de precios y salarios por noventa días. Un observador recordó que “podía adelantarse qué era lo que NO sucedería a través de invertir el sentido de los títulos de las leyes económicas”.
Fue entonces cuando los diarios bautizaron los anuncios como el “Nixon Shock”. La nueva política económica implicaba el principio del fin de la era del sistema monetario internacional nacido de los acuerdos de Bretton Woods que habían sentado las bases de la economía de posguerra. El dólar había emergido como moneda de referencia de la economía global estableciéndose un cambio fijo de treinta y cinco dólares por cada onza de oro.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el PBI de los Estados Unidos representaba aproximadamente el treinta y cinco por ciento de la economía global. Pero a partir de la recuperación de Alemania y de Japón en los años 50 y 60, la economía norteamericana se redujo en términos relativos por el ascenso de éstas y otras potencias, fenómeno al que se agregaron los costos de la interminable guerra de Vietnam. Al momento en que Nixon llegó a la Casa Blanca, en enero de 1969, el PBI norteamericano explicaba el veintisiete por ciento del total mundial (en la actualidad es aproximadamente el dieciocho por ciento).
Las medidas adoptadas en 1971 rompían el lazo ancestral que unía al dinero con un metal precioso que lo respaldara. Al suspender las conversiones del dólar, se lograba en los hechos una devaluación de esa moneda, lo que fomentó las exportaciones estadounidenses y alivió el déficit comercial que se había producido el año anterior por primera vez desde fines del siglo XIX. A su vez, se impuso una tasa de diez por ciento a las importaciones. El valor de las monedas abandonó el sistema de cambio fijo y comenzaron a fluctuar tal como lo han hecho desde entonces.
Nixon explicó que, en promedio, en los siete años anteriores, se había producido una crisis monetaria internacional cada año. Y aseguró que el reemplazo del patrón oro por un sistema fiduciario estaba en el mejor interés de los Estados Unidos y la estabilidad financiera global.
Una medida intervencionista por excelencia como la aplicación de controles de precios se alejaba del programa del Partido Republicano. Nixon se proclamaría como un “keynesiano conservador”. Meses antes, durante un corte publicitario en medio de una entrevista televisiva en la ABC News, Nixon había confesado ante Howard K. Smith que “ahora somos todos keynesianos”. La entrevista había tenido lugar el 4 de enero de aquel año y la frase fue filtrada al New York Times tres días más tarde.
Un comentarista advirtió que la política económica anunciada por Nixon hubiera hecho retorcerse al ex presidente Calvin Coolidge. A su vez, otros hicieron notar que ni el secretario de Estado William Rogers ni el asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger estuvieron presentes en la cumbre de Camp David, pese a que las implicancias de la nueva política excederían el plano doméstico.
Ya en los años 70 el economista belga Robert Triffin había vaticinado que la economía estadounidense no soportaría la convertibilidad oro-dólar, establecida en las conferencias de Bretton Woods y había advertido sobre la posibilidad de quiebre de la economía norteamericana. Como es sabido, la primera hipótesis se cumplió, pero la segunda no se transformó en una realidad.
Lo cierto es que el “Nixon Shock” anticipó la crisis económica de los años que siguieron. Las penurias se multiplicarían a partir de las consecuencias del embargo petrolero que la OPEP decretó contra los países occidentales por su apoyo a Israel en la guerra de Yom Kipur. En las semanas que siguieron al conflicto, en el otoño de 1973, el precio del petróleo se multiplicó por cuatro. La era de la “estanflación” había llegado para los miembros del G6.
Años más tarde Nixon reconoció que la aplicación de controles de precios y salarios, a pesar de un éxito inicial, había fracasado una vez más. En 1983, en una entrevista con John Hoff, autor del libro “Nixon Reconsidered”(1994), el ex presidente admitió que la medida había sido “uno de mis mayores errores en materia doméstica”.
Hoff reflexionó que Nixon había sido “más liberal que conservador en materia económica” y que ello había contribuido a “confundir a amigos y enemigos”, del mismo modo que sus políticas sobre derechos civiles y estado de bienestar.
Pero lo cierto es que un presidente que generalmente era recordado como desinteresado en las cuestiones económicas -alguna vez había dicho que “me importa un car... la lira italiana”- se había animado a un curso de acción que confirmaba una tendencia que marcaría su legado histórico. Aunque era visto como un conservador, tuvo el coraje de tomar medidas audaces. La apertura a China, la Detente con la Unión Soviética y la creación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) fueron sólo algunas de esas iniciativas.
Veinticinco años después del fin de la guerra, Estados Unidos ya no eran la única potencia en pie del mundo libre dado que sus socios de Europa Occidental y Japón se habían recuperado. En ese marco, Washington debía liberarse de sus cargas militares y económicas. La salida de Vietnam y el abandono del patrón oro serían dos arduas medidas. Acaso tan traumáticas como necesarias.
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