¿El “talibanato” moderado de Afganistán?

En el mundo cunde la ilusoria esperanza de que el talibán millennial sea distinto a la generación anterior que conquistó Kabul en 1996 y, por tanto, menos fundamentalista

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FOTO DE ARCHIVO: El portavoz
FOTO DE ARCHIVO: El portavoz talibán Zabihullah Mujahid habla durante una conferencia de prensa en Kabul (REUTERS)

En el mundo cunde la ilusoria esperanza de que el talibán millennial sea distinto a la generación anterior que conquistó Kabul en 1996 y, por tanto, menos fundamentalista. Esta presunción de moderación se apalanca en conjeturas blandas, comenzando con los supuestos compromisos de los talibanes, quienes prometieron no cobrarse retribución con los colaboradores de Estados Unidos y la OTAN, e incluso participar a las mujeres en la vida pública. Sin embargo, los antecedentes históricos y las últimas anécdotas reportadas dicen otra cosa. Los muyahidines de la yihad se están desquitando con sus enemigos impiadosos y es cuestión de tiempo para que la policía del pudor y la virtud imponga su ley por las malas.

Joe Biden anunció que el terrorismo ha hecho “metástasis” por todo el globo, de modo que el cáncer ya no se origina en un sitio específico. Con todo, a falta de una supremacía imperial exitosa, ya ha quedado demostrado que las características de Afganistán lo convierten en un lugar favorable para las insurgencias islámicas, reforzando su centralidad como fuente de problemas y desestabilización; que poco hará por sosegar la fuerza del integrismo islámico más combativo. Si bien hay diferencias doctrinarias en el universo yihadista, el impactante triunfo de los talibanes hará a su legitimidad ascendente entre los grupos radicales, creando sinergias quizás antes imprevistas.

Este análisis podría ampararse en la experiencia del llamado Estado Islámico (ISIS), particularmente al tiempo de su apogeo entre 2014 y 2015. Las infames conquistas del califato en Siria y en Irak le confirieron un aura de prestigio y una confianzuda sensación de providencia, atrayendo las simpatías de todo un espectro de fanáticos revisionistas, incluyendo muchos jóvenes educados, nostálgicos por un pasado musulmán beligerante idealizado. En tal ideario, así como las prontísimas victorias militares del Profeta Mahoma mostraban la verdad providencial de la Revelación, la consolidación impresionante del ISIS evidenciaba, precisamente, su consagración ante Dios. Fueron sus éxitos terrenales, y no su discurso extremista como tal, lo que congració al sanguinario califato con grupos militantes de diversas latitudes que le declararon fidelidad.

Los talibanes son vistos como los progenitores de Al-Qaeda. Sus bases o fundaciones (de allí procede literalmente su nombre) antagonizan con el ISIS, porque a diferencia de este último ellas no reclaman la soberanía islámica universal, ni tampoco pretenden degollar chiitas o todo disidente del sunismo más radicalmente férreo. Los talibanes son hijos de su tierra y, pese a que no conciben un Estado nación propiamente dicho, se insertan en el contexto de un país multisectario con tradiciones autóctonas e identidades propias que diversifican el componente islámico.

El triunfo talibán podría desacreditar la yihad internacional en plan de califato global, pero reforzará aquellas narrativas de gallarda resistencia musulmana contra los invasores occidentales, ateos y cristianos. Dicho de otro modo, tal y como aconteciera tras la derrota soviética de 1989, los nuevos talibanes inspirarán a todos aquellos insurgentes potenciales que quieran expulsar a fuerzas extranjeras (e influencias impías) de sus respectivos países. Sus padres lograron humillar a Rusia, y ellos, los hijos -quizás más impactantemente-, a Estados Unidos, aún la primera potencia mundial. No en vano, Afganistán ha ganado la merecida reputación de ser un cementerio de imperios.

Con justa razón, hablar de los talibanes evoca connotaciones negativas que remiten al fundamentalismo religioso, un fenómeno muy al corriente en algunas sociedades islámicas. La acometida talibana contra el poderío norteamericano produjo alabarías espontáneas que Occidente no acaba por comprender. Islamistas y muftíes de todo el mundo congratularon al nuevo liderazgo afgano, interiorizando su éxito como propio, como un hito transversal en la conflictiva historia entre infieles y creyentes.

Imrad Khan, el presidente de Pakistán, comparó a los talibanes con luchadores por la libertad, representantes del pueblo que rompieron las “cadenas de esclavitud”. Ahmad al-Khalili, el gran muftí de Omán, se emocionó con tamaña hazaña, patente “realización de la promesa sincera de Dios”. Al-Qaeda en Yemen aseguró que la victoria revindica la yihad como senda “legítima y realista” para la expulsión de invasores externos. Ismail Haniyeh, cabecilla del Hamas palestino, felicitó a sus admirados por acabar con la ocupación estadounidense, preludiando “la desaparición de la ocupación israelí”. Comparablemente, Hassan Nasrallah, el jefe de Hezbollah, aseguró que Afganistán representa “la caída moral de América”. El nuevo presidente iraní, Ebrahim Raisi, se expresó en términos iguales, demostrando -por si fuera necesario aclarar- que la derrota estadounidense es motivo de fiesta entre sunitas y chiitas radicales por igual.

Desde esta perspectiva, el nuevo talibanato (suponiendo que pueda llamárselo así) se convertirá en un polo de atracción para admiradores de la sagrada gesta y aspirantes a muyahidines. Tarde o temprano y pese a que los talibanes digan lo contrario, la convergencia de militantes internacionales en Afganistán será innegable. Entre otras consideraciones geopolíticas, ello explica por qué Rusia y China están tan expectantes de la situación, preocupadas por el vacío de poder que vienen a llenar los presuntos liberadores de Kabul. Más allá de la común aversión a Estados Unidos, rusos y chinos temen que la victoria talibana empodere, moral y materialmente, a grupos terroristas en zonas calientes.

A poco antes del vigésimo aniversario del 11 de septiembre, la amenaza yihadista no se cierne solamente en Occidente, en África, o en Medio Oriente. También es un peligro visto en las repúblicas rusas del Cáucaso, siendo una plausible fuente de conflictividad. Además, siendo que Afganistán será un narco-Estado, pues constituye el mayor productor mundial de opio, Rusia teme que el narcotráfico descienda sobre sus ciudades. Dicho sea de paso, el comercio ilegítimo de drogas es una de las principales fuentes de financiación de milicias armadas en todas partes. China, por su lado, teme que el ejemplo del talibanato inspire militancia armada entre los uigures, sobre todo en la provincia de Xinjiang, que limita con el corredor de Waján en Afganistán. Sin duda, las controversias en torno al aparente etnocidio de los musulmanes túrquicos en el noroeste chino potencializa el riesgo de violencia.

Aunque quedará por verse hasta qué punto este talibanato, un nuevo Emirato Islámico, se convertirá en patrocinador del terrorismo, Moscú y Beijing dan por sentado que es mejor negociar que antagonizar, acaso para influenciar al talibán y mantenerlo a raya, mediante reconocimiento, asistencia e infraestructura, con un pragmatismo descarado, pero concretamente de común interés para todos los involucrados. Al parecer de algunos, tales posicionamientos diplomáticos favorables llevarán a los talibanes a preocuparse por el arte de gobernar, y por consiguiente a comprometer la consecución de la utopía religiosa con las realidades prácticas de todos los días.

Se ha visto que, a diferencia de sus antecesores, los talibanes millenial no ignoran el potencial de las relaciones públicas y las nuevas tecnologías informativas. Su liderazgo, amparado por Qatar, está más letrado en cuestiones seculares y hasta concede entrevistas en inglés. Tomadas algunas declaraciones de los portavoces talibanes, al menos de forma acrítica y nominal, podría ser que el inminente Emirato afgano sea una contraparte sunita de la República Islámica de Irán. Es decir, una estatidad islamista que, a diferencia de plataformas no estatales más extremas (como el ISIS o Al-Qaeda), reconoce la legitimidad de un sistema político más o menos participativo, con carteras ministeriales definidas en una usanza moderna, y una mujer laboriosa y socialmente activa.

Este tipo de planteos remiten al supuesto de que hay grados de extremismo más potables que otros. Aunque sea desde lo académicamente conceptual, existen escalas de radicalización para medir o tipificar a los grupos islámicos, ya que no todos —por más bravos que sean— tienen actitudes compatibles los unos con los otros. No obstante, aun dentro de todo lo malo, es difícil concederle el beneficio de la duda a los talibanes, suponiendo efectivamente que pudieran “modernizarse”. Sus representantes podrán mostrarse más cautos y apacibles, pero sus combatientes no componen una intelligentsia urbana, aclimatada a los desafíos prácticos de la existencia moderna.

Por el contrario, el grueso de los insurgentes no está educado en profesiones formales y no concibe sistema de gobierno enajenado de un algún compuesto entre ley islámica (sharía) y códigos consuetudinarios (pashtunwali), todos los cuales enarbolan una cultura basada en códigos patriarcales de honor y vergüenza, duramente ejecutados y respetados. Desde una perspectiva estratégica, el talibán ganó la guerra porque Estados Unidos no supo captar los corazones y mentes de los afganos en la rezagada retaguardia, ya hacia el montañoso interior del país. El fatídico proyecto de nation-building que buscaba la “construcción nacional” resultó ser una fantasía piadosa, pero en última instancia muy peligrosa por incompatible con el entretejido social que buscaba remendar.

Ahora que los muyahidines tomaron el control, las dicotomías entre el liderazgo talibán “qatarizado” y las filas de combatientes plebeyos podrían dar paso a faccionalismos y ambigüedades doctrinarias. No existe de momento una clara bajada de línea acerca de cuál será el marco teórico específico que guiará al segundo Emirato talibán. Quizás podría ser más light que el anterior (1996-2001), pero las tensiones internas del movimiento islámico dejarán entrever grietas y aterradoras exhibiciones de fanatismo inquisitorial. Sumada a la difícil gobernabilidad del país por parte de una autoridad central, la propensión histórica de Afganistán a los caudillismos locales seguramente contribuirá a exacerbar esta realidad.

Por ello, el primer desafío de las nuevas autoridades será intentar ordenar a los propios, y definir hasta dónde están dispuestas a conciliar entre intereses de por sí ya tan trágicos como radicales. Pero sin importar que facción termine por imponerse, el tipo de estatidad que resulte del embate demostrará otra vez que “talibán” y “moderado” son términos oxímoros, irreconciliables para el paladar occidental. Los llamados a la calma y las promesas de amnistía no son más que una cortina de humo para comprar tiempo e intentar poner las cosas en su lugar, invariablemente para mal.

La falta de un poder central apabullante dejará a los afganos librados a los subgobiernos regionales de distintas facciones talibanas, con grados extremos de rigurosidad religiosa, aunque los haya más suaves que el infame modelo a lo Estado Islámico. Incluso si el talibanato conserva aspectos cívicos de la modernización, inducida a lo largo de las últimas décadas, la entidad no dejará de ser una teocracia autocrática. Mientras tanto, grupos terroristas sabrán explotar estas pulsiones para encontrar cobijo en las montañas del Hindu Kush, bien a sabiendas de que este siglo nunca más verá a alguna potencia occidental enviar sus tropas al cementerio de imperios.

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