Las fotos trituradoras de utopías

No poner límites a los tramoyistas es matar los sueños del pueblo

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Las fiestas estaban en su máximo esplendor y superlativo jolgorio. Afuera la pobreza, los miedos y los muertos. La farra ya sea tanto en la de casa de los presidentes como en la chacra de la ex diputada que vive en la ciudad que exalta a un pobre y resignado Cristo, alcanzaba altos niveles de bulla. Afuera, en las oscuras calles de los pueblos, las soledades y las tristezas debían ampararse mutuamente. Nunca los pocos, pero poderosos, se mostraron tan despiadadamente vulgares. Las fotos le devuelven sus actitudes ramplonas y sobradoras. Todos portan un sentimiento de superioridad, ya que se creen bendecidos y protegidos cuales Capitanes América. Seguramente en el fondo de sus pensamientos, la justificación venía por el lado de “no estamos haciendo nada malo”, “nos lo merecemos”, “después de todo quién se enterará”. Ufanarse de algo es una muestra de inferioridad manifiesta. Algo así como, dime de que te “ufanas y te diré de que careces”. Encerrados en sus Versalles no se daban cuenta o lo que es peor, quizás no les importaba que, tras los muros, sin custodias, los mortales no contaban con esos beneficios adorados y creados por ellos los arribistas del sin sentido. La obscenidad de unas fotos ya no es mostrar pechos o las partes más recónditas de nuestros cuerpos. La lujuria berreta es simplemente sonreír ante la cámara y tratar que los otros vean dónde y como están. Son Dioses de Olimpos cobardes ya que no son ni capaces de andar por las calles, pues bien saben que correrían riesgos de exponerse al peor de los escarnios, ya sea el insulto o el ser ignorados.

Mientras las máquinas de imprimir billetes trabajan a destajo, el pueblo corre detrás de una inflación que ya no tolera y bien sabe que estos son los prolegómenos de la explosión final. ¿Es qué alguien duda que así será? La realidad es asfixiante a la par que las mentiras de los embusteros nos van ahogando cada vez más. Por un momento sentimos que todos mienten. Y ya empezamos a darnos cuenta que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Los hipócritas del “haz lo que yo digo más no lo que yo hago”, nos metieron en una bolsa de pobreza intelectual de la cual no podemos salir. Mansos allí dentro estamos. En las casas y chacras de los acomodados todo está bien. Allí están los privilegios. Afuera en la noche, el descampado.

Un pueblo, que no es otra cosa que una amalgama de sueños e ilusiones comienza a languidecer cuando ya no tiene nada en que creer. Es cuando la sociedad empieza a perder prioridades y ya da lo mismo un gran científico que peló pestañas leyendo cuanto libro pasara por sus manos que una ministra que viaja en aviones de primera a buscar vacunas como si fuera a comprar caramelos. Si algo hizo grande al país hasta mediados del siglo pasado, fue la comunión y la firmeza de las bases buscando sus progresos. Todos queríamos avanzar y bien sabíamos que la única manera era estudiando y trabajando. Si se era amigo de algún juez o comisario no estaría nada mal. Pero de allí no pasaba la avivada. Las fotos de ellos serán de colores, pero las esperanzas de los comunes ya son grises y descoloridas. Nunca nadie definió mejor a la utopía como Eduardo Galeano (1940-2015), al escribir: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. Una sociedad que no camina detrás de una utopía es una sociedad sin alma, sin corazón. Los ladrones de quimeras y los farsantes del poder no pueden dejarnos sin utopías. Podrán estar en sus Castillos de Reyes por un tiempo más, pero el pueblo bien sabe que de la traición no se vuelve.

Ya era noche tarde. Juana sabia que su padre estaba por morir y ella sin el permiso de andar por las calles. Ella no era portadora de los beneplácitos que le abrirían accesos para ir hasta el sanatorio a despedirlo. Allá, Versalles adentro, la jarana continuaba.

Ya era noche tarde. Pedro que para vivir debía cartonear, tampoco tenía los salvoconductos que le permitieran ir avenida abajo recogiendo las sobras para luego venderlas al jefe del barrio. Allá, en Chacras lejanas, la juerga estaba en su esplendor.

Ya era noche tarde. Roberto tampoco tendría changas mañana pues recién le avisaban que por el decreto de la san perinola no podría moverse de su casa. Allá, en Quintas con escoltas, parloteaban dentro de supuestos “distanciamientos sociales” y con truchos PCR inventados al momento.

Las fotos son el mayor sopapo recibido pues visualizan grotescamente de lo que son capaces. Una cosa es suponerlo, otra es verlo. Jamás se necesitó como ahora una prensa independiente que no calle por izquierda lo que pasa por derecha o al revés. Las operaciones de prensa se notan, pero el olor nauseabundo sale de las imágenes que hablan por sí solas. Por Dios, por decoro, háganse responsables.

Ya era noche tarde. Las utopías se dormían. Pero a lo lejos, un rumor aún sordo y remoto intentaba querer transformarse en clamor. Era cuestión de esperar. A la noche, siempre pero siempre, le siguió el amanecer.

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