Uno tras otro, vemos cómo se suceden indicadores negativos sobre el desempeño de nuestro país. Desde hace años. Los indicadores económicos del país muestran que estamos atascados desde hace más de diez años en una recesión que amenaza a convertirse en un estancamiento interminable.
Pero una sucesión de crisis económicas parece haber derivado en algo mucho más grave. Una espeluznante sensación de estar asistiendo a una decadencia sin fin.
Una infinidad de tipos de cambio complica el desenvolvimiento de los actores económicos, permitiendo artificialmente que como consecuencia del dirigismo estatal unos se enriquezcan y otros se empobrezcan sin razón. Un extendido control de cambio que impide a los argentinos a hacerse de divisas y por lo tanto se los priva del ahorro -que es la base de la inversión- con el argumento falaz de un nacionalismo de cartón, que supuestamente protege a una moneda que se devalúa a una tasa del cincuenta por ciento anual.
Una agobiante carga impositiva pesa sobre los que trabajan y producen. En ese marco, resulta pavoroso ver a algunos de los principales candidatos del oficialismo proponer más impuestos.
Como consecuencia de ello, la inversión extranjera se ha derrumbado en la Argentina ubicándose en el punto más bajo de las últimas tres décadas. Además, la tasa de inversión en la Argentina se ubica muy por debajo del promedio de la región. En 2020, representó el 1,1 por ciento del PBI, una cifra que representa menos de un tercio del promedio regional. En 2017 y 2018, esa cifra alcanzó el 8 por ciento del PBI, un indicador claramente mejor que el actual aunque muy lejano del 20 por ciento que existía en la segunda mitad de los hoy vilipendiados años 90. En rigor, desde hace más de veinte años que la Argentina no es receptor de inversión extranjera directa. Incluso en tiempos en que la economía crecía a tasas elevadas -entre fines de 2002 y 2008- la Argentina había perdido la capacidad de atraer inversiones.
El flagelo inflacionario ha vuelto a convertirse en la fenomenal fábrica de pobreza que durante décadas asoló a la Argentina. La inflación anual parece haberse estacionado en torno al cincuenta por ciento, con una moneda que permanentemente se devalúa empobreciendo a los argentinos. De acuerdo con un informe publicado en Infobae, solamente en la primera mitad del año en curso, entre enero y junio, la Argentina volvió a registrar la inflación más elevada de la región, con la sola excepción de Venezuela. En ese período, se ha acumulado un aumento de precios de 29,1 por ciento, un porcentaje que supera la meta fijada por el gobierno en el Presupuesto 2021. La cifra, desde luego, resulta infinitamente más elevada que la de nuestros vecinos. Uruguay, por caso, tuvo una suba de precios del 5,3% desde enero último y del 7,3% en el último año. Brasil con el 4,7% en 2021 y 8,9% desde julio de 2020, por el 0,5% registrado el mes pasado. México por su parte tuvo un 4%, Colombia 3,5%, Chile 2,8% y Paraguay 2,7%.
En tanto, en junio pasado la calificadora de riesgos MSCI (Morgan Stanley) modificó su evaluación sobre la economía argentina rebajándola de “mercado emergente” no a la categoría inmediatamente inferior de “mercado fronterizo”, sino directamente a la categoría de “standalone”, es decir, la calificación reservada para países “excéntricos” o “cerrados en sí mismos” entre los que se encuentran Líbano, Palestina, Botswana, Bosnia, Trinidad-Tobago, Panamá, Jamaica, Bulgaria, Malta y Ucrania. La humillante calificación obedeció -de acuerdo a MSCI- a la severidad de los controles sobre el movimiento de capitales que excluye a nuestro país de los circuitos financieros convencionales. Y recordaron el triste récord de incumplimientos sucesivos en los que incurrió la Argentina en materia de honrar sus obligaciones consistente en haber suspendido al menos en nueve ocasiones el pago de sus deudas.
El dramático crecimiento de la pobreza en la Argentina debe recordarnos que hace solamente algunas décadas éramos el país socialmente más exitoso de la región. En 1975, la pobreza en la Argentina alcanzaba el 8% de la población. Hoy se acerca a la inadmisible cifra del 50% de la población. Un porcentaje aún más elevado de pobres tiene lugar entre la población más joven.
Un panorama como el señalado explica la sensación de fracaso colectivo que agobia por estas horas a los argentinos frente a una realidad en la que a diario se anuncian o se insinúan aumentos de impuestos, imposición de tributos extraordinarios, amenazas de expropiaciones, confiscaciones o intervenciones de empresas privadas, ataques permanentes a quienes buscan resguardar sus ahorros o el aval de las ilegales tomas de terrenos, ante la vista y paciencia de las autoridades.
Pero acaso lo más grave de nuestro devenir tenga que ver con la insistencia en recetas equivocadas. Y en la repetición hasta el hartazgo de fórmulas que solamente extienden la decadencia. La permanente invocación a las supuestas virtudes de un igualitarismo falso y la crítica de la noción del mérito -cuya contracara es una descalificación del esfuerzo personal- no son más que piedras que pavimentan el camino al fracaso en el que insisten las autoridades.
Pero mientras desde las máximas posiciones del gobierno nacional afirman que el capitalismo está irremediablemente en decadencia, la realidad parece indicar lo contrario. El pasado día 10, el Wall Street Journal informó que la cantidad de puestos de trabajo sin cubrir alcanzó en los Estados Unidos un nuevo récord a fines de junio.
Los hechos confirman una realidad evidente. Los países progresan o declinan no en virtud de hechos naturales, sino como resultado de las políticas que sus gobiernos aplican. Sobran ejemplos de un mismo pueblo que experimenta éxitos o fracasos de acuerdo al modelo de organización social y económica adoptado. Los cubanos prosperan en todos lados menos en Cuba. Los alemanes del sector occidental eran ricos mientras que del otro lado del Muro de Berlín sus hermanos de la República Democrática Alemana (comunista) vivían en la postergación y bajo un temible régimen policial. Los coreanos del Sur construyeron en pocas décadas una de las naciones más avanzadas del mundo al tiempo que en el Norte viven en el feudalismo sometidos a la dictadura surrealista de la dinastía fundada por Kim il Sung en 1948.
En definitiva, los países son lo que sus dirigencias hacen de ellos.
Aún con todos los problemas, nuestro país tiene condiciones para volver a ser una nación pujante. La dirigencia política en primer lugar y los argentinos todos tenemos una enorme responsabilidad de darnos cuenta que por el camino que vamos desde hace décadas sólo tendremos un futuro de miseria, frustración y atraso. Detener esta cuesta abajo depende de un acuerdo entre los actores de los dos lados de la grieta sobre un programa de estabilidad y crecimiento por 20 años a cumplir sin importar a quien la gente premie o castigue en las urnas cada turno electoral.
El mismo debe servir de punto de partida para volver a organizar nuestra economía y sociedad bajo un sistema de reglas claras y confiables, las que surgen de los principios básicos de nuestra Constitución Nacional. Y debe plasmarse en un esquema de economía de mercado con justicia social, con miras a la generación de condiciones de inversión, crecimiento y creación de puestos de trabajo genuinos.
La alternativa es continuar la decadencia.
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