Alberto o la banalidad del ejercicio presidencial

Una sucesión de contradicciones ha hecho que su palabra se vuelva trivial

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Peor que el mal ejercicio del poder es hacerlo banal. Los teóricos de la ciencia del gobierno, desde los romanos, condenan más a un gobernante intrascendente antes que a un torpe o injusto. Alberto Fernández, solo, por sí mismo, banalizó su presidencia. La hizo insustancial, anodina, poco interesante. Su propia palabra se hizo trivial, como define a este vocablo la Real Academia de la lengua.

La sucesión de fotos y videos de la fiesta de cumpleaños de su pareja luce como la expresión más cabal de la banalidad. Y, sin embargo, al lado de los dichos y hechos presidenciales bien podrían ser una anécdota. Que se haya conocido una filmación del atropello al Código Penal y al decreto emitido por Fernández apenas consigue poner en movimiento 3D la grosera falla en el ejercicio de sus funciones. El propio titular del Ejecutivo ya había reconocido “una reunión con amigos que no debió haber ocurrido” (sic) cuando él mismo amenazaba -sin metáfora- poner presos a los desacatados.

El video conocido, y los que faltan por conocer con sus respectivas fotos, poco deberían mover el amperímetro social y, especialmente, el del fiscal Ramiro González que tiene ante sí una acusación con admisión por parte del ciudadano que deberá ser imputado. De paso: ¿puede sostenerse en el siglo XXI una postura ya vieja en el XIX invocada por funcionarios que deben dar cuenta de sus actos y lo evitan amparándose en que sólo hablan por sus resoluciones crípticas, inaccesibles para las mayorías, como hace este fiscal? ¿Puede el fiscal omitir rendir cuentas de sus actos ante todos a través de los medios de comunicación?

El video no horada la palabra presidencial. Sucede que lo que dice Fernández, desde hace tiempo, está desconsiderado. En cualquier lugar del planeta, cuando habla el jefe de Estado, se conmueven los analistas y se percibe un atractivo entre los ciudadanos. ¿Pasa algo de eso hoy con Alberto Fernández? Si a eso se le agregan las contradicciones minuto a minuto de esa palabra más la palmaria falta de verdad en las mismas, la vulgaridad e insustancialidad de lo banal queda configurado.

Escenas de un cumpleaños en
Escenas de un cumpleaños en Olivos

Los encuentros no existieron. Luego, existieron, pero sólo con gente de trabajo. Luego, el peluquero de la primera dama y sus asistentes no se reunieron. Luego, las fotos de ellos están trucadas. Luego, el video fue usado por la oposición, Por fin, “no debió ocurrir” lo negado, trucado y utilizado. En menos de dos semanas, el Presidente provocó que lo que dijo (y diga en adelante) sea trivial, vulgar, carente de verdad.

Como si esto fuera poco, la estructura presidencial que él conduce mandó a publicar el video (de una reunión que no existía, que era trucada, que no se había hecho) en el medio de comunicación del Estado que nunca había abordado antes la irregularidad de la cena. Allí, en Canal 7, no se habló del código penal que pesa sobre 14.000 ciudadanos que hicieron lo que hizo el Presidente en Olivos. El canal, solventado con los impuestos de todos, lucubró campañas de Macri.

Algunos podrían decir que esa palabra banalizada no contaba con demasiado peso desde hace mucho. No hace falta remontarse a lo que dijo el hoy aliado de CFK cuando era su mayor crítico. El vacunatorio de los amigos fue otro ejemplo bien contemporáneo. Otra vez negado, desmentido, comprobado y sin una respuesta no sólo penal sino administrativa. ¿El sumario interno instruido por Vizzotti? Nada. ¿Ginés andaba con una valijita con 300 o 400 vacunas solo por la vida? Nada.

Más ejemplos: Pfizer hace ocho meses de ninguna manera y ahora sí por DNIU sin el decoro de una explicación. El Presidente propone discutir legalizar el consumo de marihuana. ¿En qué marco? ¿Con qué proyecto? ¿Sólo esa droga o alguna de uso recreacional? ¿Su ministro de Justicia qué dice? Nada. Banalidad en la palabra sobre un tema que este cronista se apura a anticipar cree imprescindible tratar y positivamente. Podría seguirse con la reforma judicial, las leyes laborales o impositivas, pronunciadas en un castellano presidencial que se esfuma por la incredulidad que provocan.

Es la presidenta Cristina Kirchner (y aquí no hay solo tratamiento de primera magistrada por haberse sentado en el sillón de Rivadavia dos veces) la que fulmina cualquier atisbo de importancia de la palabra de Fernández. Funcionarios que no funcionan, primero, quitarle el micrófono y la centralidad de la campaña a su compañero de fórmula, después. ¿Alguien imagina a Kamala Harris apostrofando un discurso de Joe Biden? ¿En Brasil, Italia o Sri Lanka? No se puede, en este caso, hacer pesar el desaire sobre la verdadera dueña de los votos y del peso político. Si los vacíos se ocupan, la vice derrama su presencia en un escenario desértico actuado por quien es el número uno.

¿Se vuelve de la banalidad? Aquí no se tiene respuesta segura. Sí, seguro sería obligación, por la superestructura llamada sistema democrático y republicano, que Fernández lo hiciera o, al menos, lo intentara. Sometiéndose como lo hizo su esposa a la justicia. Compareciendo sin más ante la justicia para ser investigado. Cesando a todos y cada uno de los comensales de Olivos de la estructura de “asesores” del Ejecutivo. Apartando para siempre de cualquier acto de representación oficial a su propia compañera que marró como lo hizo. Eso, por lo anecdótico. Por lo que atañe a su gestión en general, quizá sería esperable que ejerza el poder como un transitorio servidor público que bien podría convocar a los que más saben y representan a las mayorías antes que encerrarse en su grito disfónico de palabras que pesan nada.

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