En el año 2005, la revelación de una gran mentira sacudió a España. El mentiroso era un octogenario catalán llamado Enric Marco. Durante treinta años, Marco había conmovido a su país como presidente de la asociación que nucleaba a los sobrevivientes españoles de los campos de concentración nazis. Era un hombre, al parecer, carismático y encantador. Había participado de innumerables programas de televisión, pronunciado discursos emocionantes en el Parlamento, ofrecido conferencias y clases magistrales, escrito libros muy populares. Se había transformado en un gran símbolo. Hasta que un historiador descubrió que todo era falso: Enric Marco nunca había estado en un campo de concentración. Las analogías nunca son completas, siempre tienen algún punto de discordancia, toda similitud con la realidad es pura coincidencia. Sin embargo, el debate que se produjo en España a partir de aquella gran impostura tal vez sirva para pensar y entender algunas cosas que ocurrieron últimamente en la Argentina.
Naturalmente, la revelación de aquella mentira generó una ola potente de perplejidad e indignación moral. La única excepción, en esos días, fue Mario Vargas Llosa quien encontró un costado elogiable en el mentiroso: su enorme talento para mentir. El premio Nobel de literatura escribió una nota llamada “Espantoso y genial”, que culmina con esta frase: “Señor Enric Marco, contrabandista de irrealidades, bienvenido a la mentirosa patria de los novelistas”. Vargas Llosa sostenía en esa nota: “Confieso mi admiración de novelista por su prodigiosa destreza fabuladora y su poder de persuasión, a la altura de los más grandes fantaseadores de la historia de la literatura. Éstos fraguaron y escribieron la historia del Quijote, de Moby Dick, de los hermanos Karamazov. Enric Marco vivió e hizo vivir a cientos de miles de personas la terrible ficción que se inventó”.
Unos años después, otro escritor llamado Javier Cercas publicó un libro sobre esa historia, llamado El Impostor, que es un trabajo deslumbrante sobre la mentira. Cercas indagó hasta donde pudo en la vida de Marco y descubrió que había mentido casi sobre todo: su fecha de nacimiento, su rol como militante de la resistencia antifranquista, su martirio bajo el nazismo y que, gracias a cada una de esas mentiras, que todo el mundo le creía, había logrado escalar en la consideración social. Para hacer su trabajo conversó durante largas horas con Marco y lo primero que descubrió era que no estaba avergonzado sino, al contrario, muy enojado con quienes lo acusaban.
Así sintetiza el escritor los argumentos del mentiroso: “Era cierto que al final de su vida había cometido un error haciéndose pasar por deportado, pero en el fondo no había sido un error, no había mentido sino sólo había distorsionado la realidad, y además la había distorsionado por una buena causa, para dar a conocer los horrores del siglo; lo que habían hecho con él cuando estalló el escándalo no tenía perdón, lo habían insultado, afrentado, pisoteado, linchado, igual que si fuera una alimaña y no un hombre humilde pero grande que había dado su vida por los demás, igual que si fuera él quien estuviera en deuda con el mundo y no el mundo con él…”.
A lo largo de El impostor quedan claras las motivaciones del enojo de Marco. Si no se enojaba debía admitir ante sí mismo que era un mentiroso, y velar con esa admisión al personaje que había construido para conseguir reconocimiento, de los demás y de sí mismo. Era una cuestión existencial, un esfuerzo por sostenerse, por no derrumbarse, por defender la única alternativa que le quedaba para seguir siendo alguien. Era una defensa ante los demás, claro, pero básicamente un recurso de supervivencia, como antes lo había sido la mentira. Al mismo tiempo, ese enojo lo alejaba aun más de los que habían creído en él y ahora descubrían con perplejidad que ese hombre no solo los había engañado, sino que además, estaba enojado con ellos, los crédulos.
La sociedad argentina ha debido enfrentar en los últimos días un fuerte desengaño. El Presidente de la cuarentena, ese mismo Presidente que imponía restricciones muy estrictas a la vida cotidiana, que amenazaba con detener personalmente a los transgresores, que insultaba a ciudadanos que no obedecían sus mandatos, ese paladín de la lucha contra el coronavirus, ahora se sabe, no aplicaba para su vida privada esas mismas normas, que produjeron privaciones muy sensibles para la vida de millones de personas. El Presidente había representado un personaje que no existía, producido una fake news sobre sí mismo. Quien logró explicar con mucha claridad la situación fue el dirigente social kirchnerista Luis Delía: “No pudimos ir al cementerio a despedir a mi madre, mientras en Olivos se hacía una fiesta de cumpleaños”.
La reacción presidencial en los días posteriores al descubrimiento consistió, básicamente, en enojarse. Él habría cometido un error, tal vez tenga que pedir disculpas, pero quienes lo critican son unos miserables, y él nunca va a tener que pedir perdón por endeudar el país y arrodillarlo frente al Fondo Monetario Internacional, y José de San Martín piensa como él, y Arturo Jauretche también, y él no cruzó la General Paz por vergüenza, ni dejó universidades ni hospitales a medio construir y lo critican porque pertenece al movimiento popular, porque usan sus pequeños errores para debilitar cualquier intento de transformación social y él va a poner el pecho, porque no se esconde, y así hasta el infinito, en un tono altisonante y ofendido.
Esa reacción es una consecuencia natural de su conducta anterior. Lo contrario sería admitir en público que sus agresivas arengas a favor de las restricciones constituían una impostura, y sobrellevar a fondo las consecuencias de ese contraste entre lo público y lo privado. Pero, además, eso lo obligaría a confrontar consigo mismo: ¿por qué alguien con tanta exposición, que sabía lo que hacía en privado, actuaba de esa manera en público? La fuga hacia adelante es un recurso político bastante obvio, pero además una necesidad de orden psicológico. En ambos casos, agrega otro problema al Presidente. Si su mentira enoja, ¿qué efecto generará su enojo sobre sus interlocutores que ya están enojados por la mentira?
El así llamado “Olivosgate” es un desastre de consecuencias aún incalculables. Los primeros efectos se verán en tres semanas cuando se cuenten los votos de las primarias. Allí se podrá tener alguna medida del impacto electoral del escándalo, si es que hay alguno. Pero, en todo caso, eso es lo de menos. Se han afectado, además, valores intangibles. La credibilidad de un Presidente es central para conducir a un país tan tumultuoso como la Argentina. Al haberla dilapidado, al haberse debilitado como se debilitó su palabra, todo será más complicado. Si hasta el día de hoy, además, muchos interlocutores del Presidente percibían que él no tenía la última palabra en las negociaciones, ¿cómo incidirán en esa dinámica las imágenes de estos días, en las que la Vicepresidenta asume en público el rol de mando y le recomienda que ponga en orden lo que tiene que poner en orden? ¿Cuál será el precio a pagar por la tabla de salvación que recibió el Presidente en su peor momento?
Pero a todo eso se le agrega algo más profundo. Cuando un presidente produce una decepción de semejante magnitud, se daña a sí mismo, pero también daña a las ideas que defiende, y -finalmente- al sistema democrático, del cual es su expresión simbólica más relevante. Muchos jóvenes, por ejemplo, no solo lo votaron sino que además creyeron en él, en ese hombre amable, sereno, de expresión paternal y sonrisa bondadosa. Esos mismos jóvenes se encerraron durante meses. No jugaron a la pelota, no fueron a bailar, no abrazaron a sus abuelos, no besaron. ¿Qué sentirán en estos días no solamente respecto de él, que es lo menos importante, sino hacia la política, hacia la democracia, hacia el compromiso social?
En El impostor, su profundo trabajo sobre la mentira, Javier Cercas cambia muchas veces de opinión sobre Enric Marco, el gran mentiroso. En un momento, se pregunta por el rol de los engañados, de los crédulos: ¿no ganarían también ellos -nosotros- algo en ese intercambio? ¿No serían -seríamos- cómplices y a la vez beneficiarios de ese engaño? ¿El engañado es un mero actor pasivo del engaño o va hacia él con hambre, con necesidad de creer, de tapar con un relato salvador sus propias carencias y fragilidades?
Al final, Cercas es piadoso con Marco. A su manera, lo salva. Porque sostiene que, en cierta medida, todos somos impostores, necesitamos de la mentira, como el Quijote, para que nuestras vidas sean más tolerables. Esa piedad, esa comprensión, queda resumida en un párrafo hermoso:
“Así que eso es lo que es Marco: el hombre de la mayoría, el hombre de la muchedumbre, el hombre que, aunque sea un solitario o precisamente porque lo es, se niega por principio a estar solo y siempre está donde están todos, que nunca dice No porque quiere quedar bien y ser amado, y respetado y aceptado (…) el hombre del profundo crimen de siempre decir Sí. De modo que el enigma final de Marco es su absoluta normalidad; también su excepcionalidad absoluta: Marco es lo que todos los hombres somos, solo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizá es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se la han quitado todas las capas de piel y ya no es nada”.
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