Lo más que gracioso que leí en el episodio de la avalancha de carpinchos en Nordelta no fue ninguno de los ingeniosos memes sino la aclaración de un representante de una ONG dedicada a la conservación de la flora y la fauna: “No invisten (sic) ningún peligro para la propiedad privada”, tranquilizó. Lamenté que el cronista que lo entrevistaba no pidiera precisiones acerca de qué especie sí es una amenaza contra la esencia sacrosanta del capitalismo.
La irrupción de los carpinchos está llena de paradojas. Y de opiniones fáciles.
Resulta una paradoja que aquellos que se van a vivir “a la naturaleza” consideren intolerable la aparición de uno de sus integrantes más puros. ¿O será que por “naturaleza” se entiende una sucesión de lagos artificiales, jardines pletóricos de plantas exóticas y mascotas (algunas de ellas -por qué no- también enajenadas de su hábitat)?
Seguramente son también quienes anhelan, y festejan, la aparición de un carpincho -o un ciervo- cuando van de safari fotográfico a los esteros del Iberá: los integrantes silvestres de la naturaleza solo se admiten si están insertos en la naturaleza agreste, caso contrario son invasores.
Del otro lado del humedal se le pretende otorgar al carpincho una conducta histórica: liderar la recuperación de aquello que le fue arrebatado. Ya puede intuirse una larga marcha mesopotámica de yaguaretés, ciervos de los pantanos, yacarés, lobitos de río, y por supuesto carpinchos, que se lanzan sobre las ciudades levantadas sobre sus añejos nichos ecológicos para remedar el desalojo. Una mezcla romántica de Horacio Quiroga y George Orwell.
Los carpinchos no aparecen ahora porque adquirieron la conciencia de clase para desandar la explotación a la que fueron sometidos. Como dicen los españoles, ni tan calvo ni con dos pelucas. Ni Genghis Kahn ni el Che Guevara.
Las cuestiones ambientales, tan meneadas en estos tiempos, tienen como sustrato una ciencia: la ecología, cuyos conceptos es bueno visitar cuando ocurren estas cosas. Una de esas cosas que enseña la ecología es la trama trófica: el pez grande se come al pez chico. Y cuando una especie desaparece, si bien los ecosistemas son resilientes y persiguen la obtención de un nuevo equilibrio, pueden producirse alteraciones serias. Ya sea porque no está el predador tope de una cadena y quienes son comidos por él tienden a desmadrar en número sus poblaciones, o porque desaparece una especie que funciona como base de la pirámide y quienes lo comen tienden a desaparecer con él.
Para los amantes de la búsqueda de divisas sin reparar en estos pequeños asuntos cabe recordarles el caso del sábalo del Paraná, cuya sobrexplotación para la exportación condenó a la mengua catastrófica de las poblaciones de surubí, patí y dorado, entre otras especies.
Los carpinchos habitan preferentemente los humedales y allí sus predadores son (eran) los grandes felinos, principalmente el yaguareté en estas tierras. Hay una situación estructural que es la ausencia de ese predador (el yaguareté, cuya distribución alcanzaba hasta el partido de Tigre al que le da el nombre y en cuyo escudo refulge) lo que permite el crecimiento casi ilimitado de las poblaciones de carpinchos. A esto se le agrega una circunstancia excepcional, la bajante histórica del Paraná, que empuja al Hydrochoerus hydrochaeris a desplazarse en busca de alimento.
Los carpinchos no están cumpliendo un mandato: simplemente tienen hambre y los pastos tiernos de los jardines de Nordelta les ofrecen esa opción.
Cierto es que cuando los humedales que rodeaban por el norte a la ciudad de Buenos Aires todavía existían, había fauna local. Hasta no hace mucho, carpinchos, y mucho antes, yaguaretés.
Pero discutir acerca de la necesidad de preservación o el manejo sustentable de los humedales solo para cuestionar la colonización que dejó sin hábitat al pobre carpincho parece una simplificación. La desaparición de los humedales no debe evitarse apenas por empatía con este pacífico roedor ni tampoco por la sola ausencia de un paisaje añorado. La principal víctima por la pérdida de los servicios ambientales que prestan los humedales (filtración y captación de agua, control de las inundaciones, aporte de humedad en tiempos se sequía) es la propia sociedad que los destruye en el altar de un supuesto progreso. No es lo mismo tener humedales que no tenerlos. No es lo mismo una urbanización o una explotación agropecuaria adaptada a esos ambientes que su eliminación lisa y llana.
El carpincho es el fantasma que recorre estas tierras y nos revela qué lejos estamos de convivir con la naturaleza. La verdadera.
El autor es biólogo, periodista ambiental, actual viceministro de Ambiente de la Nación
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