“La Libertad empieza en el cuerpo”, afirma Susan Sontag. Esta frase me punza ante cada imagen de una mujer obligada a desaparecer hasta de la mirada de los otros por el látigo talibán. Por alguna razón, no ocurre lejos, ocurre en la boca de mi estómago la reverberación de ese terror.
La foto de niñas yendo al colegio como si ya vivieran en el pasado, porque no saben si de ahora en más las dejarán estudiar. Las mujeres que dejaron sus zapatos en las calles para poder huir más rápido hacia la nada, que es más que lo que les espera si se quedan. Los ojos enrejados bajo la mirilla tejida que queda como hendija filtrada de la realidad tras la burka. Son sólo algunas instantáneas de un infierno que amenaza con atenazar sus vidas en un infierno retrógrado.
¿Si somos seres sociales, si nos reconoce el otro cuando nos mira, qué somos si nos borran? ¿Si no pueden mirarnos, si no podemos mirar con la vista limpia, si no somos para los otros, ni para nosotros? ¿Un fantasma ante un espejo? ¿Una voz temerosa que es la voz de nadie? ¿Nadie? Mis preguntas de mujer occidental suenan banales a la distancia. No lo son.
Las mujeres de Afganistán sienten que las matan en vida. No podrán estudiar, ni trabajar, ni salir a la calle sin la compañía de un hombre, ni reír fuerte, ni cantar, ni bailar, ni usar maquillaje, ni vestir colores, ni hacer deportes. “Apestan. Contaminan a la sociedad. Si lo hacen deben ser eliminadas”, dice el mantra fanático del talibán que promete moderación en la misma frase que la niega. Ellas no les creen. Cómo creerles. Mejor no salir a la calle. Pueden violarlas. Pueden lapidarlas. Y no habrá a quién pedir ayuda. Porque ni violarlas ni lapidarlas está mal para ellos. Es la ley. Como es la ley que acepten ser desposadas con quien se les ordene. Aunque sean niñas.
No quiero caer en la enumeración de un horror distante. Desde la caída de Kabul siento tener la obligación de ponerme en el lugar de esos ojos desterrados que miran un mundo que las oblitera. Una adolescente con lágrimas de niña decía quizás en su último video registrado en libertad: “Nos borrarán de la historia”. Intento dimensionar lo que es vivir bajo el dominio de la sombra. Si no soportamos ya ni un barbijo en la cara. Cómo es que se te niegue el sol y el aire. Y que en el instante en que cualquier atisbo de rebeldía ose despertar, sea sofocado por el terror certero de que pueden quebrar tu espalda a latigazos y hacerte ejemplo para que el miedo atraviese los huesos y paralice los músculos y sea acto reflejo antes de que medie siquiera el aleteo de un pensamiento o que un estertor de libertad intente estremecer la conciencia.
No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas mientras escribo esto. Hace días lo guardo con cierto pudor, con la sensación de no tener autoridad. Pero me sigue revolviendo el estómago. Y una necesidad superior me pide adentro clamar que no las dejen solas.
Hay periodistas mujeres escondiendo los documentos que prueban que lo son. Hay mujeres profesionales encerradas en sus casas por miedo a ser castigadas. Hay mujeres políticas que temen la ejecución. Hay niñas que nacieron en libertad y son mutiladas de sus sueños. La venganza está latente en el aire junto al goce perverso del escarmiento. No alcanza con una explicación sobre la ley islámica llamada sharia para comprender. Hay cosas que siempre serán incomprensibles para quienes creemos que la libertad es lo que nos hace humanos y un derecho inalienable.
Necesitamos hacer el intento de imaginar hasta qué punto llega la extorsión del terror en la voluntad para defender lo que está en peligro. Siento horror ante el asesinato de la libertad. No me dejen figurarlo sola, hermanos hombres. Solo consideren que fuera al revés. La esclavitud no es historia. Tiene nuevas formas.
Somos contemporáneos de estas bestias. Pero no está ahí el corazón de las tinieblas. Nos horroriza, como diría Joseph Conrad, que precisamente, no son inhumanos los que cometen la aberración. Son seres humanos los que se aprestan a degradar a todas las mujeres de su pueblo. Como si fueran una sub especie. De la que no pueden prescindir porque no podrían ni venir a este mundo, los cobardes.
El talibán ejerce un exterminio en vida de las mujeres en este mismo mundo donde decimos que nos importa la igualdad de género. Si alguien del otro lado de este micrófono que es una voz sola en la noche, comparte esta conmoción, sepa que eso mismo es una prueba de la universalidad de lo humano, de lo que no podemos resignar, de lo que nos hermana, de lo que sabemos que no está garantizado si no lo defendemos: la libertad.
Una tragedia se desenvuelve ante nuestros ojos. ¿Tiene algún sentido decir estas palabras? En el momento en que me hago esta pregunta una mujer levanta la voz en Afganistán y enfrenta a los fundamentalistas. Le tiembla la voz. “Mis sueños han muerto este día”, se desgarra. Pero reafirma: “Una mujer puede ser valiente”. Y no se resigna. Le puede costar la vida elevar su voz. Ella me hace entender, aquí y ahora, que quedarnos callados sería dejarla aún más sola. Que mi voz también sea su voz.
* Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” (Radio Mitre)
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