El golpe de agosto: la crisis que aceleró la caída de la Unión Soviética

Hace 30 años, Mikhail Gorbachov sobrevivió a una conspiración conservadora. Sin embargo, sus días en el poder estaban contados

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Borís Yeltsin arriba de una tanque de guerra
Borís Yeltsin arriba de una tanque de guerra

Corría el mes de agosto de 1991, hace exactamente tres décadas, cuando el secretario general de la Unión Soviética Mikhail Gorbachov logró sobrevivir a un intento de golpe de Estado conservador que buscaba anular sus reformas. Pero la frustrada intentona marcaría el principio del fin del imperio soviético, un hito fundamental del pasado inmediato.

Procurando abolir sus iniciativas de “Glasnost” (transparencia) y “Perestroika” (reforma), los sectores recalcitrantes del Kremlin pretendían desplazar a Gorbachov. Con el fin de restaurar el antiguo orden de la era Brezhnev y detener su desintegración frente a las tendencias centrífugas que se habían desatado, los conspiradores se nuclearon en torno al autoproclamado Comité de Emergencia Estatal (GKCHP).

Importantes jerarcas del régimen protagonizaron el alzamiento. Entre ellos revistaban el vicepresidente Gennadi Yanayev, el premier Valetin Pavlov, el jefe de la KGB Vladimir Kryuchkov y los ministros de Defensa Dmitri Yazov y del Interior Boris Pugo.

Acaso buscando replicar el golpe de palacio que removió a Nikita Kruschov del poder un cuarto de siglo antes, los conspiradores esperaron su oportunidad. Esta se presentaría con el arribo de la temporada estival. En busca de descanso en el Mar Negro, Gorbachov había partido hacia Crimea. Meses antes, había desestimado la advertencia que le había formulado uno de sus hombres más cercanos, el embajador Alexander Yakovlev. En abril de aquel año le había anticipado que se estaba incubando una conspiración, pero Gorbachov no le adjudicó importancia. “Alexander, tú sobreestimas su coraje y su inteligencia”, le aseguró.

Fue entonces cuando activaron sus designios. El día 19, un grupo secuestró virtualmente al secretario general de la Unión Soviética en su residencia de Foros intentando obligarlo a deponer el poder.

Pero el destino les jugó una mala pasada. En Moscú, el presidente de la República Socialista Soviética de Rusia Boris Yeltsin emitió un mensaje a la población en el que rechazaba el putsch calificándolo como un “golpe de Estado reaccionario”. En las horas que siguieron, la confusión se apoderó de la situación. El discurso de Yeltsin resistiendo el golpe fue transmitido sólo por una emisora, dado que los canales de televisión y las radios habían sido tomadas por los golpistas. En la noche del 20, un intento de tomar el Parlamento fue abortado cuando los defensores del orden bloquearon con autobuses el camino hacia el edificio, marcando el ocaso del golpe. Parado sobre un tanque y rodeado de tropas, en una imagen imborrable, Yeltsin le habló a una multitud asegurando que haría desistir a los soldados.

Los hechos despertaron una extendida condena internacional. Informado de los hechos, el presidente George H. W. Bush suspendió sus vacaciones en Kennebunkport (Maine) y regresó de inmediato a la Casa Blanca. Bush rechazó la legitimidad del autoproclamado nuevo gobierno y reafirmó que las políticas de reforma debían continuar.

El premier británico John Major anunció el congelamiento inmediato de su programa de ayuda a Moscú y la Comunidad Europea sesionó de emergencia para suspender un paquete de asistencia de 1,5 billones de dólares previstos para la URSS.

En tanto, los hechos sorprendieron a los presidentes de la Argentina (Carlos Menem) y del Brasil (Fernando Collor de Mello) cuando celebraban una reunión cumbre en la capital brasileña. Un comunicado conjunto suscripto en el Palacio de la Alvorada formuló la “profunda preocupación” de ambos gobiernos por el desarrollo de la crisis.

Gorbachov regresó al Kremlin el día 23 y los golpistas fueron arrestados. Había logrado sortear el golpe conservador, pero sus días en el poder estaban contados.

Aquellos días de agosto terminaron de sellar la transición de poder en el tambaleante imperio soviético. Yeltsin había desempeñado el rol central en los acontecimientos. Por entonces era el político más popular del país. Se mostraba cercano al pueblo, en los subterráneos transformado en lo que hoy llamaríamos un “populista”. Un corresponsal relató que Gorbachov había sido “salvado” por Yeltsin. Pero al costo de ver el surgimiento de un nuevo liderazgo que convirtió en la personificación de Rusia, parándose frente a aquellos que querían sumir al país en una “noche eterna” del “terror y la dictadura”.

El golpe de agosto cambió radicalmente las relaciones entre Gorbachov y Yeltsin. Este escribió en su obra “The Struggle for Russia” (1994) “no sé si Gorbachov advirtió cómo habían cambiado nuestras relaciones para ese entonces. Le dije que el golpe nos había enseñado una amarga lección y tuve que insistirle que no tomara decisiones personales sin primero no pedirme mi consentimiento...”.

Brent Scowcroft -quien era entonces asesor de Seguridad Nacional de Bush- escribió años después que “el golpe frustrado aceleró la declinación de la autoridad central, en particular la del Partido Comunista” y que “Yeltsin aprovechó cada oportunidad para humillar a Gorbachov y para dejar en claro quién era el que ahora daba las órdenes”. “Los signos eran inequívocos. La era Gorbachov había terminado”, resumió.

La fracasada conspiración había conducido a la situación contraria a la que se proponía. Terminó de acelerar la disolución del imperio. En las repúblicas, las elites gobernantes declararon su independencia, soñando con la elevación de su estatus internacional y con convertirse en miembros plenos de las Naciones Unidas. A fin de ese mes, las Repúblicas Bálticas declararon su interés en cortar lazos con Moscú. Ucrania y Bielorrusia siguieron sus pasos. Poco después, Moldavia hizo lo propio. El 8 de diciembre, Yeltsin se reunió con sus pares de Bielorrusia y Ucrania y declaró la disolución de la Unión y la formación de la CIS (Commonwealth of Independent States). Gorbachov, de pronto, pasó a presidir una cáscara vacía.

Una semana más tarde el secretario de Defensa norteamericano Dick Cheney reconoció que su gobierno había llegado a la conclusión de que el Ejército Rojo se estaba “desmoronando”. En esos días decisivos, el gobierno de la Federación Rusa presidido por Yeltsin avanzó en la toma del Kremlin y liquidó las últimas estructuras de poder central. Todos los edificios y bienes del presidente soviético pasaron a poder de Rusia, la que ocuparía la banca permanente en el Consejo de Seguridad.

El 25 de diciembre de 1991 el país que derrotó a Hitler simplemente dejó de existir. Era el final de la Unión Soviética, nacida tras la guerra civil que siguió a la Revolución de Octubre de 1917 cuando la facción bolchevique liderada por Vladimir Ilych Lenin tomó el control del Imperio Ruso, industrializada de manera brutal por Joseph Stalin, que resistió la invasión de las tropas nazis en la Segunda Guerra Mundial y emergió como una de las dos superpotencias de la Guerra Fría.

Dos días antes, Gorbachov se había reunido con Yeltsin en el Kremlin, para organizar la transmisión del poder. El único testigo de la entrevista fue Yakovlev, quien escuchó las palabras del último líder soviético: “Vot vidish, Sash, vot tak” (“Ya lo ves Sasha... Es así”).

Un memorioso recordó que Lenín había anticipado premonitoriamente que todas las revoluciones terminan irremediablemente en un fracaso. Otros evocaron la advertencia de Tocqueville que prescribe que el momento más difícil de un mal gobierno tiene lugar cuando intenta corregirse a sí mismo. ¿La Perestroika había sido tan sólo una fuga hacia adelante?

Hasta el día de hoy, los cientistas políticos y los historiadores ensayan respuestas frente al interrogante sobre cómo desapareció, de la noche a la mañana, un imperio que había durado setenta años y que había alcanzado el estatus de superpotencia rival de los Estados Unidos. Martin Malia apuntó: “(el Comunismo) fue un proyecto intrínsecamente inviable -de hecho imposible- desde un inicio”. Explicó que el orden soviético “colapsó como un castillo de naipes porque siempre fue un castillo de naipes”.

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