En la quimera de dar con una respuesta a tantos interrogantes, en el intento fallido por descubrir una razón que justifique lo inaceptable, la humanidad ha explorado, a lo largo de los siglos, las mil y una formas de explicar por qué la vida acontece de una forma y no de otra.
Para William Shakespeare “…el destino es el que baraja las cartas y nosotros las jugamos”. Todas las culturas, creencias y religiones, han dejado su legado y manifiesto al respecto de un destino, como el ordenador de todo lo que sucede, que no puede ser modificado y posiciona lo inexorable en un plano fuera de cualquier control humano.
Según la mitología griega, tres eran las Moiras que, con sus túnicas blancas y mirada inescrutable, personificaron al destino. La palabra Moira -o destino- encierra en su significado la función de dar a cada mortal la porción de existencia, que le corresponde, en el devenir del universo. Las Moiras, entonces, eran entendidas como las que tenían el control de los hilos de la vida de cada persona humana, desde el día de su nacimiento hasta su partida de este mundo.
A este mítico trío de hilanderas, los griegos le atribuyeron ciertas capacidades o dones. Así, Clota, era la que tejía la hebra de la vida con una rueca; Láquesis, la que medía con una vara la longitud o duración de esa vida o hilo; y Átropos, con sus horribles tijeras, quien elegía la forma en que moría la persona y cortaba, sin piedad y de forma irremediable, ese hilo que, con tanto trabajo, había tejido su colega Clota.
Para los griegos la suerte de las personas, e incluso de los dioses, dependía de estas Moiras, que los romanos llamaron “parcas”. Como una fuerza sobrenatural que determinaba, de antemano, todos los acontecimientos en la vida de cada hombre y de cada mujer.
De religiones y creencias
La religión musulmana afirma la determinación incondicional del acontecer de las personas por expresa voluntad de un Dios. Tal como expresa el Corán, en el sura 3, versículo 160, la hora de la muerte está irremediablemente fijada por Dios, de manera que moriremos a la hora por él elegida: “Lo que os ha sucedido el día del encuentro de las dos tropas ha ocurrido con permiso de Dios”.
Si bien en el cristianismo, el destino también aparece como la providencia divina de un ser supremo, depende de cada religión su entendimiento y aplicación. Así, la reforma de Martín Lutero, en la religión protestante, introduce el concepto del determinismo en el mundo cristiano negando el libre albedrío de las personas, como más tarde también lo haría el calvinismo. Otras corrientes religiosas como por ejemplo el catolicismo plantean la predeterminación divina, de un Dios que todo lo sabe y todo lo puede pero incorporando el concepto de libre albedrío o la plena libertad del hombre de actuar más allá de un camino predeterminado por una fuerza sobrenatural.
Una teoría filosófica del destino
En el año 301 A.C. surgió una doctrina filosófica conocida como estoicismo. Su teoría del destino decía que el sabio estoico debía acatar el destino donde los diferentes intervalos del cosmos producían siempre los mismos acontecimientos y veían nacer y morir a los mismos seres. La idea de un eterno retorno supone, para los estoicos, la seguridad de que todo devenir permanecerá inalterable a través de los tiempos y se repetirá invariablemente.
Crisipo, exponente de la escuela estoica antigua, sostuvo que el destino es “la razón por la cual se han producido los acontecimientos pasados, se producen los acontecimientos presentes y se producirán los acontecimientos futuros”. Plutarco recoge una de las evidencias o argumentos que sustentan dicha teoría: “Nada sucede sin causa, pero (sí) según causas antecedentes”.
Esta afirmación parte de la idea de que el universo se rige por el principio de causalidad (en la naturaleza, todo fenómeno o evento se debe a una causa). Este principio sería la razón universal que rige el mundo. De esta manera, los acontecimientos de la vida estarían subordinados a una causalidad natural. Y, como todo acontece en función del destino, una sucesión de causas y efectos, entrelazados irremediablemente, el hombre siempre viviría de acuerdo a dicha razón del cosmos.
El hombre en busca de sentido
“Las circunstancias externas (¿destino?) pueden despojarnos de todo, menos de una cosa: la libertad de elegir cómo responder a esas circunstancias”. Así definía el psiquiatra y filósofo austríaco Viktor Frankl la capacidad y libertad de elección de todo ser humano, aun cuando el supuesto destino fuera tal y no pudiera torcerse. En su obra, producto de lo vivido en un campo de concentración nazi, Frankl le da una mirada diferente al determinismo del destino. No lo niega. No lo ignora. Simplemente plantea la posibilidad que todos los mortales tendríamos, en circunstancias extremas, de cambiarnos a nosotros mismos cuando ya no podemos cambiar una situación o hecho irreversible. El sobreviviente de Auschwitz decía que “nada en el mundo ayuda más a sobrevivir, aún en las peores condiciones, como la conciencia de que la vida (aún en el horror) tiene sentido”.
En tiempos de pandemia, en medio de una guerra despareja con un enemigo implacable e invisible, en circunstancias de agobio y pérdidas constantes (seres queridos, empleos, oportunidades, salud y esperanza), todavía queda la instancia de buscar y encontrar un propósito, a pesar de enfrentar uno de los peores capítulos de la existencia. Porque el sentido de la vida, reside, según Frankl, en encontrar un propósito: el por qué vivir ayudará a encontrar el cómo y así esquivar, al menos por un instante, las intenciones de las moiras griegas…
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