Hubo quienes en estos días compararon los interminables giros argumentales de la trama nacional con los de las series Borgen y House of Cards, pero a mí toda esta suma de bajezas me resultó más bien parecida a Vota Juan, la sátira española en la que un político mediocre, incoherente, machista y dispuesto a gozar como si fueran derechos adquiridos de todos los privilegios que le confiere su cargo, termina de casualidad en la carrera presidencial. Interpretado por Javier Cámara, Juan Carrasco es un personaje patético y por momentos desopilante, aunque no hace más que reflejar la realidad dramática de que muchos señores como él conducen los destinos del mundo, a veces, sólo por ser varones. Para muestra, basta con ver algunas de las imágenes de los talibanes jugando a los autitos chocadores en una Kabul sitiada por el terror.
En un capítulo, Carrasco está tirado en un baño a medio vestir a la mañana siguiente de lo que debió ser una reunión protocolar en la embajada rusa, cuando lo despiertan los insistentes llamados de su asesora de prensa para preguntarle si ya vio las fotos en los diarios. “¿Fotos?”, pregunta Juan mientras trata de incorporarse: “Imposible. No había fotógrafos”. Pero igual que en el cumpleaños por el que el presidente argentino mandó al frente a su mujer, siempre hay fotos, y también videos. Todos los medios tienen imágenes de Carrasco comiendo a cucharadas caviar de 200 euros la lata (calculan 52 euros por cada una), y bailando con su corbata en la cabeza. Y aunque su primera reacción es mentir, hablar de una campaña en su contra, y evadir a la prensa, el escándalo tiene derivaciones familiares, y su hija y su mujer, a las que niega y maltrata, igual que al resto de las mujeres de su equipo, comienzan a impacientarse...
Podría ser tranquilamente un capítulo de la política local. El Juan vernáculo despierta para enterarse de la filtración de la lista de visitas a la residencia oficial –que, según destacará después él mismo, fueron “no una, sino miles” (más de 12.000, para ser exactos)–, en medio del aislamiento obligatorio que paralizó la economía, la educación, la circulación y redujo a niveles distópicos la vida social de la población entre el 19 de marzo y el 30 de agosto de 2020. Es el mismo Juan que durante meses se entretuvo señalando filminas y levantando la voz y el dedito por TV para justificarlo; trató de vivos y de bobos a los que, desesperados, transgredieron la norma para no fundirse, o para ver familiares enfermos; y hasta comparó su gestión ¡con la sueca!, poniendo al país nórdico como ejemplo de terror.
Las repercusiones no tardan. La lista es extensa. Muy extensa. “Funcionarios, gente que lo necesita, y amigos”, admitirá con el correr de los días nuestro Carrasco nacional. Pero primero, como si su manual de comunicación fuera la serie creada por Diego San José, el presidente miente, habla de una campaña en su contra, evade y culpa a la prensa y a la oposición.
En las redes, la indignación escala. Los datos y horarios de ingreso de las visitas son escrutados con evidente avidez preelectoral. Salvo en casos llamativos –un empresario coreano, un masajista, el entrenador de la mascota presidencial–, apenas si se mencionan por su nombre o se cuestionan las razones que tenían para estar ahí los visitantes varones. En cambio, se viralizan los de las visitas femeninas. No sabemos qué hacían en Olivos, pero, en un principio, tampoco tenemos esa información sobre las reuniones del presidente con personas de otro género. Es curioso, porque, de acuerdo con la lista, la mayoría de los que fueron a la quinta en ese período son varones, y se difunden, sobre todo, y con sus nombres marcados con resaltador amarillo, los datos de actrices, modelos y conductoras afines al gobierno. Las palabras “gato” y “petera” son tendencia.
Dije antes que son muchos los señores como Juan Carrasco que conducen los destinos de la política argentina (y del mundo) sólo por ser varones. No es tan difícil entender por qué. Nos cuesta todavía llegar a las mujeres. Nos cuesta sostenernos en un sistema donde los pactos y las reglas están hechas por hombres. En 1970, la endocrinóloga feminista Estelle Ramey pronunció en un debate con el médico asesor de Kennedy Edgar Berman –que había dicho en una convención demócrata que, por sus desbalances hormonales, las mujeres no eran aptas para cargos públicos–, una frase que no perdió vigencia: “La igualdad entre varones y mujeres será real cuando una mujer mediocre pueda llegar tan lejos como un hombre mediocre”. No es una aspiración, sino un indicador: son pocas las Carrasco con acceso a la función pública, y a cargos ejecutivos, en general. Pero la mediocridad ramplona que presupone el machismo en nuestros días, también es moneda corriente en la política.
¿No habla de eso acaso el intercambio tuitero en el que dos diputados opositores, uno de ellos precandidato a ser reelegido, se burlan con doble sentido propio del teatro de revistas de los 80 de esas mujeres que aparecen en las listas? Esos posteos –que algunos, en su mayoría también varones, defendieron como “una humorada” o una “incorrección”– sólo exponen una práctica habitual y naturalizada al interior del recinto y en todo el ámbito público. Cuando Florencia Peña reaccionó al acoso en su programa, en el capítulo de hace dos semanas (“¿Por qué conmigo? Si estuvieron tantos nombres importantes, tantos hombres importantes... ¿Yo tengo que aclarar que no soy el gato del presidente?”), la trama dio otro giro que dejó al descubierto la transversalidad de la misoginia.
En medio de las manifestaciones de apoyo a la actriz, muchos oficialistas increparon a las políticas de la oposición para que se pronunciaran sobre los dichos de Fernando Iglesias. Se buscaba, específicamente, la opinión de las mujeres, “como mujeres”, y en particular, de las defensoras de la agenda de género. Si la “sorora” Silvia Lospennato quería volver a llamarse feminista, leí por ejemplo en un tuit, tenía que repudiar –a pedido del público– a su compañero de bancada. Como si por ser mujer, o feminista, tuviera una responsabilidad mayor sobre las conductas machistas de un colega que cualquiera de los miembros de su partido. El acoso es selectivo y disciplinador: la demanda se concentra en ella, igual que antes en Florencia Peña o en Sofía Pacchi, y no en Alberto Fernández, porque es una mujer, que además se identifica públicamente con las luchas del movimiento de mujeres. Y cuando la respuesta llegó, el resultado fue más hostigamiento: para los opositores, era tibia; para los oficialistas, funcional.
A varones como el precandidato radical Adolfo Rubinstein, una imagen asociada a la legalización del aborto, que osó romper el pacto de caballeros y cuestionar los tuits, todavía lo están insultando. Basta con ver su timeline. La misoginia también descansa en esos gestos: en el costo que paga un señor por no mirar para otro lado cuando tranquilamente lo podría hacer. Podría, porque la pregunta, aunque la responsabilidad por sus acciones sea de los varones, sigue siendo para las mujeres. Cuando, en el capítulo del viernes pasado, tras la viralización de las fotos del cumpleaños de la primera dama en plena cuarentena, nuestro Carrasco vernáculo atribuyó la culpa de la violación de las restricciones sanitarias impuestas por él a su mujer (“Mi querida Fabiola convocó a una reunión, a un brindis, que no debió haberse hecho”), la carga se invirtió. Fue la oposición entonces la que asaltó a las mujeres del oficialismo con la pregunta que tampoco ellas tenían por qué hacerse cargo de responder. “¿Dónde están las sororas?”, increparon desde el anonimato de las redes a las caras visibles de la lucha de mujeres. Una vez más, ante el machismo naturalizado y transversal que hace que hasta un presidente deslinde sus responsabilidades institucionales en su mujer y pretenda además –como se anticipa– escudarse en su supuesto embarazo, las señaladas fueron las que más tenían para perder. Y en bloque, como si la sororidad que es nuestra fuerza -y con la que tanto les gusta ironizar a algunos- nos obligara a uniformarnos. Que nadie se equivoque: la aventura de los feminismos es diversa; es nuestra acción la que es colectiva, no nuestro pensamiento.
El mundo no es ajeno a este debate: ante la barbarie de la toma de los talibanes que amenazan hasta el último derecho de las mujeres en Kabul, muchos de los que hasta ayer no se incomodaban con eso, hoy demandan que sean las feministas las que liberen al pueblo afgano. Circula un meme que hace reír, como Juan, pero debería hacernos llorar: son las eternas Carrie Bradshaw, Miranda, Samantha y Charlotte llegando a Afganistán. “Ante la presión de @julio37183 y de @raul831373, el feminismo aterriza en Kabul para liberar a las afganas del régimen talibán”, escribió @NoSoyAxelOk. Esta semana hablé con una iraní que está aterrada porque cree que su destino será igual. “Las mujeres fuimos agentes de cambio en Medio Oriente y desafiamos al islam al quitarnos la hijab –me dijo–. Por eso somos las primeras en pagar las consecuencias. Y por eso somos también las que más unidas que nunca tenemos que estar”. El mensaje vale para Occidente. Quizá sea la única manera de romper el pacto que sostiene a los misóginos y responder sin miedo cuando nos preguntan “dónde están”.
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