Pocas dudas caben de que, desde la difusión del COVID-19 a partir del territorio chino a fines del 2019 y el estallido de la pandemia en Occidente a partir de febrero y marzo de 2020, el tema de las vacunas pasó a tener rol geopolítico central. Los países que las desarrollaran más rápidamente, con mayor eficiencia y producción a gran escala, sumarían prestigio y poder en el sistema internacional.
Muy pronto se fue perfilando un lote de países y empresas que avanzaron de manera decisiva. Comenzando con EEUU y su desarrollo de tres vacunas, dos de las cuales son aplicables a menores de 18 años, Rusia con la Sputnik V, el Reino Unido con AstraZenca y China con al menos tres: dos de ellas de buen rendimiento y otra fuertemente cuestionada.
Otros países asumieron un rol central en lo que sería el ayudar a producir en gran escala algunas de esas vacunas. Tal fue el caso de la India.
La recomendación de los mayores especialistas a todos los países durante el año pasado fue clara y unísona. Comprar la mayor cantidad posible y a la mayor diversidad de proveedores. La Argentina parecía encaminarse en esa dirección, mientras transcurría una de las cuarentenas más largas y devastadora para la economía de la que se tenga registro.
El lema del 2020 -mejor un aumento de la pobreza y una caída del PBI a 100 mil muertes- se transformó a mediados de 2021 en una cruda realidad en ambos campos: salud y economía. La O se transformaba en Y. Pero volvamos a ese momento en donde nuestro país daba la impresión de aceptar el consejo de los que sabían y también del sentido común. Un sentido siempre tan escaso por estas tierras.
El acuerdo con el Reino Unido se combinaba con las masivas pruebas que desarrolló Pfizer en 5.000 argentinos. Esa combinación de vacunas se perfilaba cómo una masiva llegada para fines del 2020 y comienzos del año siguiente. El verano transmitió una engañosa señal de tranquilidad que sólo ocultaba el tiempo de descuento para la segunda ola que avanzó imparable a partir de abril.
Pero para el último tramo del año pasado, algo desbarrancó. La Pfizer no llegaría, por la aparición a ultimo momento de una palabra -”negligencia”- en el proyecto de ley que se debatía en el Congreso, y la AsraZeneca mostraba considerables retrasos.
En ese vacío, apareció el infantilismo estratégico. Una lógica blanco y negro, que buscaba una solución de emergencia y al mismo tiempo capital simbólico para los sectores pequeño burgueses urbanos más ideologizados del mundo K. En su gran mayoría no peronistas y muy alejados de las prioridades y angustias cotidianas de la Tercera Sección electoral en el conurbano. Minorías intensas que, en archicapitalistas como Putin y Xi Ximping, ven a émulos de Lenin y Mao. Todo condimentado por discursos para la tribuna destacando que, en esas horas aciagas, la Argentina sólo podía contar con las vacunas -compradas y nunca donadas o regaladas- chinas y rusas.
En otras palabras, estábamos alineándonos firmemente con los ganadores de esta nueva etapa de la historia y de la geopolítica. Frente, supuestamente, a unos EEUU con problemas y en retirada. Una sinfonía voluntarista que se escuchaba mucho en la Argentina y otros tantos países a comienzos de los años 70. Con el transcurso de poco más de 10 años, ello derivaría en el colapso de la URSS y su bloque y no precisamente el de la superpotencia americana. Pero volvamos el mundo actual. En el primer cuatrimestre del presente año comenzaban a sonar alarmas sobre la velocidad y la disponibilidad de la segunda dosis de la vacuna rusa.
La desesperada carta de una funcionaria argentina a su contraparte rusa es un fiel y descarnado ejemplo de la crítica situación. Pero también es, más allá del particular inglés en que está escrita, un raro mix de alineamiento político estratégico y pintoresco apriete a los rusos, afirmando que si no había respuesta satisfactoria, quedaba abierto el canal de las vacunas americanas.
Un canal, y volvemos al comienzo, que jamás debió trabarse. No sólo por la diversidad y masividad de dosis que requiere la lucha contra el Covid 19, sino también por la necesidad de contar con vacunas para los millones de menores de 18 años. Con y sin enfermedades preexistentes. Estas marchas y contramarchas y juegos temerarios en la geopolítica mundial, nos colocan bastante al fondo de la tabla de países con población vacunada con dos dosis. Aún por debajo del tan comentado y apocalíptico manejo de Bolsonaro en Brasil.
La donación de 3.5 millones de vacunas americanas y el reciente acuerdo con Pfizer mostró que el peso de la realidad más temprano que tarde se impone y más aun en año electoral. Asimismo, pese a la retórica nacionalista y épica del mundo K, se envió una delegación al Reino Unido para potenciar y acelerar la llegada y eventual producción de la vacuna AstraZeneca.
En síntesis, todo lo dicho nos deja algunas importantes enseñanzas para nuestra política exterior y la forma de interactuar con el mundo. Primero: la relación madura y fluida con los EEUU es imprescindible. Sin que ello implique para nada una mala interacción con China y Rusia.
En un mundo bipolar a nivel económico y tecnológico -EEUU y China- y tripolar en lo militar con el agregado de Rusia, no hay espacios para alineamientos carnales retóricos y o prácticos. El hacerlo, sea por ideologismo, actuación o ignorancia, solo provocará costos y problemas.
Cabría pensar cómo hubiese transcurrido a nivel pandémico, de opinión publica y de clima preelectoral una Argentina con 13 millones de vacunas Pfizer a comienzos del 2020 y otras tantas que se podrían haber comprado a Moderna y J & J.
Mas aun cuando los relatos K importan muy poco o nada a su núcleo electoral en el conurbano. El mismo que, si bien con mucho menos nivel de pobreza y marginalidad que hoy, apoyó firmemente al proyecto económica y de apertura al mundo de Menem entre 1989 y fines de los 90.
Ni qué decir de la desesperante situación que la pandemia ha provocado en países con los cuales el actual gobierno busca mostrarse cercano y comprensivo. Cuba, Venezuela, Nicaragua, etc. En otras palabras, una fascinación por los que fracasan.
Pero si eso fuera poco, también ayudan a deshilachar, quizás irremediablemente, el prestigio ganado por la Argentina en materia de defensa de los DDHH. Quizás el último soft power con que contaba el país, además de Messi y el tango. Toda la diplomacia mundial y la prensa especializada sabe lo que hubiese sucedido si se aplicaba a la Argentina del 76 al 83 la doctrina de no injerencia en los asuntos internos de los Estados. Los que pedían la desesperada intervención de EEUU, la OEA y la ONU para salvar vidas en nuestro país han mutado en rígidos partidarios del Tratado de Westphalia.
Aquel acuerdo de 1648 entre las monarquías europeas, tras años de matanza entre católicos y protestantes, por el que se establecía el derecho del gobernante a disponer de la vida de sus súbditos sin la injerencia foránea. Para un país que se propone agendas de avanzada y posmodernas como un DNI no binario, el impulso al lenguaje inclusivo, etc., este retroceso selectivo y conceptual al siglo XVII no parece lo más coherente.
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