Las fotos del cumpleaños celebrado en la quinta de Olivos en julio de 2020 provocaron enorme indignación social. Una imagen tiene fuerza demoledora pero sería absurdo reducir todo a una fotografía. Durante la vigencia de las estrictas medidas de aislamiento y restricción de circulación impuestas por el Gobierno Nacional a causa de la pandemia, ingresaron a la residencia presidencial -decenas de veces- personas que no encuadraban en el concepto de trabajadores esenciales ni en las situaciones especiales que autorizaban por entonces a circular por la vía pública.
En ese contexto, no menos de doce personas, incluyendo al primer mandatario -en lugar cerrado y sin tapabocas- se reunieron para celebrar el cumpleaños de la pareja presidencial y permanecieron allí durante unas cuatro horas. En otras palabras, el Presidente y sus invitados infringieron las disposiciones dictadas para proteger la salud de la población ante la situación excepcional generada por la pandemia.
Entre las actividades prohibidas estaban los “eventos públicos y privados: sociales, culturales, recreativos, deportivos, religiosos y de cualquier otra índole que impliquen la concurrencia de personas”. La misma norma establecía que “cuando se constate la existencia de infracción al cumplimiento del ‘distanciamiento social, preventivo y obligatorio’, del ‘aislamiento social, preventivo y obligatorio’ o de otras normas dispuestas para la protección de la salud pública en el marco de la emergencia pública en materia sanitaria, se procederá de inmediato a hacer cesar la conducta infractora y se dará actuación a la autoridad competente, en el marco de los artículos 205, 239 y concordantes del Código Penal”,
El obrar ilícito fue acompañado por una fuerte negativa oficial que sólo cesó cuando se hizo evidente la imposibilidad de seguir mintiendo. Es decir, el hecho se convirtió en problema porque trascendió. Recién entonces el Presidente reconoció lo ocurrido, lo calificó de “error” y prometió que no volvería a ocurrir, aunque deslindó su responsabilidad -por lo sucedido en su propia residencia y con su participación- y le atribuyó a su pareja la culpa del festejo.
No hubo, en cambio, referencia ni explicación sobre el ingreso a Olivos -vale recalcarlo, en numerosas ocasiones- de personas que, en modo alguno, podrían considerarse esenciales, tales como adiestrador de perros, personal trainer o encargados varios de la estética de Fabiola Yañez. Es nítido el contraste entre los audios y videos del Presidente advirtiendo sobre el cumplimiento de las restricciones en la pandemia -y los delitos derivados de violarlas- y su conducta opuesta, ahora en franca evidencia.
La violación, desde la máxima autoridad del Estado, de las normas establecidas para enfrentar una situación de emergencia sanitaria es una cuestión grave. Por la inconducta en sí y por sus efectos en la sociedad. La inmensa mayoría de la población ha hecho enormes esfuerzos para cumplir esas duras restricciones, sigue padeciendo la angustia que generan las nuevas mutaciones del virus y espera con ansiedad el momento de regresar a algo parecido a lo que llamábamos normalidad antes de marzo del año pasado.
El impacto de las recientes revelaciones es brutal en cuanto a la confianza que toda comunidad precisa depositar en quienes la dirigen y sucede mientras lamentamos más de 110.000 muertes a causa del COVID-19 y una cantidad de casos y fallecimientos sumamente elevada en proporción a nuestra población y en comparación con el resto del mundo. Festejos en la residencia presidencial en plena cuarentena, vacunatorios VIP, velatorio de Maradona y tantos otros sucesos, componen una lista extensa de escándalos que generan una comprensible indignación.
Vayamos ahora a la reflexión: según definición de la RAE, “los escándalos son hechos o dichos considerados inmorales o condenables que causan indignación y gran impacto públicos” los que, por lógica, nunca duran demasiado. En la modernidad líquida, término de Zygmunt Bauman que sintetiza en forma admirable nuestra era, esos tiempos se abrevian aún más; todo fluye a velocidad creciente. Podríamos agregar que los escándalos también, sobre todo en una democracia de baja intensidad, como la nuestra.
Nos hemos acostumbrado a naturalizar comportamientos de dirigentes que ignoran la ley y no asignan importancia a la verdad. Una de las razones por la que eso ocurre es que tales actitudes no son sancionadas, ni por la Justicia ni por las urnas, quizá porque prima la creencia de que lo que es público “es de nadie” y que quien accede al poder puede manejarlo a su antojo.
Nunca será exagerado reiterar que la base de la relación entre el gobierno y la ciudadanía es la rendición de cuentas y la igualdad ante la Ley, justamente porque el gobernante es siempre circunstancial, designado por un tiempo determinado para administrar -en el marco de la división de poderes y con los controles constitucionales indispensables- lo que es público, es decir, de todos.
Con soberbia inaudita, un par de días antes de verse forzado a admitir la conducta violatoria de las normas, el enojo presidencial se concentraba en la difusión de la noticia. En sus palabras: “No tiene sentido ser transparente en este país. Todo el que entra se registra. Quieren saber quiénes entran, sépanlo. Después usan la información como la usan. Una vergüenza.”
Las normas marcan lo opuesto al dicho del mandatario. Dar a conocer la agenda no es una concesión graciosa, es una obligación legal que deben cumplir todos aquellos funcionarios públicos cuya categoría sea equivalente o superior a Director General, comenzando por el Presidente -se los define como sujetos obligados- y lo deben hacer en el Registro Único de Audiencias de Gestión de Intereses, uno de los instrumentos para acceder a información pública -que es un derecho humano- prerrequisito para el ejercicio de otros derechos.
La información volcada en el Registro es de acceso público para todas las personas. Una audiencia de gestión de intereses es “un encuentro con un sujeto obligado solicitado por personas físicas o jurídicas, públicas o privadas, en el que el solicitante busca influir en las funciones y/o decisiones de cualquier organismo o funcionario”. Permiten conocer el contenido de las reuniones que mantienen los funcionarios públicos facilitando el efectivo control de la ciudadanía sobre la gestión del gobierno. Y no importa en qué lugar físico se realice el encuentro.
Las listas que se han dado a conocer no son las del Registro Único de Audiencias sino las de ingresos y egresos de la quinta de Olivos confeccionadas por la Casa Militar. Durante el período entre el decreto que dispuso el aislamiento obligatorio (19 de marzo de 2020) y el que permitió las reuniones sociales al aire libre (30 de agosto), se asentaron más de 12 mil ingresos a la Quinta de Olivos.
El presidente de la Nación recibió la visita de funcionarios, sindicalistas, empresarios, periodistas, personas del espectáculo, entre otros. Pocos de estos encuentros figuran en el Registro Único de Audiencias. Muchos se han consignado, seguramente faltando a la verdad, como “reuniones privadas”.
Por ejemplo, personas del mundo artístico se encontraron durante la cuarentena con Alberto Fernández para dialogar acerca de la alarmante situación que atravesaba ese sector. En palabras de una conocida actriz, “se me ocurrió junto con otros compañeros con los que hablábamos, ir a hablar con el Presidente para encontrar una solución”. Es una perfecta definición de “gestión de intereses” que no fue registrada como tal. La que tuvo que dar explicaciones fue la actriz.
Como sociedad, debemos ampliar nuestra cultura cívica, conocer nuestros derechos, también nuestras obligaciones y participar para mejorar la calidad democrática, para no seguir naufragando en un terreno pantanoso de escándalo en escándalo.
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