El 22 de diciembre de 2007 Cristina Fernández de Kirchner encabezaba su primer acto como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. El Patio de Honor del Colegio Militar de la Nación recibía por segunda vez en su historia a una comandante mujer con la intención de proceder a juramentar el egreso de una nueva camada de oficiales del Ejército, Armada y Fuerza Aérea.
Padres orgullosos aguardaban expectantes las palabras de la entonces primera mandataria que, fiel a la tradición kirchnerista, empezó con reproches a los jóvenes egresados por pecados cometidos por personas a las que no tuvieron el gusto de conocer. Una madre, esposa y hermana de militares, interrumpió el discurso presidencial al grito de “¡Larrabure!”. en referencia al coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado en 1974 y asesinado por el ERP tras más de un año de cautiverio. La mujer no vivó a un genocida, sólo pronunció el apellido de un indiscutido mártir del accionar terrorista.
Un segundo de desborde protocolar bastó para que el por entonces Jefe de Gabinete Alberto Ángel Fernández -una vez en poder de los datos filiatorios de la mujer proporcionados por agentes de la intelgiencia gubernamental- y habiendo comprobado que se trataba de la esposa del Capitán de Fragata submarinista promoción 111 Marcelo Toulemonde, ordenara al Ministerio de Defensa y a la Armada Argentina adoptar las medidas disciplinarias correspondientes para que una situación similar no se volviera a repetir.
Fruto sin lugar a dudas de la confusión entre subordinación al poder civil y sumisión servil al mismo que imperaba en la conducción naval de la época, el almirante en turno ordenó una catarata de acciones sumariales entre las que la más notoria fue la que derivó en una severa sanción al marino por “no controlar a su señora esposa respecto a las normas de comportamiento a seguir”.
La cosa no se agotó allí y el país terminó perdiendo a un marino con 30 años de carrera. En escarmiento al desafío de su esposa, los pliegos de ascenso de Toulemonde fueron cajoneados.
Mónica Liberatori, la esposa del marino, no había podido simplemente contener su enojo por la flagrante parcialidad de la memoria oficial.
El Capitán Toulemonde pagó el precio por ser marido, militar y funcionario público. El propio Alberto Fernández aprobó complacido la sanción castrense a un señor que parecía no tener los pantalones bien puestos.
Si el segundo de descontrol de Mónica Liberatori fue una foto, la fiesta de cumpleaños de Fabiola Yáñez en plena cuarentena estrica es un largometraje.
Organizar una recepción para 12 personas en la Quinta Presidencial de Olivos requiere de un proceso. No sólo el aspecto gastronómico (sea que se trate de catering tercerizado o a cargo de personal interno) implica un trámite complejo. La lista de invitados es girada a la Casa Militar junto a los datos de cada uno de los comensales, se debe disponer de un refuerzo de la guardia nocturna para el control vehicular y personal de los invitados -los que no son funcionarios públicos son objeto de un escrutinio que abarca posibles antecedentes penales-, se refuerzan los perímetros linderos al lugar del encuentro con efectivos extra y hasta la guardia médica presidencial es aumentada.
Nunca es casual ni improvisado un evento en Olivos. Este festejo de cumpleaños de la pareja del Presidente y Comandante en Jefe de las FFAA no pudo ser sino planificado. Derivó en un incumplimiento de la ley cuya tipificación decidirá la justicia. Pero, si se aplicara la misma vara legal usada con el capitán de fragata Toulemonde, el principal sancionado debería ser el Primer Mandatario.
En honor a la concisión no vamos a ahondar en lo que ya un escándalo institucional de proporciones. Lo que pasó pasó, está claro y comprobado. A confesión de parte relevo de prueba.
Negado primero, relativizado después y tardíamente reconocido al final, la versión del Presidente fue que su “querida Fabiola” hizo algo que no debió haber hecho. Al oficial naval Toulemonde no se le permitió formular el mismo alegato. Pero además, un hombre de bien se mordería los labios antes de arrojar al escarnio público a la mujer amada.
Los ánimos están caldeados, las paciencias agotadas, las esperanzas de que mañana sea mejor que ayer menguadas y las capacidades de seguir soportando la elasticidad de la vara con la que se nos mide a nosotros y a los otros totalmente rebasadas.
Mi Presidente, que es el suyo y el de todos, es humano; por más épica que le insufle a su deslucida gestión, es un ser falible. Se equivocó con la fiesta de cumpleaños y con muchas otras cosas. Circulan en las redes otras fotos de otros eventos en la quinta presidencial. Puede que sean falsas. ¿Acaso importa? La credibilidad presidencial está irremediablemente dañada. Ya nadie cree que lo que fue ley dura para todos lo argentinos lo fue también para el entorno del poder.
Un presidente hablando a su pueblo para explicar que determinada señorita no es su amante o una señora explicando que no tiene intimidad con el Presidente, más la estilista de la dama, más el profesor del perro, más el empresario taiwanés, más todo lo demás, no es divertido; es alarmante.
Un país con 108.000 muertos, 50 por ciento de pobres, capitales en fuga, millones de compatriotas viviendo de la dádiva estatal, sin moneda, sin salud, sin seguridad y sin educación no merece que su máxima autoridad se dirija a la sociedad para explicar si comió solo la torta o el menú entero o si el profesor de su perro es personal estratégico o esencial.
Mientras la mezquindad de la política de uno y otro lado de la grieta debate si la opción del pedido de juicio político al Presidente beneficia o perjudica a la Vicepresidenta, la torpeza e impericia en la conducción de la Nación hace estragos.
Los cada vez más frecuentes y ostensibles desvíos presidenciales respecto de las normas que él mismo impone a sus conciudadanos y su aparente falta de capacidad para reconocer errores enfurecen a sus críticos, preocupan a sus aliados y nos deparan a todos un incierto porvenir.
Si el Presidente nos mirara a los ojos desde alguna de sus muchas cámaras amigas y nos dijera “perdón, el responsable fui yo y solo yo”, tendríamos una mínima posibilidad de seguir adelante durante los 28 meses de mandato que le restan para que, sin ser el general vencedor de la guerra contra el enemigo invisible que causó la pandemia, como alguna vez imaginó, sea al menos un soldado en el frente que no se dispare en sus propios pies y de ser posible tampoco en los nuestros.
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