El pedido de juicio político al presidente de la Nación, Alberto Fernández, por parte del diputado Mario Negri, por considerarlo incurso en la causal de mal desempeño, torna viable actualizar qué comportamientos son susceptibles de tal juicio.
Por lo pronto, este que tratamos es un procedimiento especial para efectivizar la responsabilidad política de ciertos funcionarios (presidente, vice, ministros y jueces de la Corte Suprema) que hayan incurrido en mal desempeño o delito, arts. 53, 59 y 63 CN.
La precisión constitucional que existe cuando se trata de delito, en cuanto hecho previsto en la ley penal, experimenta complicaciones tan pronto se trata de establecer qué es el mal desempeño a la hora de un juicio político, pues esa noción no está definida en la Constitución ni en la ley y, alrededor de ella se insinúan una pluralidad de comportamientos -no siempre dolosos, a veces siquiera culposos- como en los casos de inhabilidad física o psíquica del enjuiciado.
Lo cierto es que la de mal desempeño aparece como una causal que se perfila “abierta” al libre juicio de los integrantes del Congreso, en situación que por analogía con ciertas leyes penales sugieren que estamos en presencia de una norma constitucional en blanco, desde que la ley fundamental establece el motivo del enjuiciamiento pero no define cuántos y cuáles son los contenidos disvaliosos que integran ese concepto.
Entonces, hablar de mal desempeño, evaluando un hecho concreto implica que estamos en presencia de un típico concepto “indeterminado” a la que se recurrió ante la imposibilidad técnica de contener anticipadamente, con un sentido de generalidad y abstracción, todos los supuestos que necesita comprender como causales de juicio político.
Esa apertura causal y consiguiente imprecisión que arrima la indeterminación, importa decir que los órganos acusadores y juzgadores de un juicio político no están atados al patrón de una norma que en forma previa les diga, qué es mal desempeño y qué no es, como si ocurre con los delitos.
Mal desempeño será entonces, a los fines del juicio político, los hechos que a su tiempo juzguen los órganos con competencia acusatoria y juzgadora con entidad de tales, pues ese y no otro ha sido el propósito que tuvo el constituyente al consagrarla como causa.
Como consecuencia de lo dicho, en ese juicio los órganos legislativos tienen enorme discreción a la hora de contabilizar conductas reputadas como mal desempeño, entre otras, la falta de idoneidad del enjuiciado, su manifiesta indignidad moral, negligencia grave, imprudencia, desidia inexcusable, menoscabo a la investidura, inhabilidad física o psíquica, carencia de laboriosidad, ausencia de buena conducta personal, grave perjuicio al servicio público, deshonra a la investidura, ausencias injustificadas al lugar de ejercicio de la función, etc.
Todo, con enorme gravitación por el modo valioso o disvalioso con que se aprecien los hechos, porque lo que a la luz del libre juicio del Congreso tiene entidad de mal desempeño hoy puede dejar de serlo mañana y viceversa.
En expresión que potencia el sentido de oportunidad y la discreción de los órganos llamados a acusar y juzgar, durante el debate relacionado con el juicio político al juez Douglas de la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, el congresista Gerald Ford dijo que una ofensa que justifica la separación en el juicio político es cualquiera que la mayoría de la Cámara de Diputados considere tal en un momento determinado de la historia y que los dos tercios de la Cámara de Senadores considere suficientemente seria para remover al acusado.
Históricamente, el del juicio político es institución que no ha satisfecho las expectativas que el constituyente de 1853 depositara en él. Al menos, no sabemos que un presidente, el vicepresidente, o los ministros del Ejecutivo, alguna vez fueran removidos por ese mecanismo. Sí, en cambio, la vida política argentina ha sabido de golpes de Estado durante más de medio siglo con sus penosas consecuencias.
Tan alarmante déficit luce como producto de la dogmática creencia que alentaron nuestras clases dirigentes, en el sentido de que la fidelidad política pasa también por encubrir el mal desempeño y las violaciones a la ley de quienes ejercen el poder. Un capítulo más de la cultura de la impunidad que nuestra práctica política institucionalizó.
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