La infancia de cada persona es diferente. Única. Quienes ya la transitamos sabemos que es un periodo fundacional en la vida. Desde Marcel Proust cuando recuerda su niñez a partir del sabor de una magdalena en la novela En busca del tiempo perdido, hasta Spinetta y su plegaria para un niño dormido, el tema de la infancia siempre vuelve. Niñas y niños que mañana celebrarán su día poco a poco empiezan a desarrollar sus capacidades y habilidades, forman sus primeros vínculos afectivos y tienen sus primeras experiencias vitales, todo en el contexto de un mundo signado por la pandemia. ¿Qué van a recordar cuando sean personas adultas?
Para empezar a entender qué significa atravesar la infancia en tiempos de Covid es necesario tener en cuenta algunos datos. En Argentina, casi seis de cada diez (58%) niños/as se encuentran en situación de pobreza, y dos (17%) de ellos/as viven en la indigencia. Además, una proporción importante se encuentra en hábitats precarios sin acceso a bienes y servicios esenciales: cuatro de cada diez viven en un hogar sin cloacas, cinco no acceden a la red de gas y cuatro no tienen una computadora en su hogar.
Los impactos negativos de vivir en un entorno socioespacial precario se acentuaron aún más en la pandemia. Dadas las medidas de aislamiento social, las familias con niños/as tuvieron que enfrentar un aumento en las tareas de cuidado y educación dentro de sus respectivos hogares. Desde marzo de 2020, la mayoría de las y los estudiantes continuaron su escolaridad únicamente de forma remota y recién entre fines de 2020 e inicios de 2021 se avanzó en esquemas de modalidad semipresencial. Por lo tanto, los recursos con los que cada hogar contaba -o no- (acceso a Internet, computadora, espacio para realizar las tareas escolares, etc.) fueron decisivos en la calidad de esta experiencia, lo que exacerbó las desigualdades por nivel socioeconómico.
El gobierno nacional puso en marcha políticas públicas significativas para paliar los efectos adversos de la crisis. Se destaca el refuerzo de medidas de transferencias de ingresos orientadas a los hogares más vulnerables, como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), los bonos extra para titulares de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y la Tarjeta Alimentar. A su vez, hubo acciones para apoyar la continuidad escolar de forma remota; por ejemplo, mediante la distribución de contenidos pedagógicos a través de tecnologías digitales, cuadernillos impresos, radio y televisión. Estas medidas tomadas ante la emergencia permitieron evitar un escenario peor en términos sociales, pero no alcanzaron para contrarrestar todos los efectos negativos de la crisis.
En síntesis, el impacto de la pandemia sumó nuevas vulneraciones y agudizó las preexistentes. Aun antes de la pandemia, Argentina se enfrentaba a problemas estructurales difíciles de resolver: en la última década, la pobreza infantil nunca perforó el piso del 40%.
¿Cómo abordar la reducción de la pobreza infantil? No hay una solución única. Sin embargo, existe un vínculo estrecho entre crecimiento y pobreza. Cuando la economía no crece es muy difícil mejorar la calidad de vida de las personas. Recuperar un sendero de crecimiento económico sostenido es necesario para reducir la pobreza, sí, pero no suficiente. También deben implementarse políticas públicas centrales para frenar la reproducción intergeneracional de la pobreza. Medidas como mejorar el sistema de asignaciones por hijo/a, garantizar los derechos sexuales y reproductivos, ampliar el acceso a espacios de crianza, enseñanza y cuidado de calidad, y mejorar la finalización y los aprendizajes escolares entre adolescentes.
Todo esto requiere de una mayor inversión en la niñez con recursos que, como sabemos, no abundan. A modo de ejemplo, el Estado invierte en promedio alrededor de tres veces menos en cada niño/a que en cada persona mayor de 60 años. De esta comparación surge un dilema vinculado con lo que se conoce como “bono demográfico”, caracterizado por el aumento de la proporción de la población en edad de trabajar. En unos 15 años este bono llegará a su fin y, en un contexto de envejecimiento poblacional, los recursos destinados a la edad de retiro serán cada vez mayores, lo que reducirá aún más el margen de maniobra para la redistribución intergeneracional.
Decir que la inversión en la niñez debe ser una prioridad en pos de mejorar las condiciones de las personas mayores puede sonar contraintuitivo, pero no lo es. Garantizar las condiciones para que niños y niñas puedan vivir infancias saludables y plenas es también sentar las bases para un aumento del bienestar y la productividad de quienes serán trabajadores en el futuro. Ayudaría a compensar la esperable caída en la proporción de la población que trabaja, algo indispensable para poder sostener el sistema de protección social en el largo plazo.
El momento para priorizar la reducción de la pobreza infantil entre nuestros objetivos como país es ahora, por dos razones. En primer lugar, Argentina atraviesa el nivel máximo de su bono demográfico, lo que brinda mayores oportunidades crecimiento y redistribución intergeneracional. En segundo lugar, en contextos de crisis como el actual, se potencia la capacidad de establecer diálogos y acuerdos entre distintos actores y sectores de la sociedad.
De regreso a nuestra pregunta inicial, no hay manera de saber cómo recordarán su infancia quienes hoy son niñas y niños. Sin embargo, podemos inferir algunas ideas generales a partir de las condiciones en las que viven, y formular medidas para mejorarlas. En definitiva, reducir la pobreza infantil responde a la agenda de derechos humanos y es necesario para la construcción de un futuro con crecimiento inclusivo y mejor calidad de vida para todos y todas. Algo tan grande depende de lo que hagamos por la niñez desde ahora y en los años por venir.
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