
Desde hace meses, las más importantes entidades sanitarias de Argentina y del mundo vienen advirtiendo sobre el fuerte impacto que la pandemia de COVID-19 está generando en la salud mental. Además de las consecuencias físicas de un eventual contagio, la enfermedad, sus secuelas o aún el temor a contraerla están provocando o agravando múltiples patologías psiquiátricas. Hasta aquí, el acuerdo científico es absoluto, pero nuestra hipótesis va un poco más allá: ¿es posible que las afecciones psíquicas disparadas a causa de la pandemia alteren de una forma tan significativa la racionalidad que desaten una ola de impulsividad y arrasen con los frenos inhibitorios del ser humano?
De confirmarse esta posibilidad, ¿estaríamos iniciando un tiempo en el cual los actos descontrolados e irrefrenables pasen a ser la norma y la reflexión la excepción?
La incertidumbre constante, el sentimiento de fragilidad que, a diario, nos enrostra esta pandemia, la pérdida del contacto social, la compleja situación social y la imposibilidad de poder planificar prácticamente nada, ¿nos hará más proclives a cometer actos que los juristas llaman “emoción violenta”?
Veamos. Según la definición técnica, bajo estas circunstancias las personas pierden sus frenos inhibitorios porque están inmersas en un impulso irrefrenable. Hay una marcada exaltación de los afectos, una retracción de las funciones intelectuales superiores y un predominio casi total de las pulsiones. Eso no significa que no comprendan la posible criminalidad de sus actos, pero pueden disminuir significativamente su imputabilidad ante posterior reproche legal por sus acciones.
Sobre la emoción violenta
La emoción es una reacción primaria, explosiva, brusca e intensa, que se puede generar por un estímulo que proviene del afuera o por una “conmoción psicológica interna”, como puede ser un recuerdo o el llorar viendo una película. Este estímulo impacta en el psiquismo y provocando cambios del tono afectivo (huida o ataque) y trastornos neurovegetativos que alteran la conciencia.
Aunque a simple vista puedan parecer similares, desde la psiquiatría forense se identifican tres tipos de comportamientos neurofisiológicos vinculados con las emociones: la emoción simple, la emoción violenta y la emoción patológica.
En la emoción simple, el momentáneo desequilibrio anímico causado por algún estímulo es rápidamente compensado: nos emocionamos ante cualquier situación en la que algunos de nuestros valores o sentimientos están en juego. Por ejemplo, es lo que experimenta el alumno antes de rendir un examen. Pero ese estrés y expectativa puntuales ceden en el corto plazo, la normalidad afectiva retorna y los rendimientos mentales o físicos se cumplen sin entorpecimientos.
En la emoción violenta se produce un desajuste a favor de los elementos expresivos, que a su vez potencian la experiencia emotiva mediante una acción de rebote. En estas circunstancias, la emoción traduce una grave perturbación: se produce sin tino, la persona queda a merced de los impulsos y de los automatismos, actúa al margen del pleno ejercicio de su voluntad, confundida e impotente. Por otra parte, el suceso es tan rápido que cuando quiere reaccionar ya se ha consumado.
Por último, en los casos de emoción patológica, ya no hay un simple desequilibrio ni un más profundo desajuste sino una desconexión de la función cognoscitiva de la corteza cerebral: el sistema entra en el recinto oscuro de la inconsciencia. La relación entre la experiencia y su expresión emotiva está rota.
En este mapa esquemático de las categorías con las que un psiquiatra forense analiza la proyección penal de la comprensión total o disminuida del autor de algún delito, podría caber ahora lo que la psiquiatra Karen Binder definió como “reacciones vivenciales anormales”: aquellos trastornos que se producen cuando ciertas vivencias psicotraumáticas provocan respuestas psicológicas anormales.
Entonces, volvemos al comienzo: ¿esta pandemia será homologable a lo planteado por Binder hace muchos años? ¿Estamos todos más proclives a actuar de una manera impulsiva, abrupta e irreflexiva? De ser así, ¿quedamos en el umbral de no comprender acabadamente el resultado de nuestras acciones en un determinado acto? ¿El coronavirus nos forzará a reevaluar ciertos conceptos psiquiátricos forenses?
Seguramente, la respuesta no será inmediata ni unánime. Pero es seguro que el vértigo que esta situación le impone al mundo tiene un inevitable impacto en la esfera psíquica, algo que nos fuerza a replantearnos conceptos enquistados hace muchos años.
Más allá de la conclusión a la que arriben las entidades internacionales de psiquiatría y los funcionarios del Poder Judicial, el desafío para los psiquiatras forenses y la Justicia se presentará en cada caso: cómo se podrá discernir si una persona presenta una imputabilidad disminuida ante un determinado hecho si el contexto actual es tan adverso que corre los márgenes hasta hoy conocidos entre lo esperable y lo desajustado.
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