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Al cargar a los empresarios con mochilas que no se llevan en casi ningún otro país y que son muchísimo más altas que las de la región, Argentina salió del mundo

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Las cadenas de un comercio cerrado durante la pandemia en Buenos Aires (EFE/Juan Ignacio Roncoroni)
Las cadenas de un comercio cerrado durante la pandemia en Buenos Aires (EFE/Juan Ignacio Roncoroni)

La discusión respecto al carácter primario, secundario, absoluto o relativo de la propiedad privada en Argentina es abstracta. No tiene sentido debatir esto porque el país creó reglas de juego por las cuales la propiedad de los medios de producción le pertenece al Estado. Somos más estatistas que China y Rusia. Punto.

Frente a ese cuadro quedan pocas opciones. Cuando la presión impositiva teórica –o sea, los impuestos que una empresa debería pagar si cumpliese con todas las normas–, se lleva toda la rentabilidad y más, el empresario está frente a una extraña encrucijada donde todas las opciones parecen malas: fundir; cerrar y emigrar; convertirse en un lobbyista experto que consigue beneficios industriales especiales; o vivir con un pie en la banquina. ¿Por qué les hacemos esto a las personas que deciden apostar por el país, generando empleo y tributando?

El pecado de origen de este cuadro siniestro probablemente sea que hay que solventar una estructura de gasto público insostenible. Dice el refrán contemporáneo de la espiritualidad light que “soltar duele, pero sostener lo insostenible duele más”. Ese dolor consiste en que el esquema impositivo que recae sobre el sector privado anula los incentivos para crear valor (si es que es posible) en el país. Y sí, eso duele mucho más que recortar gastos innecesarios y hacer que el estado sea más eficiente en la provisión de bienes y servicios públicos. Al final, en la práctica y aunque el articulo 17 de la Constitución sostenga de modo grandilocuente que existe libertad para crear empresas, ese artículo está abolido. Por eso, de acuerdo al GEM, cada vez se crean menos empresas en el país.

El empresario está frente a una extraña encrucijada donde todas las opciones parecen malas: fundir; cerrar y emigrar; convertirse en un lobbyista experto que consigue beneficios industriales especiales; o vivir con un pie en la banquina

Pero si esto fuera así, ¿por qué hay empresas? Quizás sean pocas (los niveles más bajos de empresas registradas cada 1000 habitantes de casi todos los países del mundo), pero que hay, hay. ¿Cómo es que existe actividad privada? Porque el sistema se adaptó, con organizaciones que, salvo excepciones, viven esquizofrénicamente en dos mundos, a dos velocidades y con dos realidades: un país formal, donde rige la plena protección del trabajo, y un país informal, tierra de nadie. Tesis y antítesis. De síntesis, ni hablar.

La otra cara de este sistema que inhibe la tarea empresarial es la generación de pobreza. No hay que ser un genio de la matemática para darse cuenta de que si no se crea valor, no se lo puede repartir. No hay con qué igualar oportunidades y, por ende, se profundiza la desigualdad. Los países que tuvieron éxito en la reducción de la pobreza hicieron lo contrario de lo que hacemos nosotros: fomentaron el trabajo formal (y el consumo) a través de la creación de empresas, al mejorar el contexto y las oportunidades para los negocios. Suena frío pero es efectivo. Al crear valor, los estados pueden financiar una educación pública pujante y moderna. No hablamos de países libertarios, sino de las democracias sociales que son el norte del presidente Alberto Fernández. Reducir la pobreza en el contexto actual es una quimera. Es imposible.

Los países que tuvieron éxito en la reducción de la pobreza hicieron lo contrario de lo que hacemos nosotros: fomentaron el trabajo formal (y el consumo) a través de la creación de empresas, al mejorar el contexto y las oportunidades para los negocios

Al cargar a los empresarios con mochilas que no se llevan en casi ningún otro país y que son muchísimo más altas que las de la región, Argentina salió del mundo. Esa desconexión nos sale muy cara. El precio, la pobreza. En un mundo crecientemente globalizado, anular los derechos de propiedad sobre los medios de producción, genera que la gente termine constituyendo sociedades en Uruguay, Paraguay o en estados ignotos de Estados Unidos, como Delaware, cuando no en un paraíso fiscal. Todo ese valor se sigue creando, pero en otro lado. Los gurúes dirán, con mucha razón, “nada se pierde, todo se transforma”. Los que lo perdemos somos nosotros, por armar un país con reglas imposibles de ser cumplidas, por una clase política que regula un sector que no conoce, como el privado, en general. A la larga, si no tomamos el toro por las astas y hacemos una reforma impositiva y de ley laboral (sí, no es normal tener un país con la mitad de la población económicamente activa en la informalidad o en el monotributo), sólo nos espera una pendiente de mediocridad y pobreza creciente. Depende de nosotros.

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