Ayer a las tres y media de la mañana volcó en la ruta 9, a la altura de Campana, un gran camión fletado por Walmart con punto de llegada en Tartagal. Los alimentos -pollos, leche, fideos, arroz- quedaron sobre el asfalto y en las banquinas. Poco a poco se acercaron vecinos de pueblos chicos hasta que se formó una multitud en la tarea de apoderarse de lo disperso en buenas condiciones, con algún titubeo al inicio pero luego en horda franca.
El observador curtido vio lo que había ocurrido hacia las siete al dar paso a la televisión y dejar la novela “Quirke en San Sebastián” de Benjamin Black, nombre que elige para sus thrillers el gran escritor John Banville (lo pone ahora de paso como recomendación). Y lo que vio en su sillón fue lo descrito antes, con el añadido de que había patrulleros de la policía y de la gendarmería. Mientras se robaba, impotentes policías y gendarmes decidieron que no había mucho que hacer. Los brazos no paraban de cargar y llevarse aquellos pollos, aquellos leches, aquellas cajas y bolsas de arroz, aquellos fideos. Muchos. Tal vez aquellos servidores pudieron llevarse algún que otro souvenir, aunque no es seguro.
Llamó la atención del observador curtido que una buena cantidad de autos se detuvo, como suele pasar cuando se producen accidentes, y de cada uno de ellos se abrieron los baúles para cargar también aquella abundancia que llegaba por la vía de la buena suerte. Sin preguntar qué les había ocurrido a los que manejaban el camión ni si había daños de algún tipo. A los baúles.
El dato viene a ofrecernos que el saqueo no podía explicarse por hambre, al menos no en su integridad si se quiere enfatizar al hambre como palabra domesticada para hipócritas agrupados en organizaciones desacreditadas.
Acudió también en ayuda, pensó el observador curtido, la idea de que los hechos son en general complejos y no se agotan en una sola fuente sino en diversos planos o niveles. Había, pudo advertir, chicos que un poco jugando y un poco robando hacían su aprendizaje para una conducta en descomposición, para un lugar en descomposición: ¿Quién tiene la culpa si el camión y los conductores hicieron mal las cosas? ¡Ellos, por supuesto! Nadie tiene responsabilidad y se puede llevar el botín como un deber. El deber de no ser bolastristes, gil, perdedor. Para los chicos resultaba una gran oportunidad de aprendizaje.
El vuelco y la horda fueron un hecho de tantos. El año pasado, a estas alturas, escaparon unos chanchos despavoridos de un camión jaula rumbo al matadero. La gente corrió a cazarlos –son animales que sienten el miedo– , fueron acuchillados, cuereados y vendidos en el lugar por un grupo de pesados con sus barrigas obscenas al estilo barrabrava más puro. Se vendieron todos sin tardanza. Los acuchilladores ensangrentados, los compradores, estaban apurados pero no se privaron de algún exhibicionismo junto a sus trofeos.
Escenas que pudieron haberse incluido en “Saló o los 120 días de Sodoma” (Pasolini) o el estallido de cualquier buena intención inútil en “Viridiana” (Buñuel) . Solo que no fue producto de obras de cine sino las ruinas de un país, la ruptura de cualquier contrato, de cualquier relación entre trabajo y vivir. Como nadie es de nada, es lícito y festivo mentir. Un nihilismo ceniciento baña de pies a cabeza a los habitantes.
Esta gangrena social resulta esquivada por las propuestas políticas en rodaje aunque es el abandono de la economía, el abandono de los colegios –se difundió el pedido de 200 trabajadores para Toyota sin que ninguno pudiera conseguirlo por falta del secundario o de compresión de texto-, la ruptura de la noción de mérito, la visión borrosa del futuro.
No son los pollos ni son los chanchos sino la rajadura de un fracaso histórico que se acelera. Hay que suponer que puede haber un camino, cambiar los anteojos de ver de cerca y de lejos para al menos detener el atraso, la corrupción donde la haya, el desprecio, la posibilidad de que el desquicio no acabe en desmoronamiento.
El observador curtido se pregunta cómo, cuál. De inmediato alarga el brazo y vuelve al libro de Benjamin Black.
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