Creo que fue en el 2005 que la conocí. Una mañana entraba al sanatorio adonde trabajaba y fui advertida de mi nueva paciente: una señora muy conflictiva que, al decir de enfermería, casi rayaba con la locura. Y ahí estaba en una cama, arisca como un gato que no quiere ser tocado, irritable, furiosa. Me acerqué tímidamente. En ese entonces era una médica joven recién recibida: inicié un diálogo que duró hasta su último día de vida.
Entonces, horas después de su partida de este mundo, me siento en casa tratando de escribir estas palabras, un poco para poner orden a tantas cosas vividas con ella: es que Gogó Rojo era todo en una. Era la calma, la comprensión, la sabiduría, la magia. Y a la vez, un torbellino de caprichos, reclamos y enojos. A veces era una tormenta, y luego el amor, la compasión y la generosidad. Era inocente y de corazón puro como si nunca hubiera terminado de crecer, como una niña. A veces era juguetona y pícara. Era sofisticada, de gustos refinados, y por momentos, bizarra. Había en ella una gran necesidad de ser amada, sentimientos de soledad, de incomprensión, una sensación de vacío existencial. No era raro escucharla decir: “No tengo razón para estar aquí”, “Nada me moviliza”, “He perdido el interés por la vida”.
En su última internación, el motivo que la llevó al sanatorio es que ya no podía y no quería estar más sola, pero cabe decir que esa soledad había sido su elección años previos, tanto porque no deseaba tener hijos como porque había cortado vínculos con muchas personas, algunas tal vez valiosas, pero que a ella dejaron de interesarle. Tanto es así que días previos a dicha internación había peleado a su empleada de confianza de años por la pérdida de una piedra a la que ella le daba un gran valor. De pronto, por culpa de darle valor a cosas que en realidad no lo tenían tanto, perdió la contención de la dulce Luzmila, y con esto agravó más su soledad.
En el sanatorio tuvo contacto con el infierno en vida, de pronto alguien para quien la belleza, la ropa, la combinación de colores era tan importante, por culpa de la pandemia y la falta de organización y de familia, solo tenía un camisolín de hospital y pañales. ¿Dónde estaba el glamour de la artista que había sido años previos? ¿Adónde estaban sus admiradores? No había nadie... Solo estaba ella, con su “sí mismo”, su esencia al desnudo, reclamando ser atendida, como reina sin serlo.
Al cabo de unos días llegó la comprensión y la calma, de pronto la aceptación de ser uno más en el montón de pacientes necesitados, y con eso arribó el amoroso trato de muchos que se dedican a sanar tanto el cuerpo como el alma. Por suerte Gogó tenía muy pocos pero muy buenos amigos, entre los que me incluyo, y entre todos tratamos de ayudar, cada uno en su medida. Tuve la oportunidad, movida por la necesidad de conocerlos. Luzmila, tímida, callada, resolutiva, fiel y con una gran capacidad de poner la otra mejilla. Walter, simplemente increíble, asertivo en todos los movimientos. A Marisol ya la conocía desde hace años: sencillamente estupenda, intentó acompañar desde la distancia todo lo que pudo; ella por estos momentos se encuentra en Estados Unidos. Poco fue el trato que tuve con Miguel, pero le tocó una de las tareas más preciadas: cuidar a los gatitos de Gogó, que eran para ella su verdadera familia.
Lo que nos unió creo yo fue un gran amor que esta señora supo cultivar en cada uno de nosotros, y en mi humilde opinión, tuvo una gran capacidad de ver en nuestros corazones: no se equivocó, el amor nuestro hacia ella era auténtico. Del sanatorio partió a un geriátrico en Caballito. No fue buena su experiencia allí, solo le gustaron las comidas, pero el trato… El trato dejaba mucho que desear. Es que ella reclamaba un trato especial, al nivel de su posición de artista consagrada, y en esta institución era solo una señora más. Otra vez el maldito ego, jugando malas pasadas. Una pena no poder ver la otra cara de la moneda.
Pero el grupo amigos quiso darle a Gogó lo que era su deseo más grande, así que gracias a Walter, que movió cielo y tierra, se armó un dispositivo para el retorno a su domicilio, acompañada de dos damas maravillosas. La gracia duró poco, solo nueve días, para ser exactos. Todo parecía estar en su cause. Gogó, al fin en casa, lucía feliz: tenía sus gatitos, sus amigos, y todas las cosas que creía haber perdido, aparecieron. Y en la noche del lunes 26, comiendo el esperado y jugoso churrasco, vino la muerte y se la llevó. Creo yo que tan rápido que nos dejó a todos atónitos, boquiabiertos, nos mostró cuan intempestiva puede ser, y cómo hay que tener el equipaje del alma listo para la partida porque esta puede llegar en cualquier momento.
Y así fue para mí cómo concluyó esta historia.Como le dije a mis nuevos amigos, estos que me dejó Gogo al retirarse: “No se preocupen, Gogó está viva… Más viva que nunca, porque ahora puede ver mucho más allá y está acompañada, ya no esta sola”.
Con amor, para mi querida amiga Gogó, y mis nuevos amigos.
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