En la Argentina el camino a la pobreza no tiene vuelta atrás

No hay otra receta para terminar con la pobreza que el crecimiento basado en cuatro pilares: educación, inversión, trabajo e instituciones sólidas. El país ha transitado sistemáticamente el camino contrario: el asistencialismo a través del plan social y el empleo público

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Un hombre con su hija
Un hombre con su hija llenando baldes con agua en Villa Azul, en las afueras de Buenos Aires, en medio de la pandemia de coronavirus. REUTERS/Agustin Marcarian

Hay algunas cuestiones muy elementales de la vida económica y social que el mundo ya no discute. Entre los flagelos que más tenemos presentes se encuentra el problema de la inflación: el planeta ha resuelto sus problemas inflacionarios y pocos son los países empecinados en buscar cada tanto nuevos responsables creyendo así que podrán controlar la disparada de los precios. Lo cierto es que los únicos países con inflación estrepitosamente alta son países generalmente gobernados por dictadores, sociedades inmersas en guerras civiles y por supuesto, nuestra Argentina.

Otro de los grandes tumores que el mundo ha sabido extirpar es la pobreza. En dos siglos de historia la pobreza extrema a nivel mundial se redujo en 90%. La gente que no accede a cuestiones básicas de la dignidad humana es cada vez menos. Por supuesto, la excepción sigue siendo nuestro país y algún otro puñado de naciones distraídas.

No hay otra receta para terminar con la pobreza que el crecimiento. Para su existencia, ese crecimiento debe tener como base fundamental cuatro pilares: educación, inversión, trabajo e instituciones sólidas.

La Argentina ha transitado sistemáticamente el camino contrario: el asistencialismo a través del plan social y el empleo público, y el discurso populista inculcando en muchos el “Estado presente” pero por sobre todo ese Estado omnipresente necesario para ser dignos. Todo esto, financiado con más presión impositiva y endeudamiento, han hecho de esta tierra un lugar absolutamente empobrecido.

Allá por 1974 se observa uno de los índices de pobreza más bajos del último medio siglo. Apenas el 4% de la población argentina era pobre. En la década del ‘80 ya las dos cifras en materia de pobreza fueron una realidad; en la de los ‘90 logramos duplicarla, en la de los años 2.000 (a pesar de todas las condiciones favorables que marcaron aquellos tiempos) ya promediaba el 30% y hoy estamos con un umbral de pobreza bastante por encima del 40%. En este mismo trayecto de empobrecimiento el país no solo la pobreza se ha multiplicado 11 veces: a principios de los ‘80 el Estado representaba un 15% del PBI mientras que hoy representa el 45%.

(@AgenciaElVigia)
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Tampoco quedaron afuera de esta decadencia los planes sociales. Mientras que a principios de los ‘80 los planes sociales no eran dinerarios y dieron su puntapié inicial llegando a los 700.000 beneficios, hoy los mismos alcanzan la estrepitosa cifra de 22 millones, habiéndose multiplicado los mismos por 32. Incluso el costo de las primeras ayudas sociales allá por 1984 (el recordado Plan Alimentario Nacional) tenían un costo equivalente a 11 dólares por cada uno, por lo que el gasto en asistencia social hace algo más de cuatro décadas era de 7.700.000 dólares lo que ajustado a valores actuales serían equivalentes a unos 20.000.000 de dólares (algo así como 3.600 millones de pesos). Solo como referencia, este año gastaremos en asistencia social (excusados en la situación económica que ha dejado la pandemia) uno 500.000 millones de pesos, 140 veces más que todo lo que se gastaba en asistencialismo hace 37 años atrás.

En algo menos de 50 años hemos multiplicado el Estado por tres, los planes sociales por 32 y la pobreza por 11. Evidentemente la solución no es (y jamás lo será) el asistencialismo. En este tiempo cuesta encontrar momentos donde hayamos defendido las verdaderas recetas para eliminar la pobreza. La educación está en franca decadencia en su calidad (al margen que muchos chicos no han tenido clases presenciales durante los últimos 18 meses). La inversión es cada vez más insignificante debido a lo poco rentable que resulta la República Argentina. La presión impositiva, los problemas sindicales y el permanente cambio de reglas del juego por parte de los diferentes gobiernos hacen imposible la existencia de inversiones. El trabajo atraviesa su más difícil y desafiante momento: las empresas cierran y los comercios se funden tras haberlo intentado todo. Además se entorpecen los deseos cuando la meritocracia es cuestionada, un plan social es más cautivante que el sacrificio y se ha convencido a muchos de las bondades del Estado paternal. En cuanto a las instituciones, muchas veces miran para otro lado, en especial la Justicia.

Debemos pensar en otra Argentina, entendiendo que lo único que puede cambiar nuestro sombrío futuro es girar y sumarnos a la trayectoria del mundo, ese que mientras nosotros jugamos al populismo, creó riqueza y mejoró la vida de su gente.

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