En Marzo del 2011 caminaba obnubilado por las fracturadas calles de La Habana para cumplir el anhelo juvenil de mirar con mis propios ojos la isla por dentro. La reciente habilitación estatal para que familias cubanas pudieran rentar cuartos de sus hogares a turistas curiosos era la oportunidad ideal. Allá fuí, al cuarto libre que Jorge y Marisa, un matrimonio de profesionales cubanos, ofrecían en alquiler diario (el ingreso era para el Estado recibiendo ellos una pequeña comisión) en el tercer piso de un edificio con temerarias escaleras y precario mantenimiento situado en el barrio Cayo Hueso. Siempre recuerdo aquella humilde hospitalidad y la inocente atracción del pequeño Edgar (hijo de 7 años del matrimonio anfitrión), por mis barras de cereal con yogur fabricadas por la gran multinacional argentina de alimentos.
Recorrer la ciudad y especialmente La Habana vieja era una experiencia capaz de activar todos los sentidos. Una comunidad de propiedades derruidas, cazadores de oportunidades mercantiles con los visitantes extranjeros (habanos, ron, sexo, etc), ciudadanos anclados en el tiempo de las moradas de sus casas, agentes del régimen cumpliendo sus tareas de orden y vigilancia, tiendas semi vacías, y todo tipo de sobrevivientes optimizando al máximo el ingenio con abismal escasez de recursos (para reparar autos, cocinar en paladares hogareños abiertos al público y fabricar todo tipo de artesanías). Todo ello enmarcando aquellos íconos más reverenciados: el Museo y la Plaza de la Revolución, el Capitolio, Bodeguita del Medio, Floridita (donde Hemingway disfrutaba sus Daiquiris), la Fortaleza de San Carlos o el histórico Malecón. La música y el calor caribeño entrelazado sin piedad con el atraso y las penurias más mundanas.
Entender en el terreno original la esencia y permanencia de la Revolución, gran activo del régimen orquestado por Fidel y compañía, era la consigna del viaje. Las señales surgían por todos lados. Una mañana, en el hogar de mis locatarios, escuché cuando Jorge reprendía una travesura del pequeño Edgar con un “niño, el Che nunca hubiera hecho algo así”. La imagen más clara del adoctrinamiento hecho carne en millones de cubanos de bien. Creyeron y aún creían, a pesar de las carencias, en aquellas virtudes de origen que portaban los revolucionarios de Sierra Maestra y que de maneras muy originales se habían transformado en protocolos de comunicación y ficción para sostener un régimen cada vez más corrompido y agotado.
Aquella aventura épica de un conjunto de muchachos derribando la vergonzosa dictadura de Fulgencio Batista, montando un Gobierno socialista con una magnética propuesta de construir un hombre nuevo y una sociedad más justa y, más aún, la heroica defensa de la Revolución ante el insólito intento contrarrevolucionario en Bahía de los Cochinos, se erigieron en pilares sólidos de una narrativa que calaría bien hondo en el corazón de los cubanos. La insularidad propia de una isla, el alineamiento con potencias rojas que permitían oxígeno financiero, el bloqueo norteamericano (eficaz para unir a una mayoría de cubanos frente al “imperialismo”) y el progresivo éxodo de los desencantados (útil para depurar y polarizar), reforzaron la trama del relato potente y resiliente de la Revolución.
Pero además de todo ello, el gran combustible emocional para sostener la Revolución por parte de propios y extraños, y para promoverla como modelo de noble exportación, siempre ha sido la supuesta igualdad de los cubanos, construida a partir de la propiedad estatal de los medios de producción y el diseño de sistemas de salud y educación universales y de calidad. Frente al capitalismo dominante, injusto y excluyente, el colectivismo patriota cubano emergía, para el progresismo más dogmático del mundo, como bandera de una mejor sociedad posible.
Poner a la salud y la educación por encima de la “cruda economía” y los designios del mercado, y a la soberanía nacional por encima de las presiones e influencias imperialistas, se consolidaron como las bases de la Revolución como sistema. Y en nombre de ella podían estar justificadas con creces todas las cesiones en materia de libertad y prosperidad personal que fuesen necesarias. Era bajo este marco que todo funcionaba. Se elegían representantes del partido único, se organizaban las actividades permitidas y se adhería a un conjunto de valores colectivos sin egoísmos personales. “Patria o muerte” resonaba con fuerza en el sentir popular de los cubanos.
Aquí radicaba la gran originalidad de la dictadura cubana respecto a otros experimentos mundiales de restricción de la libertad en nombre de “objetivos colectivos superiores”. Una pequeña isla plantada frente al “imperialismo”, brindando salud y educación universal a su pueblo, se convertía en símbolo del extendido sentimiento anticapitalista en el mundo, anestesiando las evidencias de indigencia, silencio y adoctrinamiento que los ciudadanos debían sufrir a cambio. Frente a las críticas del mundo libre, siempre los mismos argumentos: no entienden el sistema cubano, basado en la dignidad de las personas que adhieren voluntariamente a valores superiores al egoísmo individual y el consumismo capitalista. Y mientras el mundo avanzaba hacia mayores libertades, derechos humanos y comercio, allí estaba Cuba, anclada en el tiempo. Estoicamente para algunos. Gracias a un ramificado sistema de espionaje y represión de una disidencia siempre tenue y poco organizada, para otros.
¿Dónde estaba la verdad? O mejor dicho, ¿Qué aspectos de la realidad cubana tenían mas evidencia y respaldo? Si dejamos de lado fanatismos ideológicos para adentrarnos en el espacio de las ciencias sociales, podemos recurrir al gran filósofo de la ciencia, Karl Popper, quien introdujo la idea de la falsación de las hipótesis como mecanismo para superar las limitaciones del razonamiento inductivo. Si Cuba podía, otros países también deberían poder, expresaban voces afines. Muchos de ellos analistas y científicos de amplia formación. Ante la imposibilidad de confirmarlo, siempre habría una llama viva que ponía a Cuba como faro a imitar. Hacía falta coraje y liderazgo frente al despojo capitalista. Pero la falsación de Popper nos simplificó la cuestión. Más que la replicación de casos para confirmar la hipótesis de esa sociedad mejor cediendo libertades, lo que debemos lograr es encontrar el caso que la refute. Y ahora sí, luego de este largo devenir y la lenta agonía del pueblo cubano, los episodios masivos de rebelión nos permiten afirmar que es la mítica isla el caso que refuta el postulado tan resistente de pensadores y adherentes a dictaduras patrióticas de izquierda, en el mundo y especialmente en Latinoamérica.
No hay bloqueos externos (bastante vulnerado por cierto gracias a China, Rusia y el turismo internacional), ni educación universal (no deja de tener sus méritos, pero siempre encorsetada en el adoctrinamiento ideológico que a la larga conspira contra la inteligencia y las habilidades de las personas), ni acceso a la salud pública (en franco deterioro por la falta de recursos de todo tipo), que puedan generar bienestar y progreso sostenible en el tiempo si ello es a costa de las libertades, la innovación y el comercio. “Patria o muerte” puede ser una consigna atractiva y convocante, sobre todo cuando un relato bien elaborado se impone desde la niñez, pero sí creemos que existe algo parecido a una naturaleza humana universal, tarde o temprano las aspiraciones de expresión, participación, asociación y creación, se terminarán imponiendo por más cerrojos que un régimen autoritario sea capaz de organizar.
Como de forma brillante sintetizó el escritor cubano Camilo Venegas: “Las canciones de Silvio y Pablo fueron la banda sonora de una Cuba épica, donde los jóvenes querían ser como el Che y gritaban “¡Patria o muerte!” como si fuera un saludo y no una consigna. Los jóvenes de la Cuba actual son hijos de todos los fracasos de la revolución, de un país sin futuro y de una nación en la que solo tiene cabida el desencanto. Por eso ¡Patria y vida! se convirtió en su himno”.
Bajo la perspectiva de la falsación popperiana, este gran hit “Patria y Vida” de artistas cubanos adquiere dimensión histórica. Por primera vez, expresa el grito de un pueblo que ya no tiene nada para perder y sale a las calles a exigir cambios luego de décadas de privaciones. Ya no hay espacio en Cuba para una Patria autoritaria que les pida la vida a los cubanos en nombre de valores colectivos supuestamente superiores. Y no lo habrá en el futuro para experimentos similares en el mundo, salvo aventuras efímeras que puedan venir. El juego está abierto para el devenir de las expresiones de capitalismo autoritario, como China y Rusia, que proliferan en el mundo. Pero en un mundo crecientemente interconectado, con fuerte consenso acerca de la consistencia universal de los derechos humanos y la imposibilidad de blindarse frente a la velocidad del cambio tecnológico, ya no existirán épicas capaces de sostener relatos y construcciones de “patrias autoritarias”, como la que sufrieron los cubanos luego de aquella noble Revolución de 1959 y que hoy ha ingresado en el principio del fin.
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