El lujo es vulgaridad

Cien mil muertos sin flores de despido ni globos de colores

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En la noche del 4 de noviembre de 1963, dentro del marco del “Royal Variety Perfomance”, John Lennon en compañía de Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison arremetieron el cierre de su faena, con uno de sus máximos hits, “Twist and Shout”. Este show organizado anualmente, con objetivos de caridad por la realeza británica, en ese especial año, se realizó en el encumbrado “Prince of Wales Theatre” y como era habitual con la presencia de la Reina Elizabeth II. Demasiado refinamiento, muchos oros y exagerados títulos nobiliarios para los cuatro pibes de las zonas marginales de Liverpool, cuyas melenas apenas se apoyaban sobre los cuellos de sus blancas camisas. El teatro estallaba en gritos de fans, mientras los distinguidos sonreían casi forzadamente en forma cortés, saludando suavemente desde sus inasequibles palcos. Lennon de manera pícara y antes de encarar con su canción final, miró de soslayo a la Reina y luego dirigiéndose a todos los presentes dijo: “Los que estén en los asientos más baratos aplaudir a rabiar, los que estén en los asientos caros simplemente hacer sonar sus joyas”. Afuera, el frío, la pertinaz lluvia británica y el silencio del respeto. Dentro, un volcán en erupción y miles de voces que ya nunca se callarían. Allí estaba el mismísimo Lennon, que años después rechazaría el noble título de “Sir” en oposición a las decisiones tomadas por su país al apoyar la guerra de Vietnam. El mismo Lennon que diecisiete años después, también por la noche y también bajo el frío fue asesinado de cinco balazos en la espalda por el desquiciado Mark David Chapman, al volver a su vivienda en el Edificio Dakota, en la esquina de la 72st. y Central Park West en Manhattan.

Solo siete meses después de ser asesinado Mr. Lennon, una niña nacía en una mediana ciudad de la Patagonia argentina. Si bien el destino la llevó por distintos lugares del país, era clara que su meta era la actuación, la locución y en un rango mayor, el periodismo. Esa joven, seguramente poco supo de John Lennon, por lo menos hasta varios años luego de su muerte. Por más que algún lector se enoje, debo reconocer que siempre admiré a los que ponen fervor en la búsqueda y tenacidad en conseguir lo soñado. No tengo dudas que era el caso de la joven en cuestión. Tampoco puedo demasiado castigar, ni vilipendiar, ni pensar muy mal, por alguna que otra patraña usada para conseguir un título de carrera. Siempre pensé que el verdadero y final jurado será Dios y uno mismo al final de nuestras vidas. Contra ese magistrado será imposible salvarse si uno algo ha hecho mal. He corregido cientos y cientos de tesis y no tengo duda alguna que muchas de ellas tendrían malversadas partes de libros encumbrados o de estudios no tan conocidos. Y creo que, sin ser yo “Corazón Valiente”, hay que ser algo corajudo para decir lo que acabo de escribir. Todos somos pecadores y el que esté libre de serlo que tire la primera piedra. Mírese al espejo un segundo y respóndase de todos los atajos que alguna vez ha tomado para esquivar burocracias, eludir multas, facilitarse complejos propósitos. Ahora resulta que somos todos Madres de Calcuta. Con el correr de sus años, la muchacha logró gran parte de sus sueños y malaya fue el mal día en que cuarenta años cumplía al momento en que el país llegaba a sus 100 mil muertos. La vida y la muerte entrelazadas dentro de mentes fatuas, donde la falta de inteligencia o razonamiento se unieron con la ordinariez, la zafiedad y lo tosco.

Él quería verla hecha un pimpollo y en lo posible rodeada de cuarenta rosas blancas que dieran continente a un contenido que estaba ausente. Ella quería su carroza de oro que la llevara a las tierras de los azahares soñados. Él le regaló globos multicolores que adornaban ese conjunto tan obscenamente vacuo. Ella aceptaría el convite, ya que quizás en su interior pensaba “que solo se vive una vez”. Una tenue luz acompañaría la producción fotográfica, quizás artificial o quizás emanada por cien mil almas que al cielo volaban. Consumado el hecho para las sociales redes y a la velocidad del rayo, allá fue la estampa de la joven patagónica bien de blanco vestida. Afuera, en la tierra arrasada, la pobreza lloraba hambre y el virus se llevaba de a miles a los no acomodados, a los simples mortales que el llamado vacunatorio aún esperaban. La configuración de lo grosero o de lo ordinario, no está dado por una ropa, un maquillaje determinado o por un cuerpo no esbelto. Lo burdo o basto viene de la mano de la insensibilidad hacia el caído o al que nada tiene. Es en ese momento, donde los títulos se caen de las paredes y con rodillas al piso deberemos recogerlos. Es en ese momento en el que nos damos cuenta de que los exámenes bien aprobados o copiados pierden todo sentido, si no se aprobó una de las materias más importantes de la vida, que es la magnanimidad, y dentro de ella, bolillas tales como la benevolencia, la indulgencia, la probidad y la generosidad.

No es de extrañar que muchas veces, los muchachos de las bandas, sean del rock, sean del malevaje o sean del atraco, estén rodeados por féminas que a manera de acompañe y aguante, andan junto a ellos sin ser necesariamente parte de los pillajes y de las rapiñas que ellos puedan cometer. En el caso del rock, sin tropelías conocidas por Lennon, más allá de algunos viajes en ácido, Yoko Ono, hoy a sus ochenta y ocho años, descansa su vejez (en el mismo edificio Dakota) sobre un patrimonio cercano a los mil millones de dólares. Poder y belleza suelen tener una alta correlación estadística. Por fuera que no tengo dudas de que pueda existir cierto amor abigarrado con atracción, deslumbramiento y embelesamiento, me he preguntado si existe culpabilidad o no en los actos donde está ausente el tacto o directamente haya falsedad manifiesta. La respuesta no me es fácil encontrarla, ya que tiendo a pensar que el mayor responsable es el mandamás de la cuestión. Los demás acompañan, sabiendo también que es verdad que podrían bajarse del tren de la felicidad. Pero muchas veces, cuando estamos en ese sendero virtuoso nos sentimos más poderosos, Es la primera pelota de cuero de nuestra infancia que la pateábamos con nuestras zapatillas rotas y dedos a la vista. Es el primer buen reloj que lucíamos elevando nuestra manga. Es ese primer auto que enrostrábamos a la envidiosa muchachada. Los que venimos de atrás, alguna o muchas veces hemos presumido. Es nuestra forma de evasión de realidades que pueden estar agobiándonos, pero también es evidencia que la ostentación y el lujo es vulgaridad. Será John Lennon con su frase o será el Indio Solari cantando “Un poco de amor francés”, cuya primera estrofa es lapidaria para mi pensamiento: “Una tipa rapaz….Como te gusta a vos….Esa tipa vino a consolarte….Un poco de amor francés….No muerde su lengua, no....No es sincera, pero te gusta oírla....”.

En la era de la imagen, las cuarenta rosas son cuarenta cuchillos lanzados contra el indigente. Los globos inflados son como las embusterías de los gráficos que mienten. La inmaculada blancura de la ropa no alcanzará para apañar tanto llanto de tantas muertes. Pero es claro, sin ser yo quien para exonerar a alguien, la señorita dama no es culpable. Algún día futuro y lejano, mirará esas fotos que le vendrán del pasado y seguramente le sacarán al desliz una triste, angustiada y leve sonrisa. Es allí cuando la verdad le sacudirá su piel ya arrugada. Todos, absolutamente todos, en algún momento hemos sido vulgares.

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