Mi viejo, corazón de León

Para el Día del Padre, sentí la necesidad de hablar de mi viejo. La novedad es que mi viejo murió. Y muchos recordaron esa columna que hoy quiero repetir para despedirlo y homenajearlo

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Hace justo un mes, para el Día del Padre, sentí la necesidad de hablar de mi viejo. Siempre lo hago, pero en esa oportunidad, la columna tuvo una repercusión que me conmovió. Muchísima gente la reenvió a sus amigos y seres queridos. Me contaron que ese texto arrancó muchas lágrimas y abrazos. La novedad es que mi viejo murió.

Muchos ya lo saben. Y en el pésame que me enviaron, una mayoría, recordó esa columna que hoy quiero repetir para despedirlo. Ahí dije casi todo. Lo que no dije, me lo reservo para mi intimidad y mi alma.

Tal vez en aquel momento, yo lo presentí, porque mi padre estaba con su cuerpo muy frágil pero con su cabeza y su corazón entero. Recién ahora me enteré que su nombre en hebreo, Arie Leib Meir, significa corazón de león. Era lo único que me faltaba saber para entender esa fortaleza moral de un guerrero incansable. Gracias a Jorge Porta y Guido Valeri, las autoridades de la radio, que me permitieron estar a su lado hasta el último momento. Ahí va mi homenaje. Pido disculpas por pasar la grabación, pero no puedo leerla sin quebrarme al aire.

Me gusta creer que los Leuco, o mejor dicho los Lewkowicz, estamos constituidos por padres parados sobre dos pilares: la rebeldía y la libertad. El fundador de esta escuela de vida fue Samuel, el padre de mi padre. Apenas sabía leer y escribir con dificultad en polaco y en idish. Panadero de oficio, llenaba la casa de delicias y aromas gloriosos. Era pelado como mi viejo y como yo, pero bien morrudo. Mi zeide Samuel era una especie de toro que no necesitó leer libros para darse cuenta que la vida es la búsqueda de libertad a través de la rebeldía. Cuando los nazis alemanes y polacos, empezaron con los crímenes de lesa humanidad dijo basta, que es la primera palabra de la rebeldía. Cuando intentaron hacerlo arrodillar con fusiles y cruces esvásticas, se puso más de pie que nunca y escapó del infierno del holocausto. Con ese solo gesto nos enseñó el primer mandamiento de una familia que quiere ser digna: no arrodillarnos ante nadie y tampoco pretender hacer arrodillar a nadie. Ni víctimas, ni victimarios.

Samuel, el panadero polaco, fue a parar a un conventillo de un vecindario bravo de Córdoba llamada Barrio La Cruz. Veinte habitaciones para veinte familias. Un baño y una cocina para todos. El primer día, mi Bobe Rosa cocinó en un braserito que le prestaron y a la hora de la cena, se puso a llorar porque le habían robado la olla con el único alimento del día. El hambre hablaba en varios idiomas. Samuel abrazó a mi padre y le prometió trabajar y trabajar, de sol a sol, hasta que no le faltara nada a su familia.

Se levantaba a las 4 de la mañana para amasar y para pintar con azúcar derretida las facturas crocantes. Las salía a vender a la puerta de los colegios en tres canastas gigantes, tan pesadas que fueron encorvando su espalda. De esa manera, escribió el segundo mandamiento de las tablas de la ley de los Lewkowicz. La única manera de progresar con honradez es la cultura del sacrificio y el trabajo. No hay mejor mérito que ponerle sangre, sudor y lágrimas al esfuerzo cotidiano.

El tercer mandamiento está claro. Suena medio a Campanelli, pero es una verdad de granito: lo primero es la familia. No hay nada más importante. Los hijos son nuestro mayor tesoro. Los queremos más que a nuestra propia vida.

Mi padre, que se llama Luis Mario pero que en la familia le decimos “Mayor” hoy tiene 98 años. Pero cuando tenía apenas ocho, salía a trabajar con su padre con otra canasta más pesada que él. Arrancaban de madrugada y regresaban muy tarde. Aquel braserito del conventillo ya se había convertido en una cocina aceptable. Y empezaban a levantar con sus propias manos la primera casa de los Lewkowicz en esta tierra generosa. Fueron construyendo una habitación por año. Todos aprendieron a hacer algo para colaborar: la mezcla de cal y cemento, la pintura, llevar la carretilla, colocar los ladrillos. Todavía recuerdo esa casa donde los domingos, mi zeide dormía su única siesta, después del almorzar latkes de papa y kishke, es decir tripa gorda rellena. En la puerta de su habitación, había un cinturón bien ancho que los más chicos temíamos sufrir en nuestros traseros si hacíamos ruido y lo despertábamos. Era la siesta sagrada del patriarca. Nos íbamos a jugar a la calle con una pelota de trapo, hecha con varias medias caías en desgracia.

Samuel era una persona rústica al que mi padre lo trataba de usted con un respeto casi religioso. En su ignorancia, pobre, dudaba de la utilidad de los estudios. El trabajo, su familia y el templo, eran sus únicas referencias. Por eso a mi padre lo mandaron a trabajar a un almacén de un amigo, casi gratis, para que aprendiera. Como todo pago, un día recibió un traje y unas monedas para ir a la cancha a ver a Talleres y comprar unas batatas calientes que comían en las tribunas. “Nada de estudio, hay que trabajar”. Esa era la orden del que mandaba en la casa. Por eso mi  querido viejo estudió a escondidas de sus padres. De noche, literalmente a la luz de la vela. De día se ganaba el pan y de noche buscaba el progreso. En uno de los días más luminosos en la historia de los Lewkowicz, mi viejo se recibió de farmacéutico. Fue el primer profesional de la familia. Cuando contó semejante felicidad en la casa, su padre, le pegó un cachetazo por haber perdido el tiempo en la universidad y por haber desobedecido una orden. Ese cachetazo todavía me duele a mi. Y tal vez le duela a Diego, porque todos comprendimos que esa rebeldía de mi padre, también fue para buscar su libertad. Pasaron unos meses y los amigos de mi abuelo se cansaron de elogiar a mi padre: “Es un orgullo, Samuel. Tenés un hijo con título universitario y vos no terminaste el colegio”. Le costó comprender esa novedad a Samuel. Pero finalmente, llamó a mi padre y le dijo que había decidido hipotecar la casa para que mi viejo pudiera abrir una pequeña farmacia. Todavía me emociona hasta las lágrimas esa escena. Aquella casa, levantada a una habitación por año, el único valor que la familia tenía, fue puesta al servicio del desarrollo profesional de mi viejo.

Samuel nunca quiso dejar de vender pan y facturas en la calle. Ni escuchaba los ruegos de sus hijos. Ya no era necesario, pero el seguía con su rutina de madrugar y vender. Hasta que un día maldito, una moto lo atropelló al cruzar la calle y lo mató. Su cabeza pelada como la mía y la de mi viejo, pegó en el cordón de la vereda y allí quedó. Nunca en mi vida vi llorar a alguien tan desgarrado como vi a mi padre cuando le dieron la noticia. Tal vez mi viejo, también lo quiso más que a su propia vida, como me quiere a mí y a mi hermana Raquel y a sus nietos y a sus bisnietos.

Yo también fui por el camino de la rebeldía en búsqueda de la libertad. Engañé a mi viejo que pensaba que yo estaba estudiando en la Facultad de Farmacia y Bioquímica como él soñaba. Le mentí descaradamente. En realidad me había anotado en la facultad de Ciencias de la Información. Mis sueños eran otros: ser periodista. Un día me vieron en una manifestación típica de los 70, con el pelo largo hasta los hombros, camisa grafa y gritando en contra de Pinochet y su golpe de estado en Chile.

Se lo contaron a mi viejo que me recibió con un cachetazo, pero de palabras. Me castigó igual que había hecho su padre con él. Me dijo: “Periodista, justo la profesión para vos y para todos los vagos. Sos un vago y encontraste el trabajo justo. ¿De qué vas a vivir?”. Yo tragué saliva y hasta el día de hoy trato de demostrarle que puedo ser un buen padre, un buen periodista y ganarme la vida dignamente con honradez. No hice otra cosa que replicar la rebeldía y la libertad que él y su padre me habían enseñado en los hechos. La vida es circular. Otra vez, igual que a su padre, los amigos lo convencieron de su error: “Que orgullo tu hijo, lo vi anoche en canal 10, leí su nota en el diario Córdoba. Te felicito por el Alfredo”. Empecé a pagar mi factura con mi viejo cuando un día me abrazó y me pidió: “no trabajes tanto, cuídate un poco, son muchas horas”. De aquel vago y bohemio a este adicto al trabajo apasionado por los medios de comunicación”. Allí confirmé otro ADN de los Lewkowicz. Somos muy llorones. No me avergüenza. El que no sabe llorar, no sabe reír.

Los tres padres, a nuestra manera, hicimos lo mismo.

Y Diego, que todavía no es padre también lo hizo. Rebeldía para buscar su libertad y su vocación. Con Silvana, su madre maravillosa, no queríamos que fuera periodista. Es el mejor oficio del mundo pero, en tiempos de cólera y autoritarismo, se sufre mucho. Y no queríamos que sufriera. Nos creímos piolas y ella sicóloga y en lugar de prohibirle, le fomentamos otras cosas que lo apasionaban. Todo para que no fuera periodista. Por eso aprendió magia, cocina, teatro y al final, se rebeló a ese mandato, igual que mi abuelo, mi viejo y yo. Regresó de su viaje de estudios del secundario, en Mar del Plata y nos confesó: “Volvíamos de bailar con mis amigos a las seis de la mañana y el único que compraba el diario para leerlo antes de dormir, era yo. No me jodan más: yo quiero ser periodista”. Nosotros aplicamos otros mandamientos, los de la felicidad de la familia y la libertad y le dimos la bendición.

Este domingo es el día del padre y yo disfruto de la gracia divina de ser hijo y de ser padre al mismo tiempo. Nada me alegra más. Me siento un privilegiado.  Mi viejo está grande, pero la cabeza le funciona a mil. Me sigue diciendo que no trabaje tanto pero ahora, lo agrega a Diego en esa recomendación. Esa cadena generacional tiene la fortaleza del acero. Es indestructible. Se apoya en dos pilares: la rebeldía y la libertad.

Feliz día para todos los padres. Para los que ya se fueron, como mi abuelo y para los que algún día lo serán, como Diego. Baruj Hachem. Si dios quiere.

* Editorial de Alfredo Leuco para “Le doy mi Palabra” (19/07/21 - Radio Mitre)

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