Del pasado domigo 11 de julio, cuando el mundo vio en vivo y en directo la represión terrible en nombre de la Revolución a protestas multitudinarias y mayormente pacíficas en Cuba, a hoy, muchos de los amigos y familias cubanas que habían recompuesto y defendido su unidad, lejos de la política, volvieron a separarse.
La grieta feroz que atraviesa a Cuba hace más de 60 largos años se recrudeció y la historia se dirime, como tantas otras veces, entre buenos y malos, héroes y villanos; solo que en los momentos actuales nadie sabe bien a quién endilgarle los calificativos.
Lo que podría parecer una contradición no lo es. Cuba ha sido durante todos estos años un país que el mundo no entiende, aun cuando todos creen que sí. Desde los gobiernos, movimientos y personas de doble moral que alaban la existencia de un partido único, la prohibición de manifestaciones, entre otros temas, cuando claman por todo lo contrario en los suyos, hasta los que la ven desde posiciones de superioridad, encandilados por su folclorismo, incluyendo también los que no opinan, metidos en sus propios problemas.
Todo esto para decir que el problema de Cuba hoy lo resuelven los cubanos y solo importa a los cubanos. Cualquier intento de quitarle importancia a esta realidad, será fallida.
Lo visto en Cuba el 11-J no puede ser olvidado, ni tergiversado, aunque ocurran otras marchas y otros actos, ya sean de protesta o de reafirmación revolucionaria, como seguro van a ocurrir y están ocurriendo.
Una semana después, los ánimos entre cubanos, lejos de calmarse, invitan a continuar peleando con una prédica guerrerista alimentada por años. Entre unos y otros no vale más la excusa de problemas digitados desde afuera. Sea el bloqueo que, por improcedente debe culminar, ni la amenaza de una invasión de gobiernos extranjeros o de organismos internacionales, ni grupos contrarevolucionarios, ni los movimientos disidentes dentro de la isla, ni los defensores a ultranza de la Revolución, ni los que, desengañados de todo, por edad o sentimientos, salieron a la calle o esperan que sean otros quienes resuelvan sus problemas.
Contenidas las protestas visibles dentro de la isla, por lo menos por ahora, con heridos y detenidos y amenazas de un escarmiento ejemplarizador, la guerra cubana hoy se libra con más fuerza en las redes, e incluye a todos los que tienen un teléfono listo para mostrar, trasmitir, hablar, denunciar, estén en Cuba o fuera de ella, sean ciudadanos con buenas intenciones, a favor o en contra, o los “trolls, los egocéntricos ávidos de atención mediática, los haters o los anónimos cobardes”, que pululan por las redes.
Luego del total apagón digital impuesto en Cuba después del 11-J, y con la amenaza de volver a producirse, las redes por las que vimos el horror, continúan con otros tipos de horrores. A la situación que visualizaron las protestas, hambruna, pandemia, falta de medicina, colas enormes sin distancia social posible, apagones sin solución, se une ahora el lenguaje del odio y la violencia, el acoso a través de redes sociales, no solo en defensa de una idea sino buscando la desmoralización del otro.
Fuera de la isla, se suceden manifestaciones, enfrentamientos entre cubanos en las afueras de embajadas cubanas, amenazas de muerte, iracundos grupos de solidaridad con Cuba enfrentados a otros iracundos grupos que defienden el cambio en la isla.
Por ahora, el linchamiento, de unos y otros, es mediático y hoy parece más importante que el necesario diálogo. Como en la televisión, si hay peleas, hay más rating, solo que en la vida el sufrimiento es real.
Una isla cubierta de sangre cubana no debe estar en la mirada de nadie. Ni en la cúpula de la dirigencia cubana encerrada en sus ideas y sus prebendas que divide y manda a pelear a unos contra otros, ni en el ciudadano de a pie, entre los que están los que salieron a manifestarse el 11.J, los que fueron enviados a enfrentarse a estos y los que se quedaron en sus casas. Tampoco en los cubanos que alrededor del mundo intervienen también en el conflicto.
Los cubanos sabemos de la importancia de las palabras para evitar las guerras. La épica cubana de la revolución se ha nutrido de ella y ocurre lo mismo con el relato actual. ¿Acaso el #diazcanelsingao no se ha convertido en trending tropic con una palabra cuyo significado solo conocemos los cubanos? No cerrarse a la posibilidad de un diálogo, no solo entre amigos y familiares, sino también entre todos los que intervienen en la vida en la isla, debe ser más que un deseo.
Ocurra lo que ocurra ahora, los cubanos también se enfrentan a un mundo, aquejado por una pandemia que afecta a todos y que incide en la economía, en la política y en la vida. En un universo cada vez menos solidario, libertad para los presos que dejó el 11-J, castigo para los que en superioridad de condiciones reprimieron a los manifestantes, oídos atentos al clamor popular, que se impulsen los cambios que tengan que producirse y, sobre todo, cuidado en tiempos de pandemia.
El pasado domingo 11 de julio, yo estaba en Buenos Aires trabajando junto con el sociólogo argentino Esteban De Gori en un libro sobre el odio como herramienta de construcción política. Una semana después, los apuntes siguen en mi mesa junto a otro libro que lleva por título “¿Podremos vivir juntos?” Me respondo a mí misma. Espero que sí. El conflicto está en Cuba. La solución también.