Creo que fue en un cursillo de ingreso a la facultad de derecho cuando escuché que los cónyuges no son parientes. Son más que parientes. Y me sonaba raro. Seguro fue en el dictado de derecho de familia en donde aprendí con más tecnicismo que los esposos generan un nuevo parentesco entre los de su misma sangre, transformándose la familia de uno y otro en parientes por afinidad. Pero los que dan el sí, no son parientes en rigor. Son un algo más. Un nuevo vínculo más profundo y nuevo que no nace de la familia dada. Sino de la elegida. Es la constitución de una unión querida, deseada, expresada, libre.
Con el paso del tiempo, supe (y vi) que el matrimonio respondía muchas veces a convenciones sociales, a tradiciones, a las que, de movida, pretendía desconocer. Las revoluciones en mi adolescencia se parecían a patear el tablero de cualquier cosa que luciera establecida. Mejor: cualquier cosa que hubiesen hecho mis padres o mis mayores. “No pienso casarme. Es someterme al sistema”, me acuerdo que dije en un asado de amigos a mis 18 pensado como despedida de soltero de alguno. Lo dije con soberbia y desubicación. Todavía no supe disculparme con el amigo aún hoy casado.
Uno de los que allí estaba me dijo por lo bajo: “No pensas en casarte esencialmente porque no podes. Porque sos homosexual. Es ridículo que te opongas a un derecho que deberías tener antes de negarlo ¿Y si peleás para poder, en todo caso, y negarte después?”. A la soberbia y desubicación, le agregué ignorancia.
Hace once años la Argentina entró por la puerta grande de la igualdad de derechos consagrando el matrimonio igualitario. Full, full. Sin distinguir entre esposos y esposas, esposas y esposas y esposos y esposos. Todos con las mismas atribuciones y deberes. La ley es ejemplar. Fue en la gestión de Cristina de Kirchner. Poco importa recordar el origen de esa sanción. La hoy secretaria legal y técnica de Alberto Fernández tiene un libro escrito (Cristina versus Cristina) en el que sostiene que ni la hoy vicepresidenta ni su esposo que bajó por primera y única vez a votar como diputado, creían en esa ley. Que la “sacaron”, dice Vilma Ibarra, por estrategia política para oponerse, por ejemplo, al ex enemigo, futuro aliado Cardenal Jorge Bergoglio que los irritaba con sus homilías. ¿Será? Ese es otro andarivel del análisis. Los grandes cambios de la historia se accionan y no se fijan en detalles menores como el chiquitaje político de la ocasión sabiendo aprovechar de los momentos propicios por los motivo que sean. Cristina puso la firma de la promulgación y su bloque, más otros, dio la mayoría. Fue ley.
Desde hace más de una década me puedo casar. Ya puedo oponerme al matrimonio y rechazar esa convención matrimonial, acusándola de mera tradición, de comodidad y sometimiento económico, de imposición de monogamia religiosa, de puro cartón pintado para presumir hacia afuera y de tantas cosas más. Resulta que hoy me quiero casar.
Me quiero casar, primero y esencial, porque puedo decir que vivo el amor de mi vida. Y aquí, no hay mucho más para escribir o pensar. Basta mirar la integridad de mi futuro esposo. Sólo mirarlo a los ojos. Estar enamorado es una aluvión imparable de ganas de compartir con un par el artesanal ejercicio de la vida diaria, de ese claroscuro que es la vida diaria. Y eso merece celebración. Pueden acusarnos a los casamenteros de obvios, pero no he encontrado ceremonia de celebración más emocionante que aquella de dos almas libres diciendo “sí que quiero ser más que tu pariente”. Ni tu amigo, ni tu hijo, ni tu padre ni tu primo. Quiero ser más que eso. Distinto, nuevo, único e irrepetible que es lo que es el amor único e irrepetible como lo es el mío por B.
Me quiero casar porque es una fiesta. Y en ella, virtual por el coronavirus, real cuando se pueda, quiero verle las caras a los que quiero para contagiar ese amor o agradecerles el de ellos, o fundirlos en el mío. Porque, como dice Pasolini, eso contagia. “Que al amor de ustedes pueda agregarse la conciencia del amor de ustedes”, me hace acordar mi amigo Gerardo Pepino desde Italia recitándome esa frase del enorme Pasolini en el idioma de mis padres. La conciencia del amor de los esposos.
Me quiero casar porque puedo. Ahora sí. Por la lucha de muchos, muchas y, cómo no, muchxs, que no cacarearon como yo por años gritos vacíos de rebeldía sino que pusieron el cuerpo, su decisión y su inteligencia para que hace 11 años fuera ley mi deseo y el de miles. Que atropellaron a los que querían conservar para ellos la libre celebración del amor invocando hasta robos de bebés por parte de parejas homosexuales si salía la ley. Los mismos que luego, qué casualidad, no trepidaron en robarse un turno de vacuna antes de tiempo. Me quiero casar por la lucha de los colectivos LGTBIQ+ que fueron y son un ejemplo.
Por eso me quiero casar. Nada menos.
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