La deconstrucción no existe, el autoritarismo sí

Actuar, pensar, sentir y hablar según lo ordena un otro como mandato totalizante hace desaparecer todo rasgo de humanidad en los sujetos

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En el marco de la batalla de significantes vacíos que nos atraviesa en estos tiempos, intentar brindar algunas reflexiones sobre la coyuntura parece una tarea de alto riesgo. No obstante, buscaremos aquí -so pena de ser aniquilado- echar luz brevemente sobre uno de los clichés más utilizados por la progresía posmoderna vernácula: “La deconstrucción”.

Como muchos slogans actuales del relativismo imperante, el de “deconstrucción” también ha bajado de ambientes biempensantes norteamericanos, y en la praxis hoy día apunta a una suerte de proceso de reconversión voluntarista individual de los sujetos acorde a normas explícitas (aunque no necesariamente sólidas y coherentes entre sí) dictaminadas por un grupo determinado que se erige de manera autónoma como moralmente superior al resto.

De esta cuestión se desprenden varias problemáticas. En principio, esa concepción presupone que un sujeto puede transmutar su sistema de ideas y creencias por mera elección personal y/o de un tercero. Además, asume como incuestionable la (lábil) hipótesis de que los nuevos credos a imponer concluirán, necesaria e inequívocamente, en la producción de una sociedad mejor.

Más allá de estos desatinos, existen otros obstáculos para confiar en la “deconstrucción” actual. Como toda carga dogmática, se presenta con un carácter absoluto y menester, pero como es una hija parida al calor del neoliberalismo posmoderno no deja de ser una superchería más del relativismo individualista. Esto significa que muchos otros determinarán cuán “deconstruido” uno está. Aquí tenemos un nuevo inconveniente, ya que los jueces y fiscales son múltiples, como múltiples sus concepciones subjetivistas, pero, además, al no existir parámetro fijo al cual asirse, un solo dueño de la moral puede modificar, en función de su relativismo exacerbado, el propio parámetro. En consecuencia, nunca se estará lo suficientemente deconstruido y, por ende, siempre se estará en falta.

La lógica que circunda todo este asunto es la del manual de autoayuda: presume que uno dispone a su antojo de su propia conciencia, y que ésta puede ser trocada voluntariamente y en la dirección que se desee. Aquí no hay otredad, y relegando a Spinoza todos parecen saber, a ciencia cierta, “lo que puede un cuerpo”, así como relegando a Marx, todos creen determinar la realidad externa desde su propia subjetividad. De este modo, se desemboca en una reificación del otro al demandarle -incluso de manera violenta- que conciba al mundo de un modo prefigurado con el objetivo de arribar a un supuesto paraíso.

Este accionar no está encarnado por un grupo tribal específico y ajeno a la agenda pública. Aparatos ideológicos del Estado también promueven esta práctica. Hoy, por ejemplo, son obligatorios los cursos de deconstrucción hasta para sacar el carnet de conducir; medidas como ésta, que intentan aplicarse a todo organismo, encuentran algo de sentido en la determinación arbitraria de que nuestra forma de ser es incorrecta a priori.

También esto explica la intromisión de falsos axiomas en escuelas públicas -y, hasta hace poco, laicas-. La portación de un “pecado original” es la excusa perfecta para la imposición de una ideósfera donde ya no priman los datos fácticos y los estudios científicos, sino un combo preparado y repetido hasta el hartazgo por los feligreses de esta nueva proto-religión. Basta observar a la ministra Elizabeth Gómez Alcorta en el Congreso de la Nación -en el marco de la “Ley Micaela”- indicándoles a los legisladores que debían hablar en el denominado “lenguaje inclusivo” y decir “todes” y “aquelles” -aunque inmediatamente después la propia funcionaria se refiere sólo a “nosotros”- porque, caso contrario, estarían discriminando.

No existe dato alguno que demuestre que la gramática pueda mutar por la decisión deliberada de un grupo determinado de hablantes, y menos aún que el cambio de una letra en ciertos vocablos coadyuve a la creación de una sociedad más igualitaria.

La lógica de la reeducación conductista va de la mano con la deconstrucción, mientras que el castigo preparado para quien no se deconstruye es la cancelación y el boicot que incluso opera retroactiva y anacrónicamente. De esta manera, se ha desarrollado un encadenado dialógico reaccionario que, para peor, se plasma bajo la excusa de no incurrir en el “punitivismo”. Menudo chiste… Este universo es totalitario en el sentido de que, como se dijo arriba, no deja parámetros firmes con los cuales comulgar -si uno quisiera ser esclavo-, y por ende siempre se va a cargar con la culpa. Por eso todos somos pecadores apriorísticamente y la salvación prometida es difusa como difusos los credos. Todo este artificio no es sino una extorsión, un chantaje propio de nuestro tiempo, y no sólo por el contenido del dogma, sino, paralelamente, por su imposibilidad total de consecución.

Este gran simulacro de reconversión ha desembocado entonces en la censura y el escrache, cortesía de quienes se presentan como vanguardia. Porque si bien la deconstrucción no existe (adaptarse a los modales de la corrección política vigente no es cambiar), su intento de imposición a capa y espada es lo que genera la gravedad del asunto. Si no somos como debemos ser, y si no existe forma acabada de ser como se plantea que debemos ser, estamos condenados, y “deconstrucción” es el nombre que se le otorgó a esta trampa.

A pesar de ello, toda esta impronta paradójica ha permeado sin inconvenientes en amplios espacios partidarios, que poco repararon -a la hora de reproducirla- en la necesidad de separar la paja del trigo. Se trata de la misma impronta deletérea cuyo relato reiterado y coercitivo ha generado un agobio masivo innecesario que amenaza con derrumbar todo lo que la rodee, inclusive logros y conquistas. Sucede que cuando el foco está puesto en el ensanchamiento del ego individual y en la ratificación de la propia creencia poco importa ser funcional a intereses antagónicos (o supuestamente antagónicos).

Vergüenza ajena, por otro lado, produce advertir la impostura exagerada de muchos. Querer pertenecer y querer alcanzar esa ilusión de superioridad lleva a más de uno a volcarse a esta moda -que tiene poco de nueva; en Estados Unidos se hablaba de “deconstruirse” ya en el siglo pasado-, y rápidamente a aprenderse el libreto, los mandamientos, y a comenzar a predicar. Así sin más. El mito de la deconstrucción conlleva al rito de la sobreactuación y la coacción a terceros. Nadie se “deconstruye” en silencio, porque, como toda farsa, la deconstrucción necesita del exhibicionismo y la mostración. Y todo “neodeconstruido” pretende evangelizar a otros con los sermones de su nueva fe y el látigo de la cultura de la cancelación en la mano. Los impostores conforman el peor sector dentro de esta tribu. El desacertado y el crédulo tienen un salvoconducto; el mercenario, no.

Entretanto, toda esta parafernalia pequeñoburguesa disfrazada de sensiblería no hace más que contrastar enormemente con las demandas del grueso de la población. Casi el 60% de los menores de 14 años son pobres en Argentina. No obstante, cuenta con respaldo de la agenda pública (por conveniencia y/o por miedo). En ese marco, se han cristalizado una serie de dispositivos para que pocos se atrevan a cuestionar sus tópicas, ya que el escarmiento puede ser gravísimo. Hoy revelar que dos más dos es cuatro puede costarle a uno muy caro. Es más, no hacer nada también puede tener la misma reprimenda. Porque en la experiencia, la doctrina neosofista promotora de la deconstrucción no sólo no ha generado nada de “lo bueno” que prometía, sino, por el contrario, ha forjado problemas nuevos. Lamentablemente, en nuestros días, el temor como método dejó de ser patrimonio exclusivo de algunos sectores trasnochados de la derecha autóctona.

Todo esto no quiere decir que las sociedades y los sujetos se comporten de una manera sempiterna y determinada de antemano. Los imaginarios colectivos mutan, los hábitus y las prácticas mutan, pero bajo otros criterios, no mecanicistas. El consignismo posmoderno es un galimatías que converge en una visión teleológica (y teológica) al creer que el hombre progresará, evolucionará, si acepta -por las buenas o por las malas- dejar de ser. Actuar, pensar, sentir y hablar como lo ordena un otro como mandato totalizante hace desaparecer todo rasgo de humanidad en los sujetos. El deconstruido, si existiera, sería entonces un mero autómata, sin pasado y sin futuro, sometido, para siempre, a los designios ondulantes de la narrativa hegemónica de turno y de las antojadizas lecturas del clima de época.

Por suerte, la desconstrucción no existe. Por desgracia, el autoritarismo sí.

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